EL DISCIPULADO EN MATEO
Rafael Aguirre Monasterio
Mateo sólo
habla de los apóstoles en el capítulo
10, versículo 2, cuando da los nombres de los doce. El concepto clave de su
eclesiología es el de discípulo; ser cristiano es ser discípulo de Jesús.
Discípulos no son sólo los del pasado, aquellos que se conocen, tienen
importancia, de los que da sus nombres… sino que todos los creyentes
posteriores son también discípulos de Jesús. Por eso, cuando el evangelio de
Mateo se refiere a “los discípulos”, está hablando de unos personajes del
pasado y, a la vez, de los seguidores de Jesús de hoy, de su tiempo, de los
miembros de la comunidad, de los lectores del evangelio…
Según Mateo, el discípulo de Jesús
se caracteriza por dos rasgos fundamentales:
ü
En
primer lugar, tiene que guardar las enseñanzas de Jesús: -“Enseñándoles a
guardar todo lo que yo os he mandado…”
Hay una gran
diferencia entre el evangelio de Mateo y los evangelios gnósticos y apócrifos
hoy tan de moda, que se suelen caracterizar por poner en boca del Resucitado
una serie de enseñanzas nuevas, misteriosas, esotéricas, reservadas para una
pequeña élite… Sin embargo, en el evangelio de Mateo, el Resucitado no enseña
nada nuevo sino que, únicamente declara la permanente validez de lo que ha
enseñado el Jesús terrestre; enseñanzas que van dirigidas a todo el pueblo.
ü
Y,
en segundo lugar, el discípulo de Jesús se caracteriza por confiar en el Señor
resucitado, presente en medio de su comunidad; por confiar en el Emmanuel. Hay
muchos textos, sobre todo en los relatos de milagros en los que, como luego
veremos, esto se pone de relieve especialmente.
Mateo presenta a
los discípulos entre luces y sombras, porque así es la vida, y así somos los
cristianos… y los trata de forma más positiva que Marcos, a lo largo de cuyo
evangelio los discípulos aparecen continuamente como aquellos que no entienden
nada a Jesús y que tampoco progresan. Se pueden comparar algunos textos
paralelos de Marcos y Mateo en este sentido, para ver cómo la manera de
presentar a los discípulos es sensiblemente diferente; por ejemplo:
Mr 6.52 con Mt
14.33. Jesús camina por encima de las aguas y los discípulos creen que es un
fantasma. Cuando le reconocen, Jesús entra en la barca y, mientras Marcos dice:
“Los de la barca quedaron estupefactos porque tenían el corazón obturado y no
habían entendido nada cuando los panes”, Mateo afirma: “Los que estaban en la
barca se postraron y dijeron “verdaderamente éste es el Hijo de Dios”.
Mr 4 con Mt 8:
En el texto de Marcos, una vez calmada la tempestad, Jesús pregunta a sus
discípulos: “¿Por qué sois cobardes? ¿Aún no tenéis fe?”. En el de Mateo, Jesús
les dice: “¿Por qué sois cobardes? ¡Qué poca fe!”. Evidentemente, hay
diferencia; en el segundo caso, aunque sea poca y titubeen cuando viene la
dificultad, tienen fe.
El texto de
Mateo 14.22-33, a que antes me he referido, dice que Jesús ha subido a la
montaña a orar y los discípulos tienen que atravesar el lago; se hace de noche,
se levanta el viento, cae la oscuridad… no pueden remar, tienen miedo… Jesús
aparece entonces caminando sobre las aguas, se acerca a ellos, que al principio
no le reconocen, y les dice: “¡Ánimo, soy yo, no temáis!”. A continuación, en
un episodio exclusivo de Mateo, interviene Pedro diciendo: “Señor, si eres tú,
mándame ir hacia ti sobre las aguas. Ven, le dice Jesús. Bajó Pedro de la barca
y se puso a caminar sobre las aguas, yendo hacia Jesús, pero ante la violencia
del viento, le entró miedo y, como comenzara a hundirse, gritó: -Señor,
¡sálvame! Al punto, Jesús, tendiendo la mano, le agarró y le dijo: Hombre de
poca fe, ¿por qué dudas? Subieron a la barca y amainó el viento y los que
estaban en la barca se postraron ante Él diciendo: Verdaderamente eres Hijo de
Dios”.
Es un texto que
no necesita comentarios; en él Pedro aparece, de alguna manera, como el
prototipo del discípulo, con sus luces y sus sombras. Representa al discípulo
que descubre al Señor; se lanza a su encuentro por encima de las aguas, se
siente capaz de vencer los obstáculos y las dificultades, pero cuando éstas son
demasiado grandes y empieza a hundirse, tiene miedo… titubea, tiene fe, pero no
suficiente… y aun así, en medio de esa dificultad es capaz de decir, Señor,
sálvame.
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EL CAMINAR DEL DISCÍPULO
DISCIPULADO Y SEGUIMIENTO DE JESÚS
Dietrich Bonhoeffer
“Bienaventurados
los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados”. Los que siguen a Cristo no
sólo viven en renuncia al propio derecho, sino incluso en renuncia a la propia
justicia. No se glorían en nada de lo que hacen y sacrifican. Sólo pueden
poseer la justicia en el hambre y la sed de ella; ni la propia justicia, ni la
de Dios sobre la tierra; desean en todo tiempo la futura justicia de Dios, pero
no pueden implantarla por sí mismos. Los que siguen a Jesús tienen hambre y sed
durante el camino. Anhelan el perdón de todos los pecados y la renovación
plena, la renovación de la tierra y la justicia perfecta de Dios.
Sin embargo, la
maldición del mundo y sus pecados recaen sobre ellos. Aquel a quien siguen debe
morir en la cruz como un maldito. Su último grito es un deseo desesperado de
justicia: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”. Y el discípulo no
es más que su maestro. Sigue tras él. Por eso es feliz; porque se le ha prometido
que quedará saciado. Alcanzarán la justicia no sólo de oídas, sino hasta saciarse
corporalmente. El pan de la verdadera vida les alimentará en la cena futura con
su Señor. Este pan futuro es el que los hace bienaventurados, puesto que ya lo
tienen presente. Jesús, pan de vida, está entre ellos durante toda su hambre.
Esta es la felicidad de los pecadores.
“Bienaventurados
los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia”. Estos pobres, estos
extraños, estos débiles, estos pecadores, estos seguidores de Jesús viven
también con él renunciando a la propia dignidad, porque son misericordiosos. No
les basta su propia necesidad y escasez, sino que también se hacen partícipes
de la necesidad ajena, de la pequeñez ajena, de la culpa ajena. Tienen un amor
irresistible a los pequeños, enfermos, miserables, a los anonadados y
oprimidos, a los que padecen injusticia y son rechazados, a todo el que sufre y
se preocupa; buscan a los que han caído en el pecado y la culpa.
Por muy profunda
que sea la necesidad, por muy terrible que sea el pecado, la misericordia se
acerca a ellos. El misericordioso regala su propia honra al que ha caído en la
infamia, y toma sobre sí la vergüenza ajena. Se deja encontrar junto a los
publicanos y pecadores y lleva gustoso la deshonra de tratar con ellos. Se
despojan del bien supremo del hombre, la propia honra y dignidad, y son
misericordiosos.
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TAL VEZ LA OBRA MAESTRA
DE PAUL SCHRADER
Carlos Colón
Diario de
Sevilla, 30 de septiembre
Extraordinario
guionista (Yakuza, Taxi
Driver, Toro salvaje, La última
tentación de Cristo, City Hall) y potente director cuando acierta (Hardcore,
Gigoló americano, El beso de la pantera, Mishima, Posibilidad
de escape —excelente variación sobre El silencio de un hombre de
Melville— o Aflicción), Paul
Schrader no nos daba una alegría (torturada, claro, porque como es
sabido pesa o sobre él, a la vez que le da alas creativas, su formación
calvinista) desde hace dos décadas. Ahora regresa en atormentada plenitud, tan
él mismo como lo fue en sus mejores momentos. Si no más.
¿El tema? Culpa
y redención, tentación y remordimiento, dolor y desesperación. ¿El
protagonista? Un pastor calvinista con ecos católicos del cura rural de Bresson y ecos luteranos del pastor de
Los comulgantes de Bergman,
que tiene a su cargo una alejada y antigua iglesia de los orígenes del
calvinismo en Estados Unidos más frecuentada por turistas que por feligreses.
¿La trama? El pastor, obsesionado y desgarrado por la muerte de su hijo en
Iraq, víctima del fracaso amoroso, cercado por la soledad, acosado por la
muerte, con una fe resquebrajada y desalentado por la explotación económica y
la gestión pragmática de los lugares de culto, se deja tentar, además de por la
duda y la desesperanza, o quizás a causa de ellas, por el extremismo de un
activista y por su mujer.
La pareja que
representa estas tentaciones son personajes bien escritos y muy bien interpretados
por Phillip Ettinger y Amanda Seyfried, pero el poderío del protagonista y la
soberbia interpretación de Ethan Hawke
—la mejor de su carrera— los reduce a figuras secundarias, sparrings o
sacos de boxeo con los que el protagonista se mide y se pone a prueba,
pretextos para hurgar más en su conciencia y su dolor. También la trama, como
sucede en toda obra consistente, es una urdimbre, un pretexto para alzar este
personaje colosalmente herido de perfil no solo relacionable con Bernanos,
Bresson y Bergman, también con el Camus de La peste y El extranjero.
Y a través de él abordar los temas a los que desde sus primeras películas ha
sido fiel Schrader. Incluso con ecos del Travis de Taxi Driver en la
evolución de los hechos en la segunda parte de la película.
Lo esencial es
el aparato formal a la vez extremadamente sobrio en la elección del formato, en
sus planos estáticos, en su uso áspero de la luz, que pone en imágenes la
odisea no solo interior de este formidable personaje en la primera parte sumamente
bressoniana, melvilliana o bergmaniana. Que se crispa en un giro peligroso de
paroxismo en su último tramo. Schrader logra salir airoso de este brusco cambio
de registro porque a esas alturas la película ya nos ha atrapado y le otorgamos
un inagotable crédito. Tan dura como apasionante, auténtico cine de autor
rodado por completo a contracorriente de tantas imposturas que hoy se proponen
como autoriales, El reverendo (First
Reformed) tal vez conforme, junto a las no tan alejadas Posibilidad de
escape y Aflicción, la trilogía maestra de Schrader.
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