13 de octubre, 2019
Nunca descuidaremos el
templo de nuestro Dios. Nehemías 10.39b, TLA
Y no abandonaremos la
casa de Jehová. RVR 1960
El compromiso moral, espiritual y religioso que hizo
el pueblo judío con Yahvé en la época de Esdras y Nehemías estuvo marcado por
una fuerte preocupación acerca de su identidad y su destino en el futuro
cercano. La recuperación de sus bases comunitarias tuvo lo religioso como plataforma
principal. El templo, la ley, el sacerdocio y el culto fueron reinstalados en
la conciencia colectiva para reforzar la memoria religiosa y teológica que
colocaba a Israel como parte de un proyecto divino que, necesariamente, iba más
allá de su desarrollo histórico. Comprender esto último incluyó aspectos que
resultaron dolorosos para esa generación, especialmente al momento de procesar
el hecho de que, al menos por el momento, no recuperarían su independencia y
debían seguir subordinados a la voluntad del imperio persa. El desafío
consistió en situarse, dentro del mismo, como parte del designio divino y de la
política específica de ese imperio que buscaba consolidar su posición estratégica
en el antiguo Canaán. “La comunidad judía, al renovar el pacto antiguo, se
convirtió en una prolongación histórica y legal del Israel preexílico. Esa
realidad les daba la oportunidad de participar y disfrutar de las promesas de
restauración nacional”.[1] La
lectura de los acontecimientos atraviesa también por la necesidad de ver la
reconstrucción integral del pueblo como condición esencial para la marcha de la
historia de la salvación, tal como se entendía en ese momento.
Luego
de la narración de la renovación del pacto y de la identificación de los líderes
que firmaron el documento legal, el autor-cronista destaca varios aspectos de
la ley que debían ser enfatizados. El objetivo del relato no es presentar un
tratado abstracto de los principios que enmarcan la relación entre Dios y la humanidad,
sino la identificación de varias leyes que tenían implicaciones inmediatas y
concretas para el pueblo. Un pacto que se basa en principios generales y no
tiene- relevancia en situaciones concretas es solo un documento vacío de
significado.[2]
Luego de la promesa de
mantener la pureza racial (10.30), se enumeran los compromisos concretos: en
primer lugar, la importancia del sábado para la vida del pueblo (31), pues la
comunidad ya “tenía dificultades en observar estos días especiales, posiblemente
por la presión de los comerciantes (cf. Neh 13.16). La referencia a ‘remitir’ o
‘perdonar’ toda deuda puede ser una alusión a Dt 15.1-3 (cf. Neh. 5)”.[3] “Durante
el sábado, nadie en adelante compraría mercaderías, especialmente el trigo
llevado a la ciudad por el pueblo de la tierra. Es la victoria de Nehemías. Cambió el rumbo del mercado: el trigo,
ahora, viene del campo hacia la ciudad. El pueblo de la tierra, ahora,
gravita en torno de Jerusalén. Sanballat y Gosen, el árabe, perdieron espacio.
Asdoditas y amonitas serán todavía un problema (Neh 13.1-3). Tobías se
mantendrá fuerte por mucho tiempo”.[4] Los
vv. 32-33 se refieren a varios aspectos relacionados con el buen funcionamiento
del personal cúltico del templo: el pueblo se comprometió a sufragar los gastos
de operación del Templo. “Los mismos incluían los gastos relacionados con el
pan de la proposición (cf. I Cr 9.32; II Cr. 13.11); la ofrenda continua (Nm
28.1-8); el holocausto continuo (Ex 29.38-42); los días de reposo, las lunas
nuevas y las festividades (Nm 28.9-31; 29.1-39); y los sacrificios por la
expiación del pueblo”.[5] Además, se comprometieron a mantener el Templo
en buenas condiciones.
Echar suertes para identificar
personas y fijar responsabilidades es conocido en la literatura bíblica (cf. 1
S 10.19-27; Hch 1.12-26). En este caso el propósito era repartir la responsabilidad
de la leña para los sacrificios (34). Levítico indica (1.17; 6.12-7.38) que debía
haber suficiente leña para los sacrificios, pero no se fijaban las
responsabilidades sobre ninguna familia o persona. Los vv. 35-39 subrayan la
importancia de mantener al personal que trabajaba en el Templo. “Se debía proveer
alimentación adecuada para los sacerdotes y los levitas. Las ofrendas de ‘las
primicias de la tierra y del fruto de todo árbol’ (v. 35), unida a las ofrendas
de ‘los primogénitos de los animales’ (v, 36), se llevaban al Templo para que
sirvieran de comida a los trabajadores cúlticos. Esas ofrendas se unían a los
diezmos, para proveer el sustento necesario de todo ese personal”.[6]
Entre las ofrendas que el
pueblo se comprometió llevar al templo se encuentran las siguientes:
a) las primicias de la fierra (Ex. 23.19; 34.26; Dt. 26.1-11);
b) los primogénitos de los hijos, que podían ser
redimidos con una ofrenda (Ex 13.13; 34.20), y los primogénitos de los animales
(Ex. 13.12; Nm. 18.17; Dt 12.6).
c) el diezmo (Lv. 27.30; Nm. 18.31), en presencia del sacerdote
hijo de Aaron (v. 3). Los levitas llevaban el diezmo del diezmo “a las cámaras
de la casa del tesorero” (v. 38).
“La supervisión de los
sacerdotes en el proceso de recolección de diezmos es posiblemente una
influencia persa. Ese imperio desarrolló un sistema de recolección de impuestos
que incluía un supervisor, el cual era responsable ante las autoridades persas.
Anteriormente el pueblo llevaba sus diezmos directamente al Templo (Dt 14.22-29,
Am 4.4; II Cr 31.12)”.[7]
Con todo lo anterior se reestablecía
el fuerte lazo con la fertilidad de la tierra y de las familias, comprendida
como un don de Dios capaz de refutar las creencias de los demás pueblos y de relacionar
la vida cultual con la cotidianidad del trabajo, todo ello visto como parte de
la alianza con Yahvé. Pero la afirmación final del capítulo es lo más relevante
para resumir todo el esfuerzo interpretativo y de compromiso legal y moral del
pueblo: la afirmación tajante de no abandonar nunca el templo de Yahvé
implicaba una actitud firme y sostenida para afianzar la responsabilidad y la
fidelidad a las intenciones divinas de manifestar su voluntad en el mundo. “La
novedad política es significativa: a
partir de ahora el templo deja de ser un templo solamente estatal, mantenido
solo por el rey, y pasa a ser sostenido también por la colaboración de cada
judaíta”.[8] El pueblo debía llevar
sobre sus hombros la responsabilidad de mantener el culto en todas sus formas y
manifestaciones como algo propio, inseparable de su existencia completa. Por encima
de todo estaría la búsqueda de fidelidad del pueblo al pacto con Dios.
La
fidelidad no es un producto del azar, sino el resultado de una convicción firme
y clara. Ser fiel está íntimamente relacionado con la capacidad de evaluar críticamente
la realidad que nos circunda, la valentía para descubrir y reconocer públicamente
nuestra condición, y la seguridad de que Dios está interesado en establecer un pacto
con la humanidad.
La fidelidad es una cualidad indispensable. Esa fidelidad, que viene
como producto de una autoevaluación seria y profunda, fomenta un programa
congregacional relevante y un estilo de vida adecuado en el creyente. Esa
fidelidad, además, mueve a los creyentes a evaluar críticamente la sociedad.[9]
[1] S. Pagán, op. cit., p. 175.
[2] Ibíd., p. 178.
[3] Ibíd., p. 175.
[4] Sandro Gallazzi, “Aspectos
de la economía del segundo templo”, en RIBLA,
núm. 30, 1998, p. 71. Énfasis original.
[5] S. Pagán, op. cit., p. 175.
[6] Ibíd., p. 176.
[7] Ídem.
[8] S. Gallazzi, op. cit., p. 71. Énfasis original.
[9] S. Pagán, op. cit., p. 177.
No hay comentarios:
Publicar un comentario