24 de diciembre de 2017
Por eso Dios le otorgó
el más alto privilegio,
y le dio el más importante
de todos los nombres,
para que ante él se arrodillen
todos los que están en el cielo,
y los que están en la tierra,
y los que están debajo de la tierra;
para que todos reconozcan
que Jesucristo es el Señor.
Filipenses 2.9-11, TLA
Por eso Dios le otorgó
el más alto privilegio,
y le dio el más importante
de todos los nombres,
para que ante él se arrodillen
todos los que están en el cielo,
y los que están en la tierra,
y los que están debajo de la tierra;
para que todos reconozcan
que Jesucristo es el Señor.
Filipenses 2.9-11, TLA
Humillación histórica en camino a la exaltación
final
El prestigio y el honor eran asuntos muy relevantes en la
época del Imperio Romano. La “ubicación jerárquica en la vida social,
especialmente en el espacio público, constituía la base del sentido del honor y
de la persona honorable. Defender esa ubicación y mejorarla a través de mayor
número de personas dependientes o subordinadas con respecto a uno mismo,
constituía una de las expectativas en torno de la actuación social” (Néstor
Míguez, “Filipenses: la humildad como propuesta ideológica”, pp. 38-39). Sólo
los grandes propietarios podían acceder al poder y a los “primeros lugares” a
fin de enriquecerse, tal como refirió el Señor Jesucristo en algún momento (Mt
12.38-40). Los grandes tenían privilegios para eludir la acción de la justicia
y los pequeños quedaban a merced de los funcionarios de turno, con las consiguientes
injusticias. Pablo se presenta en la carta como “esclavo de Jesucristo”, y
también lo es del imperio, pues escribe desde la prisión; eso lo colocó en un
estrato social bajo.
Una de las exhortaciones de la carta es a la
humildad (2.3). No obstante, es notable su referencia a Jesús como alguien
exaltado después de haber sido humillado:
Es desde la identidad con los
más humildes de los humildes, con las no-personas de la esclavitud que se
revela la voluntad liberadora del Dios trascendente. Es en ese crucificado de
la historia que se muestra la gloria del Dios eterno, ante la cual tendrán que
inclinarse los que hoy se creen victoriosos y poderosos, se creen eternos de
una eternidad que se sostiene en base a las armas y un prestigio alimentado por
su propia ambición. Este poema central de la carta pone en evidencia justamente
el sentido del camino liberador, desde la humildad, confrontado con el camino
del opresor, que es el que esclaviza, el que destruye y crucifica (N. Míguez).
Jesús tomó “forma de esclavo” (2.7b) según afirma la
carta a los Filipenses mediante una profundización que va más allá de la mera
afirmación de la encarnación al incluir el aspecto social. La carne o el cuerpo
eran (son) espacios históricos en los cuales también se define mucho de lo que
acontece en el ámbito socio-político y económico. La experiencia mesiánica, liberadora,
promovida por el apóstol, se basa en relaciones de gratuidad: “No [se trata de]
el esclavo obediente que muere trabajando para su patrón o agotado en las explotaciones
imperiales. Es el esclavo que en su humildad se hizo obediente a su libre
condición humana, y afronta la muerte (de allí que sea ‘muerte de cruz’)”.
El enorme esfuerzo del Hijo de Dios para asumirse y
mantenerse como ser humano implicó acceder a la igualdad con los demás y,
asimismo, dedicarse a servir a todos como un siervo como un esclavo. La
igualdad con Dios lo preparó, le enseñó a servir, en este caso a sus criaturas,
que ahora vendrían a ser sus iguales. “Lejos de ser motivo de ansiedad y
amargura, esa experiencia de ‘abajamiento’ social debe resultar en gozo, por
ser el lugar desde donde se ofrece el testimonio de la fuerza del evangelio” (Míguez).
A
la
humillación de Jesús, en v. 6-8, se contrapone, en v. 9-11, la exaltación. Esta
es consecuencia de su obediencia en el sufrimiento y consiste en la instauración
en el señorío no sólo sobre la comunidad, sino sobre todo el cosmos. Al
concederse a Jesús el nuevo nombre de kyrios, la comunidad confiesa que
en la exaltación se da la victoria de Cristo, es decir, el cambio de señorío
sobre el cosmos (cf. Col 1,19.20). (D. Müller, “Altura, profundidad,
exaltación”, en DTNT I, p. 106)
Jesús llegó al nivel más alto de la creación y del
cosmos (2.9-11) luego de haberse abajado profundamente y de representar la
forma en que Dios se enamoró de la carne humana, de la historia, de la finitud,
a fin de lograr que el ser humano también sea exaltado. Asumir la carne, la
debilidad histórica y el sometimiento voluntariamente es la gran lección de
Dios para obtener la salvación. En contraste: “El imperio tendrá su fin, la
realidad, incluso la realidad física, conocerá otra dimensión, se organizará
por medio de la experiencia de amor que trae la manifestación gloriosa del
Mesías, crucificado de acuerdo a la ley judía y al poder imperial, pero
triunfante en la vida de sus humildes seguidores” (Míguez).
El Dios eterno se ató amorosamente a la carne en la
persona de Jesús y eso implicó un profundo reacomodo trinitario capaz de
incorporar lo histórico y mortal, transformado, en el interior mismo de la
divinidad. Semejante milagro es el que se celebra cuando se habla de la
Navidad, el rostro más visible de la encarnación de Dios, la parte más
superficial del misterio del Dios humano, del hombre-Dios que fue y sigue
siendo Jesús de Nazaret.
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