14 de
octubre, 2018
Por lo tanto, ya que fuimos declarados
justos a los ojos de Dios por medio de la fe, tenemos paz con Dios gracias a lo
que Jesucristo nuestro Señor hizo por nosotros. Debido a nuestra fe, Cristo nos
hizo entrar en este lugar de privilegio inmerecido en el cual ahora
permanecemos, y esperamos con confianza y alegría participar de la gloria de
Dios.
Romanos 5.1-2, Nueva Traducción Viviente
Cuando uno se acerca a las múltiples
definiciones de reforma religiosa que existen, llama la atención que pocas de
ellas se refieren a la vida personal de los creyentes, pues en la mayor parte
se refieren a la religión y la política. Se echan mucho de menos las
referencias a la espiritualidad y a la teología, así como a la recuperación del
individuo como sujeto de la fe y de la vida de la iglesia. Porque justamente
ése es uno de los desafíos para cada creyente “reformado”: que de sus propios
labios brote una expresión firme y consecuente de la realidad de la reforma
religiosa y espiritual en su vida. Los reformadores del siglo XVI, incluso los
radicales, asumieron como un gran redescubrimiento el rescate de la doctrina de
la justificación, precisamente aquella que, en palabras de San Pablo, es la
única que puede proporcionar alegría a cada ser humano que es declarado justo
por la gracia de Dios en Jesucristo. Con ella se superan todas las condenas,
todos los juicios, toda la ira de Dios. Si el mismo apóstol definió con inusual
energía lo que son los seres humanos mientras no sean justificados (“hijos de
la ira”, Efesios 2.3b), también proyectó la realidad de la justificación, de la
rehabilitación, de la declaración de justicia como la razón de mayor alegría
para vivir en este mundo. Ésa es la gran afirmación de la fe reformada, hoy y
siempre:
Cuando en enero de 1990, la teóloga
presbiteriana Elsa Tamez defendió su tesis doctoral (primera mujer en conseguirlo en
esa denominación en México) en la Universidad de Lausana bajo el tema: Contra toda condena: la justificación por la
fe desde los excluidos, fue posible ser testigos del feliz encuentro entre el
mayor aporte de la teología protestante y la teología de la liberación latinoamericana,
puesto que la supuesta extranjería de la primera en nuestro subcontinente había
sido uno de los mayores obstáculos para comprender el impacto del rescate de la
fe y la libertad que la Reforma Protestante había llevado a cabo. A su vez, la
teología latinoamericana, que a pasos agigantados se había ganado un lugar en
el concierto de la cristiandad mundial, al afirmar la primacía de los sujetos
marginados y excluidos, recibió la aportación de la Reforma, específicamente, al
recuperarse el lugar de la persona, del individuo libre y justificado que es
capaz de decidir por sí mismo cuál es su lugar delante de Dios, de la iglesia y
del mundo. Así lo lo expresa Tamez en las grandes líneas de su tesis (en la que
rastrea esta doctrina en seis cartas paulinas): la justificación es una
reafirmación de la vida, primero, porque a)
incluye a los excluidos en el pueblo de Dios, b) permite hacer conciencia de la ausencia de la justicia verdadera
en el mundo, c) da seguridad a las
comunidades al anunciar la revelación de la justicia de Dios para beneficio de
todos, y d) apela a una fuerza
superior en el ser humano que tiene fe para hacer frente al mundo injusto. Además,
forjará nuevas formas de solidaridad y, al ser sujetos de la historia como
poder de la justificación por la fe que hace trasgredir la ley, permitirá
afirmar la libertad del Dios soberano frente a los ídolos que esclavizan.
Ella lo resume así:
El estudio de la justificación por la fe
desde esta perspectiva nos llevó a asumirla como afirmación de la vida concreta
de todos los seres humanos. La revelación de la justicia de Dios y su
actualización en la justificación proclaman y ejecutan la buena nueva del
derecho a la vida de lodos. Se trata de la vida concedida en la justificación
como un don inalienable porque procede de la solidaridad de Dios con los
excluidos, en Jesucristo. Vida digna que hace de los seres humanos sujetos de
su historia. Dios justifica (hace y declara justo) al ser humano para que
transforme su mundo injusto que le excluye, le mata y le deshumaniza.[1]
Si a las personas pobres de América Latina,
además de la carga social y económica que llevan, se les agrega la de la
culpabilidad y la ira de Dios (que aparece al menos 4 veces en la carta a los Romanos:
1.18, 2.5, 9.22 y 12.19) como realidad permanente para sus vidas, éstas dejan
de ser vistas como espacios y oportunidades para experimentar la gracia de
Dios. La triada ira de Dios-gracia-justificación fue reinterpretada por la
Reforma para mostrar a los seres humanos la posibilidad de ser protagonistas,
primero, de sus propias vidas, más allá de las imposiciones y la pertenencia al
edificio de la Cristiandad, y luego de un encuentro salvador con Dios por medio
de Jesucristo, eso explica la afirmación categórica del mayor resultado de la
justificación para la existencia humana: la paz con Dios (Ro 5.1a):
Pablo deja al pueblo judío como su
interlocutor imaginario y se dirige ahora a la comunidad cristiana que es tal
por haber recibido la justificación —salvación— por la fe.
Va a explicar en qué consiste esta
“justificación” que poseemos como don gratuito de Dios por Jesucristo. ¿Qué
significa, pues, para el apóstol, vivir como “justos” o, para usar nuestro
lenguaje corriente, como “cristianos”?
Pablo comienza su exposición con un
“ahora”, como situando todo lo que va a decir en el presente de nuestra vida
diaria.
Primero: es la “paz”, pero en el sentido
que la entiende el apóstol, tanto desde su cultura bíblica como desde su fe en
Jesús resucitado. “Estar en paz con Dios” es el “bienestar” del que goza el que
es amigo de Dios. No se trata, sin más, de un bienestar psicológico o
simplemente humano. Va más allá. Es la posesión y el goce de la persona misma
del amigo como riqueza propia (Biblia de
Nuestro Pueblo).
Con ello comienza una larga cadena de
bendición que puede ser experimentada como algo palpable y visible en la mentalidad
cristiana más auténtica: la “entrada a la gracia” (2a), la percepción de su
grandiosa realidad en nuestra vida es enorme motivo de alegría. A continuación,
sigue la esperanza (2b), “hermana y compañera de la paz. Es la promesa, prenda
y garantía de un futuro de gloria y de resurrección igual al de Jesucristo que
Dios nos tiene preparado. Y así, el estado de ‘paz’ de que gozamos ahora se
desdobla en ‘esperanza’” (Biblia de
Nuestro Pueblo). “Con la paz y la esperanza el cristiano no esquiva ni
evade las adversidades y sufrimientos de la vida presente, ya sean los propios
de la condición humana o los acarreados por el seguimiento de Cristo, sino que
los asume con responsabilidad, paciencia y aguante sabiendo que, al final, el
poder de la vida triunfará sobre los poderes de la muerte” (Ídem).
Todo ello va a permitir afrontar las
pruebas y dificultades con una enorme resistencia (3) con una “paciencia militante”
(J. Míguez Bonino) que reforzará la esperanza (4) y permitirá comprender a
cabalidad la extensión del amor de Dios hacia los pecadores (5-8). Así ya no
los alcanzará la irá y se conseguirá la reconciliación con Dios (9-11). No otra
fue la comprensión de Thomas Müntzer acerca del cambio impulsado por Dios en
esos tiempos tan convulsos:
La mística se encuentra en el centro de
su teología. La lectura de Tauler, discípulo del Maestro Eckart, supuso un
cambio fundamental en su vida, que algunos califican de “conversión”. La experiencia mística es, para él, la
conciencia de vaciamiento y abandono total del ser humano en las manos de Dios,
más aún, la identificación entre Dios y el ser humano. Pero un abandono
que no es pasividad, ni se queda en la esfera intimista, sino que se traduce
políticamente en la lucha contra los poderosos y los vicios sociales provocados
por ellos. Es el Espíritu, al que llama “nuestro maestro interior”, el que
actúa directamente en el creyente sin mediaciones jerárquicas. Así, el
cristianismo verdadero es el cristianismo del Espíritu.[2]
No hay comentarios:
Publicar un comentario