LA RECONSTRUCCIÓN INTEGRAL DEL PUEBLO DE DIOS
EMPEÑO POR HAMBRE (IV)
Gloria Gamboa
Revista de Interpretación Bíblica Latinoamericana, núm. 66, 2010
Había otros que decían: “Nosotros tenemos que empeñar nuestros
campos, nuestras viñas, y nuestras casas para conseguir grano en esta penuria”.
Y otros decían: “Tenemos que pedir prestado dinero a cuenta de nuestros campos
y de nuestras viñas para el impuesto del rey”. Nehemías 5.3-4
Quienes dominan y ejercen el poder
imperial manejan los excedentes, producto de la
explotación, y los acumulan, creando el desabastecimiento en el mercado y, por
ende, la necesidad de que el pueblo se endeude o empeñe sus posesiones a cambio
de alimentos, practicando así políticas económicas de crédito que dejaban
grandes ganancias; esto permitía asegurar el desarrollo económico para
continuar las políticas de expansión territorial y tener con que pagar a los
funcionarios y al ejército que garantizaba su poderío y su triunfo en la
guerra.
Éste es el clamor de quien
teniendo la tierra no la puede trabajar, porque hay intereses creados por el
imperio de turno; éstos acumulan la producción, mientras el pueblo se muere de
hambre.
Hoy, nuestros países emergentes
de Latinoamérica dicen: nuestros campos y la producción agrícola están en
riesgo y, por ende, nuestra alimentación, ya que se encuentran comprometidos
como biomasa para los biocombustibles, pues cultivos como la caña de azúcar, el
maíz, el sorgo, la yuca, la palma africana, la soya, la higuerilla, la jatropha
curcas, la colza y otras palmas son utilizadas para producir etanol y aceites
biodiesel, convirtiéndose todo esto en agrocombustibles de primera y segunda
generación, que ayudan al rendimiento de la gasolina, que se mezcla con el 10%
de biocombustibles, afecta a los bosques nativos, el pulmón amazónico del
mundo, las cuencas hidrográficas, el recalentamiento global por la contaminación,
el desabastecimiento de la canasta familiar. La quinta parte de la población
mundial, aproximadamente, está pasando hambre; hay guerras geopolíticas
provocadas por los intereses de las transnacionales. […]
LA BIBLIA
DEL OSO, UNA TRADUCCIÓN A LA ALTURA DE
LOS TIEMPOS (III)
Plutarco Bonilla Acosta
Lupa Protestante, 4 de abril de 2007
Base
textual
El uso y valoración que el traductor
hace de otras versiones (antiguas y modernas), según se
ha señalado, no debe enturbiar nuestra apreciación de otro hecho fundamental,
que Reina expresa de diferentes maneras. Estas son sus propias palabras:
[Luego de hablar de la Vulgata,
de sus yerros, de sus adiciones y de sus transposiciones]: “Así que
pretendiendo dar la pura palabra de Dios en cuanto se puede hacer, menester fue
que ésta no fuese nuestra común regla [...], antes, que conforme al prescripto
de los antiguos concilios y doctores santos de la Iglesia, nos acercásemos de
la fuente del texto hebreo cuanto nos fuese posible (pues que sin controversia
ninguna de él es la primera autoridad), lo cual hicimos siguiendo comúnmente la
translación de Santes Pagnino” (p. 9). (Debe tomarse en cuenta que la
traducción de Pagnino, dirigida a los académicos, es muy literal, por lo que se
aplicaría también a ella los aspectos positivos que le señala Reina a la Biblia
de Ferrara).
“En los lugares [de la traducción
de Pagnino] que tienen alguna dificultad por pequeña que sea, [...] hemos
tenido recurso al mismo texto hebraico” (p. 9).
“Con
toda diligencia que nos ha sido posible habernos procurado atarnos al texto sin
quitarle ni añadirle. Quitarle, nunca ha sido menester, y ansí creemos que en nuestra
versión no falta nada de lo que en el texto está si no fuere por ventura alguna
vez algún artículo o alguna repetición de verbo, que sin menoscabo de la
entereza del sentido se podría dejar, y otramente ponerse haría notable
absurdidad en la lengua española...” (p. 11). Y acto seguido afirma: “Añadir ha
sido menester muchas veces”, para pasar luego a explicar los diferentes casos
en los que fueron necesarias las adiciones y el hecho de que, sin excepción,
las marcó en el texto “de otra letra que la del texto común” para que el lector
ejerza su discernimiento (p. 11). Estas adiciones se encuentran tanto en el
Antiguo Testamento (incluidos los libros que no están en el canon hebreo) como
en el Nuevo.
Respecto
del Nuevo Testamento son dignas de citarse las siguientes palabras: “En el
Nuevo Testamento nos pareció ser esta diligencia más necesaria por cuanto en
los mismos textos griegos hay también esta diferencia en algunas partes, y
todos parece que son de igual autoridad. Algunas veces hallamos que la Vieja
versión Latina añade sin ninguna autoridad de texto griego, y no aun esto
quisimos dejar, por parecernos que no es fuera del propósito y que fue posible
haber tenido también texto griego de no menos autoridad que los que ahora se
hallan” (p. 12).
Ahora
bien, cuando don Casiodoro se refiere al “texto”, tanto del Antiguo Testamento
como del Nuevo, ¿a qué textos está refiriéndose? Puede afirmarse que, en
términos generales, se refiere al Texto Masorético, para el Testamento Viejo, y
al Texto recibido (o Textus receptus), para el Nuevo. Decimos “en
términos generales” porque en el mismo pasaje que hemos citado, Reina reconoce
que hay diversos manuscritos griegos, que entre ellos hay variantes (aunque
eran poquísimos los manuscritos que se conocía entonces) y que todos gozaban de
igual autoridad. Es más, no descarta el hecho de que el traductor de la Vulgata
pudiera haber tenido a su disposición otros manuscritos griegos que serían “de
no menos autoridad de los que ahora se hallan”. Recuérdese que el Texto
recibido no es un texto monolítico, sin variantes.
Principios
de traducción
De las
explicaciones que el propio traductor nos ofrece en su “Amonestación”, pueden
deducirse los siguientes principios que siguió al realizar su trabajo:
1.
La última autoridad la tienen, no las traducciones, por muy antiguas que sean,
sino los textos en los idiomas originales. A ellos, pues, hay que recurrir, y
concederles la palabra definitiva cuando haya dudas planteadas por las diversas
versiones.
2.
Lo anterior no significa que no se planteen dudas, también, con los textos
hebreos o griegos. Estas dudas provienen de dos fuentes: por una parte, del
hecho de que hay diferentes textos que, unos respecto de otros, presentan
variantes, por lo que el traductor tiene que escoger uno de ellos (y esta
decisión no resulta tan fácil porque esos textos “parece que son de igual
autoridad”); y por otra, porque los propios textos hebreos y griegos en ocasiones
son de difícil comprensión e interpretación.
3. Por lo dicho, cobran particular relevancia las diferentes
traducciones que se han hecho del texto, para analizar las soluciones que en
ellas se han propuesto a las dificultades con las que el traductor tropiece.
Esto es particularmente necesario en el caso de los textos obscuros o de los
textos en que no haya manuscritos hebreos (es, sobre todo, pero no únicamente,
el caso de los libros déuterocanónicos). A su vez, esto significa no seguir
ciegamente ninguna de esas traducciones, sino utilizar el propio criterio
después de conferir cada una de ellas con “el texto” (es decir, con el texto
hebreo o griego, según corresponda).
4. Como el lector de la traducción tampoco debe sentirse esclavo
de la única opinión del traductor, es necesario que aquel sepa de otras
posibilidades de entendimiento del texto. Lograr eso es una de las funciones de
las notas marginales (y de las añadidas al final del volumen, notas estas
últimas que, desafortunadamente, no fueron incluidas en la edición de
Alfaguara). El lector también debe ejercer su criterio personal y “tomar lo que
mejor le pareciere” (p. 9), si no está satisfecho con la interpretación que el
traductor le ofrece.
5. Lo importante en la traducción es ser fiel a “la entereza del
sentido” del texto y mantener su inteligibilidad (p. 11).
6. Concomitantemente ha de cuidarse la claridad de la expresión,
para que ésta no quede “dura” ni haga “notable absurdidad en la lengua
española” (p. 11). La tensión entre la fidelidad al sentido del texto y la
expresión castiza la expresa así el traductor: “Para remedio de la dificultad
que consiste en solas las palabras, procuramos en nuestra versión toda la
claridad que nos fue posible, mas de tal manera que el texto quedase siempre en
su enterez reteniendo todas las formas de hablar hebraicas que o conciertan con
las españolas, como son por la mayor parte, o a lo menos que pueden ser
fácilmente entendidas, aunque en ello pecásemos algo contra la pulideza de la
lengua española, teniendo por mejor mal pecar contra ella, aunque fuese en
mucho, que en muy poco contra la integridad del texto” (p. 18).
7. Para lograr lo anterior, a veces es necesario añadir o quitar
algo del texto. Esto último (o sea, quitar), sólo lo hace en cuestiones
formales para que el idioma (español) resulte natural, sin cambiar el sentido.
En el caso de las adiciones, todas, sin importar la naturaleza de ellas, las
indica en el texto.
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