10 de agosto, 2019
Esta promesa es para
ustedes y para sus hijos, y para todos los que nuestro Dios quiera salvar en
otras partes del mundo. Hechos
2.39, TLA
Cada
palabra enunciada en el título de esta reflexión apunta hacia la afirmación
bíblica y teológica de la existencia de un plan divino para consolidar la vida
de fe de las personas en el marco de una alianza vital que haga visible en el
mundo los logros redentores de Jesucristo como Hijo de Dios.
El bautismo,
es decir, la ceremonia ritual por medio de la cual se utiliza el agua de manera
simbólica para expresar el propósito divino de purificar las vidas de sus
criaturas humanas es el signo visible de la actuación de Dios a través de su
Espíritu para establecer, consolidar y fortalecer la fe de las personas en su
proyecto de vida que, mediante Jesucristo, se ha hecho una realidad en el mundo
y en la historia.
La palabra sacramento,
cuyo origen remite a la separación antigua entre lo sagrado y lo profano, y en
tomar elementos de la creación, en este caso, el agua, para expresar algún plan
divino, manifiesta el acto litúrgico y espiritual por medio del cual podemos
acercarnos a una instrucción de Dios para hacer palpable su proyecto en la vida
de los seres humanos que han asumido la fe como forma de existencia.
El pacto nos
recuerda la determinación de Dios por establecer relaciones duraderas con sus
hijos e hijas dentro de un marco salvífico que muestra, progresivamente, su
voluntad para el desarrollo de la existencia de fe individual y comunitaria.
Desde la antigüedad se dio a conocer esta voluntad divina por estar cerca,
alrededor y al lado de quienes acepten esta alianza históricamente.
La gracia es
la forma en que Dios se presenta y actúa para que, por medio de ella, exprese
su designio redentor para toda persona, garantizando que todo lo relacionado
con la salvación corre por cuenta de él, dado que él ha abierto ese espacio de
relación donde la gratuidad es la consigna para todo lo que tenga que ver con
el acercamiento a su realidad llena de amor, justicia y misericordia.
En el Antiguo Testamento, únicamente los varones
tuvieron acceso a la confirmación física, en el cuerpo de cada persona, de la
alianza de fe entre Dios y la comunidad de fe, pero con la aparición del Hijo
de Dios en la historia todos los seres humanos pueden recibir, de manera
externa, la señal de ingreso a ese pacto, a esa alianza existencial, auténtica
y verdadera, con la cual es posible participar de sus beneficios. Así se afirma
en el libro de los Hechos, cuando los discípulos/as de Jesús comenzaron a
predicar el Evangelio encomendado por él. Fue San Pedro quien lo dijo en el
momento solemne de una predicación suya en la fiesta judía del Pentecostés al
afirmar que la promesa divina es para los creyentes y para sus hijos e hijas,
pues ellos participan de la misma al hallarse en el espacio de gracia
propiciado por el propio Dios.
Asimismo, el episodio del carcelero de Filipos, ciudad
griega en la que el apóstol Pablo estuvo preso por su labor de predicador y
misionero del Evangelio de Jesucristo, muestra cómo desde el primer siglo de la
era cristiana, cuando el testimonio del Señor crucificado y resucitado se fue
expandiendo por todo el mundo conocido, se abrieron las puertas para que el
mundo no judío pudiera beneficiarse al recibir las bondades de su obra
redentora. En medio de condiciones críticas, pero en las que la fe en
Jesucristo surgió como consecuencia del anuncio fiel, el carcelero fue
bautizado con toda su familia para así ser integrado al pueblo de Dios, con lo
que las barreras raciales y culturales fueron superadas para formar una sola
iglesia en todo el mundo.
La tradición teológica reformada se ha caracterizado
por afirmar el pacto de Dios con los creyentes y con sus familias, por lo que
la celebración de este acto sacramental está en completa consonancia con el
orden establecido por el propio Dios para la formación y consolidación de las
comunidades de fe. Tal como expresó el pastor reformado francés Pierre-C.
Marcel (1910-1992):
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