Culto de acción de
gracias por el 80º aniversario del A.I. Lauro Benjamín Adame Brito
26 de octubre, 2019
Los días de nuestra edad
son setenta años;
Y si en los más robustos son ochenta años,
Con todo, su fortaleza es molestia y trabajo,
Porque pronto pasan, y volamos.
Salmo 90.10, TLA
Cuando a la grandeza y profundidad espirituales las
acompaña la belleza en la expresión, estamos delante de un portento religioso,
estético y afectivo. Es el caso del Salmo 90 que, en esta ocasión tan
significativa viene hasta nosotros rodeado de un halo de gratitud y
reconocimiento porque pocas veces en las Escrituras somos capaces de percibir
cómo el golpe mortal de la inspiración sagrada coincide con el de la
inspiración poética de grandes dimensiones. El recientemente fallecido crítico
literario judío estadunidense Harold Bloom se encargó de subrayar durante toda
su labor la enormidad de las intuiciones religiosas y humanas de la Biblia
Hebrea. Para ello, interrogó hondamente las intenciones de los escritores y
encontró que su efectividad literaria, aunada a la intensidad de su reflexión
teológica, es la causa de la sobrevivencia de estos monumentos a la fe y a la
poesía.
Este salmo indaga
luminosamente en los abismos del tiempo guiado por el faro de la eternidad
divina que, a duras penas, podemos concebir como una realidad medianamente
comprensible. Desde sus primeras palabras somos llevados por el oleaje de la
poesía sagrada que observa a Dios desde la transitoriedad y no puede más que
quedar extasiada:
Señor, tú nos has sido refugio
De generación en
generación.
Antes que naciesen los montes
Y formases la tierra y el mundo,
Desde el siglo y hasta el siglo, tú eres Dios (1-2).
Estamos, dice el poeta
creyente, ante las puertas de la eternidad (ese misterio al que decía Borges,
“no estaba acostumbrado”, porque los seres humanos no podemos acostumbrarnos
tan fácilmente a ella…), ante la distancia inconmensurable y prácticamente
insalvable de la eternidad divina. Nuestra proverbial finitud marca un sendero
solamente superable gracias a la encarnación del Hijo de Dios en el mundo.
La labor redentora de
Dios, como encuentro histórico con la humanidad, es incansable: “Vuelves al
hombre hasta ser quebrantado, / Y dices: ‘Convertíos, hijos de los hombres’”
(3). La desproporción entre nuestro lugar en el mundo y en la historia con ese
Ser inabarcable es inmensa: “Porque mil años delante de tus ojos / Son como el
día de ayer, que pasó, / Y como una de las vigilias de la noche” (4). Es el
misterio del tiempo que tanto desveló a Borges (“El tiempo es la sustancia de
que estoy hecho. El tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el río; es un
tigre que me destroza, pero yo soy el tigre; es un fuego que me consume, pero
yo soy el fuego.”). La ligereza con que los seres humanos pasamos por el mundo
es como una serie de metáforas que el salmo desarrolla limpiamente y que
muestran cómo Dios nos ve transcurrir desde su lenta e imperceptible eternidad:
Los arrebatas como con torrente de aguas; son como sueño,
Como la hierba que
crece en la mañana.
En la mañana florece y crece;
A la tarde es cortada, y
se seca” (6).
Si la ira de Dios no nos
consume, agrega el salmista, sí nos entristece, nos atormenta, nos constriñe: “Porque
con tu furor somos consumidos, / Y con tu ira somos turbados. / Pusiste
nuestras maldades delante de ti, / Nuestros yerros a la luz de tu rostro” (8).
Nuestras acciones ponen en riesgo siempre nuestra vida ante esa justicia
inmarcesible. En aquellos tiempos, el enojo divino era causa de un ostentoso y
santo terror: “Porque todos nuestros días declinan a causa de tu ira; / Acabamos
nuestros años como un pensamiento” (9). La finitud se multiplicaba en la conciencia
de los creyentes. Pero es allí asonde aparece, precisamente la paradoja de la
duración, en una época en que se vivía tan poco: “Los días de nuestra edad son
setenta años; / Y si en los más robustos son ochenta años, / Con todo, su
fortaleza es molestia y trabajo, / Porque pronto pasan, y volamos” (10). Justo
aquí, en el lugar bíblico que también conmovió a alguien como Carlos Monsiváis,
podemos decir con él: "Se vuelven proteicos la furia y la desesperación, la
esperanza y el júbilo comunitarios, el deseo y el placer de asir como se pueda
las experiencias. Detente, oh momento, eres tan bello por tan imposible de
evocar con justeza. ¿Y qué es lo determinante entonces? Aquello donde –por así
decirlo– uno ya no distingue entre sentimientos y razonamientos” (La Jornada, 4 de mayo de 2008).
70 u 80
años, como ahora estamos celebrando aquí, son poco o son mucho, son los que
Dios mismo quiere que sean: espacio de gracia, de amor derramado a manos
llenas, de la experiencia decantada y asimilada progresivamente en el devenir
que cada persona debe experimentar cotidianamente. Allí está Dios presente todo
el tiempo, con su ¡No! contenido por
la obra de Jesucristo, pero con el ¡Sí! Alentado
siempre por la obra del Redentor de por medio.
“¿Quién conoce el poder
de tu ira, / Y tu indignación según que debes ser temido?” (11): situados ante
la omnipresencia del furor divino, esa ira que amenaza con disolvernos en la
nada, brota del corazón humano, tan limitado y precario, la única posibilidad
para situarnos ante esa eternidad incomprensible: tratar de aprender a valorar
nuestros días en su justa medianía, sí, pero también en su eventual grandeza
dirigida por nuestro Creador, Sustentador y Salvador: ““Enséñanos de tal modo a
contar nuestros días, / Que traigamos al corazón sabiduría” (12). Porque el
único asidero para capear el temporal de la vida y sus vicisitudes es la
sabiduría que viene del Eterno, del Absoluto, de Aquel que nos hace vivir
siempre a su lado con la esperanza de que la vida es eso, no un valle de
lágrimas para condolerse, sino un sendero de luz en el que más vale que
cerremos los ojos y mantengamos la fe en las promesas para no perdernos.
Por todo ello, Walter
Brueggemann, en su magistral acercamiento al poema, ha escrito:
Sugiero
que el “corazón de sabiduría” en el verso 12 no es simplemente el de alguien
que es realista acerca de la transitoriedad humana y de la culpa sino el de
alguien que sabe que existe “sentimiento de hogar” en el gobierno de Dios. Ese
es el carácter esencial y la señal definicional de la situación humana. Una tal
lectura de la realidad va contra la evidencia, aun contra la evidencia ofrecida
en el salmo mismo. Un "corazón de sabiduría" que no es capturado por
la evidencia, que no se impresiona excesivamente por los datos al alcance sino
aquel que presta atención a la persistente realidad del señorío de Yahvéh (El mensaje de los salmos. México,
Universidad Iberoamericana, p. 169).
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