EVANGELIZAR: UNA INVITACIÓN A VIVIR EN EL AMOR Y LA DIFERENCIA
Nicolás Panotto
Lupa Protestante, 17 de mayo de 2012
Y ahora permanecen la fe, la
esperanza y el amor; pero el mayor de ellos es el amor.
I Corintios
13.13
La
evangelización es un tema complejo que despierta muchas susceptibilidades. Y no es para menos. Por diversas razones se la ha definido
como imposición, proselitismo, como un tipo de discurso que debe aceptarse sin
cuestionamientos, como la adhesión a una iglesia o religión, entre otras cosas.
Sí, siempre se dice: “el evangelio es una forma de vivir, no una religión”.
Pero del dicho al hecho, hay un abismal trecho. Los dogmas, las formas
religiosas, las moralinas, pregonan por sobre la simpleza del sentido común y
la vivencia cotidiana de la fe. La historia muestra muchos ejemplos que
respaldan estas comprensiones, y la distorsión y daño que han traído en muchos
sentidos. Nada de buenas nuevas; pura muerte y malas noticias. Pero a veces
esos cuestionamientos, aunque totalmente veraces, nos pueden llevar a ser
reacios con el tema, sin profundizar en sus riquezas y valores.
Hay
muchas resignificaciones que son necesarias hacer, ya que el término
“evangelizar” está viciado y cargado de sentido por su bagaje histórico, tal
como recién mencionamos. Es interesante notar que en el NT encontramos 52
menciones de “dar o compartir las buenas nuevas”, mientras que “evangelista”
–un término que refiere más a una función institucionalizada- aparece solo 3
veces. Como todo en la vida, parece que ciertos elementos se tornan resistentes
cuando se sedimentan y pierden la frescura del proceso o la no definición
estricta que conlleva el simple “compartir”, sin una forma única.
Defino compartir el evangelio como una invitación a vivir
en el amor fraterno.
Esta enunciación trae consigo algunos replanteamientos. Principalmente, el
hecho de que el evangelio no es un cúmulo de credos sino un nuevo estilo de
vida. No implica la aceptación de una religión sino una nueva manera de
comprender la realidad y transitarla. Lo religioso es funcional a ese nuevo
estilo de vida, y no al revés. El evangelio es una invitación a amar al
prójimo; este punto de partida, y no otro –como puede ser la aceptación de una
moralina, de una práctica religiosa, del cumplimiento de prerrogativas
eclesiales–, es el marco a partir del cual se comprende la invitación a formar
parte de una comunidad eclesial. En otros términos, se invita para aprender a
amarnos juntos y juntas, no a ser un elemento más de la estructura eclesial.
Sólo en comunidad crecemos en el amor, y así en la fe.
En resumen:
compartir las buenas nuevas es vivir en el amor al prójimo según el ejemplo de
Jesús, quien vivió en comunidad con sus discípulos y discípulas, creciendo en
el amor fraterno y la enseñanza. Por todo esto, debemos aprender a ser simples
a la hora de definir esta tarea: el evangelio es la representación del amor
pleno de Dios hacia el ser humano, y el compartir la fe significa la inevitable
carga de amar y compartir ese amor.
Ahora, la
pregunta es: ¿sabemos amar? ¿Vivimos en el amor? ¿Es el amor la columna medular
de nuestra comunidad de fe? La poca claridad sobre este tema ha influido
negativamente en la comprensión de la evangelización: más que en una práctica
de amor al prójimo, ella se define desde un lugar de poder, desde la creencia
de ser poseedores de una Verdad que se debe transmitir, presentada como un
discurso cerrado o una práctica religiosa. Compartiendo este tema con una
amiga, me comentó de un graffiti
cerca de su casa que dice así: “El amor no tiene dueño. El amor no tiene sueño.
El amor no tiene”. Por eso tenemos que preguntarnos cosas muy básicas: ¿qué
significa amar? ¿Es algo que poseo como un objeto o es un proceso que debo
vivir y descubrir con los demás?
Vayamos a I Corintios
13, un conocido pasaje que refiere a estos temas. El contexto de este escrito
es el reconocimiento de la heterogeneidad de la comunidad de Corinto, en la
variedad de dones que todos y todas tenían. Al parecer, existían competencias y
conflictos sobre el desarrollo de estas prácticas dentro del grupo. Por eso
surge la pregunta: ¿cómo sobrellevamos esas diferencias? La respuesta es clara:
el amor.
¿Pero implica el
amor terminar con esa heterogeneidad y su inherente conflicto? Para nada. Por
el contrario, significa sobrellevar y promover dicha pluralidad. Por ello, una
de las consecuencias de la falta de amor es el no reconocer al otro en su
diferencia. Existe una gran resistencia frente a lo que se presenta distinto a
nuestra cosmovisión, creencia, identidad y práctica. Lo diverso da temor; por
ello, se lo anula.
El pasaje
muestra que el amor es aquella actitud que va más allá de las formas
específicas, de lo dado, de lo establecido, como son los dones en sus formas
concretas. Todo esto implica que el amor reconoce la imperfección. ¿Por
qué? Porque no existe la perfección del lugar único, de nuestro espacio,
pensamiento, religión, posición moral. La imperfección es lo que nos atraviesa
y a su vez nos abre a la búsqueda de lo mejor, para nosotros/as y los demás, lo
cual representa un proceso inagotable. Posicionarse en la perfección es
encorsetar en un aura de poder mi particularidad.
No existe amor
si no reconozco que necesito del otro y que el otro necesita de mí. Necesito a
los demás porque no soy Dios, no puedo con todo. Este pasaje, en resumen, nos
muestra que el amor es el reconocimiento de la diferencia que nos atraviesa,
que nos abre como sujetos, tanto a nosotros mismos como hacia los demás.
Esta comprensión
del amor nos quita del podio que muchas veces construimos, desde donde creemos
tener y predicar la verdad absoluta a la cual el mundo debe rendirse. Por el
contrario, como creyentes debemos reconocer más que nadie la finitud de la
humanidad –y con ello de sus creencias, posiciones, pensamientos y lugares–,
porque en ese reconocimiento se manifiesta el poder del amor como vínculo y
como camino que inscribe el proceso de todo lo existente.
El amor y la esperanza van de la mano. En la Biblia, la esperanza no tiene que ver con un
sentimiento romántico, como a veces creemos, sino que es un término teológico
muy importante y denso en sentido. Es reconocer que la historia se basa en Dios
y como tal se encuentra abierta a su acción. Lo que vemos ahora no es único ni
absoluto; es algo muy distinto a lo que viviremos en un futuro (que tampoco
conocemos) Por ello, amar en la esperanza significa cuestionar el egoísmo, el
poder y el orgullo que cercenan formas distintas de sentir, de ser, de ver,
tras la promoción de una verdad absoluta incuestionable. Vivimos en la
esperanza de que todo puede cambiar y ser distinto. El amor reconoce la
belleza y el poder de la diferencia ya que es en ella donde se manifiesta su
riqueza multifacética. Por ende, nadie puede adueñarse de un lugar único, tanto
para sí mismo como para los demás.
Amar en la esperanza es creer que todo tiene un proceso, que nosotros mismos estamos en proceso y debemos vivir
en constante cambio. Amar en la esperanza
es abrirnos a que los demás también se encuentran en proceso, en que pueden
ser distintos y desde ese deseo alcanzar lo que anhelan. Eso nos quita del
juicio y de apoderarnos del prójimo, para entregarnos a la tarea de abrir
caminos de reconocimiento e inclusión. Amar en la esperanza implica reconocer
que nosotros y nosotras necesitamos caminar con los demás en el descubrimiento
de lo que viene, y que por eso carecemos de una verdad que sobrepasa al otro/a,
que nos ubica en un lugar de poder y superioridad.
Compartir el
evangelio significa amar e invitar a aprender a amar, no enseñar credos. En
este sentido, el amor no es un medio,
sino un fin en sí mismo. Es reconocer nuestra imperfección y necesidad de
los demás. Así, la evangelización no es una invitación para que el otro/a
aprehenda mi creencia porque ella es en sí única y perfecta, sino que es la
demostración del deseo de que más personas se sumen en el camino en que nos
encontramos todos y todas como seres humanos, donde necesitamos aprender a amar
juntos, en comunidad, en sus múltiples formas.
En otras
palabras, evangelizar es reconocer que necesitamos del otro/a. Es, en
definitiva, invitar a vivir en esperanza,
comprendiendo que las cosas pueden ser distintas de lo que son, así como
nosotros/as mismos/as. Que las personas no son objetos receptores de un mensaje
sino sujetos que viven opciones e historias, y por ende “están en camino”, así
como nosotros y nosotras.
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UNA IGLESIA ENFERMA
La Jornada, 26 de enero de 2018
Es la transnacional económica, religiosa, social y política más antigua. Ha sorteado con éxito divisiones ideológicas y crisis severas. Como la que hace 500 años le causó el movimiento que encabezó Martín Lutero. Tiene en América Latina su base de creyentes más importante, fruto de la conquista española, que tuvo como apoyo la espada y la cruz. Pero esa fidelidad decrece año tras año. Y hay motivos suficientes para ello.
La mejor muestra de la enfermedad que corroe a la Iglesia católica acabamos de verla en Chile, durante la visita de Francisco. Fue un fiasco que él y quienes planean sus viajes en el Vaticano pudieron evitar y no quisieron. Sabían que dicha Iglesia ha perdido allí fieles a velocidad impresionante: en poco más de 20 años pasaron de 75 por ciento a 45 por ciento. Y no por irse a otras religiones, como en varios países del continente, sino porque no desean tener ninguna.
Esa reducción tan rápida y enorme se origina en el alejamiento de la jerarquía eclesiástica de los fieles y entregarse sin recato a la pequeña pero poderosa clase político-empresarial que maneja al país andino. Apoyó incondicionalmente al dictador Pinochet. Posee una enorme fortuna material y goza de incontables prebendas del Estado.
Y para completar el panorama negativo, han quedado sin sancionar ejemplarmente los más de 80 casos de pederastia en que se han visto envueltas congregaciones e influyentes prelados. El más destacado: Fernando Karadima, guía espiritual de la clase pudiente y de los principales políticos de la derecha. A diferencia de Marcial Maciel, el depredador por excelencia, Karadima no tuvo reparo en abusar de los hijos de algunos de quienes veían en él casi a un santo.
Aunque el Vaticano lo declaró en 2011 finalmente culpable de abusos sexuales contra menores, nunca pisó la cárcel y el grupo de clérigos cercanos sigue en activo y en altos cargos. Como Juan Barros, obispo de Osorno, a quien las víctimas de Karadima señalan de ocultar sus delitos. Pese al rechazo que hubo hacia él estuvo presente en toda la gira papal. Además, el guía espiritual de la alta sociedad chilena influyó para que el Vaticano nombrara obispos a otros sacerdotes de su confianza: Andrés Arteaga en Santiago, Horacio Valenzuela en Talca y Tomislav Klojatic en Linares.
Al hacer el recuento de daños de su visita, Francisco pidió perdón por exigir pruebas a las víctimas de la pederastia clerical. Pero insistió en la inocencia del obispo Barros, porque “no hay evidencias de su culpabilidad y, al parecer, no se van a encontrar”. La protesta contra dicho prelado y otros depredadores sexuales proviene de los católicos chilenos y de otros países. Si la Iglesia desea conservarlos, debe entregar a la justicia civil a los clérigos abusadores. Sin excepción.
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