27 de octubre, 2019
El resto de los
israelitas y los demás sacerdotes y ayudantes se quedaron a vivir en sus
propiedades, que estaban en otras poblaciones de Judá.
Nehemías 11.20, TLA
En Nehemías 11.15-36, el registro y relato minucioso
del gran proyecto divino de reconstrucción avanza hacia su final al incluir otro
de los aspectos más complejos de la labor de Nehemías como dirigente del
pueblo. Se trataba de repoblar una ciudad, la más importante de la provincia
persa de Yehud, a fin de restablecer el orden sociopolítico y las actividades
religiosas de la comunidad judía. No fue una labor sencilla, pues debió contar
con el beneplácito de todos los sectores que se fueron convenciendo de la
necesidad urgente de articularse alrededor de la Ley antigua de Moisés, así
como de los liderazgos del momento. El templo y las instituciones deberían
funcionar de modo efectivo. Para ello,
se
necesitaban personas que vivieran en Jerusalén y trabajaran en el Templo para
responder a las necesidades cúlticas, litúrgicas, educativas y espirituales del
pueblo. El Templo de Jerusalén sin el programa continuo de sacrificios,
holocaustos; ofrendas, diezmos y liturgias no cumple su propósito. Ese templo,
que era visto por el pueblo como la morada de Dios y como un símbolo de seguridad
(Sal 125.1), era, además, un centro de oración y educación (2 Cr 6.1-7.10). Sin
oración y educación el Templo de Jerusalén no es más que un gran edificio sin
relevancia para el pueblo.[1]
Repoblar Jerusalén tuvo,
como objetivo principal, contribuir a que las instituciones religiosas cumplieran
los propósitos para los cuales fueron creadas. Son los seres humanos los que
son la razón de ser de las estructuras religiosas. Estas estructuras, ya sean
Templos o programas congregacionales, existen para contribuir al bienestar de
los hombres y mujeres que las crean, y para responder a las necesidades reales de
la comunidad. Esta labor formó parte del proceso mayor de reconstrucción y tuvo
características propias, entre las cuales la negociación de las partes en conflicto
y la aceptación del azar como recurso para llevarlo a cabo cumplieron una función
muy importante.
Si en la primera parte de
Nehemías 11 se describe la distribución de las personas principales (dirigentes
y jefes de provincia), además de dejar a la suerte quiénes vendrían de otras
provincias a Jerusalén, en la segunda continúa la enumeración de familias y grupos
comunitarios (sacerdotes colaboradores, cantores, vigilantes: vv. 15, 18, 19-20)
en su nueva distribución geográfica que muestra el avance en los acuerdos para
la repoblación (vv. 25-30). El énfasis está puesto en la actitud participativa
y de colaboración de las familias, clanes y comunidades que subordinaron sus
intereses particulares a los propósitos más grandes del pueblo en su
reconstrucción y reedificación. Era muy loable y reconocible el esfuerzo de las
familias para mudarse y vivir voluntariamente en Jerusalén. Como agrega Samuel
Pagán: “Ese gesto heroico no solo acepto la voluntad de Dios, sino que estuvo
dispuesto al sacrificio”.[2] Porque
de ahí brota una lección sumamente importante en el contexto que se vivía: “Las
estructuras religiosas, físicas o programáticas, que no responden a las vivencias
y a las necesidades concretas de la gente, deben
ser desmanteladas, rediseñadas y transformadas, para que cumplan ese propósito
básico”.[3]
El desmantelamiento puede ser algo doloroso y traumático al momento de echar
abajo y abandonar lo que se había practicado durante años, décadas o incluso
siglos, para el caso del antiguo Israel.
Por otra parte, el advenimiento
de lo nuevo, el rediseño y transformación, sería una auténtica reingeniería profunda de realidades
sociales, culturales y espirituales, lo que llevaría tiempo y debía obedecer a
una clara comprensión de lo que se deseaba hacer de ahí en adelante, aun cuando
el horizonte político no era suficientemente claro. Las etapas de la historia que
había vivido ese pueblo lo encaminaron hacia una nueva transformación de
costumbres, hábitos, prácticas y proyectos. Se trató de una auténtica reforma comunitaria de la existencia en
todos los planos, tal como varios siglos más tarde sucedería en extensas ciudades
y regiones y europeas durante el siglo XVI. Con ella se intentó renovar y
reconducir el pensamiento y las acciones de sociedades que se consideraban a sí
mismas como cristianas, pero que habían perdido buena parte de su identidad
bíblica, centrada en Cristo, y habían sucumbido a los dictados de tradiciones
no siempre sanas o respetuosas de la fe individual auténtica de las personas,
la cual se había instalado en el ámbito meramente sacramental y hasta mágico.
Renovar las estructuras
mentales y espirituales es una tarea inmensamente superior a la de reconstruir
muros o edificios. Tal como dice la frase casi aforística del historiador de la
Reforma Émile Leonard: “Despues de la liberación de las almas, la fundación de
una civilización”.[4]
A los inicios de fines de la Edad Media (albigenses, cátaros, lolardos y otros
movimientos) les siguió el empuje de Lutero en el sacro imperio germánico y
otras oleadas que se fueron consolidando progresivamente. Tal como sugiere la
frase de Leonard: ya se había avanzado en la destrucción de las reliquias
inoperantes y obsoletas del pasado y ahora había que entrar, de lleno, e
incluso sinplena conciencia, pero con gran determinación en lo que Dios en su
soberanía estaba colocando por delante, es decir, el gran desafío de la modernidad, esa realidad exigente y
orgullosa que colocaría a la religión en un segundo plano y que obligaría a las
iglesias a abandonar su orgullo sociopolítico y los vergonzosos maridajes y
acuerdos con los poderes temporales. Porque en Wittenberg, Francia, Zúrich, Ginebra,
Basilea, Inglaterra, Escocia, Holanda o en el Palatinado alemán, sin olvidar a
los valdenses franceses e italianos, ni a los anabautistas de toda Europa, se
iniciaron complejos procesos de deconstrucción, reconstrucción y rediseño de la
mentalidad, el culto y la teología cristianos.
Todos estos procesos
demandaron, por ejemplo, volver a formular, completamente, la doctrina cristiana
bíblica y sus postulados, la liturgia y, también, la relación de la iglesia con
los gobiernos y Estados. Una tarea así debió desempeñar el poeta, exegeta,
traductor, teólogo, pastor y educador francés Teodoro de Beza (1519-1605)
cuando quedó al frente de la iglesia de Ginebra (“la Roma protestante”) y de la
representación casi completa de las iglesias reformadas cuando las acciones de
los monarcas fueron abiertamente contrarias a la expansión de la fe de éstas. Entonces
debió replantearse la gran enseñanza bíblica del apóstol Pedro (“Es necesario
obedecer a Dios antes que a los hombres”, Hch 4.19-20; 5.29) y profundizar la
práctica de la resistencia espiritual tal como la enseña Apocalipsis. Así surgió
lo que se conoce como “revolución hugonota”, esto es, la decisión de oponerse (incluso
con la fuerza de las armas) con base en la enseñanza bíblica y teológica que
coloca a los gobernantes impíos en entredicho delante de Dios, de la fe y de la
ciudadanía. La teoría de la resistencia surgió luego de profundas reflexiones
espirituales y de amargas experiencias históricas, en las que la soberbia, los intereses
y la mezquindad de las clases nobles, deseosas de mantener sus privilegios, vulneró
duramente los derechos de los creyentes hugonotes. La reforma de la conciencia fue
la razón profunda de esa decisión, que hoy nos sigue interpelando como muestra de
obediencia a los proyectos renovadores de Dios.
[1] S. Pagán, op. cit., p. 186.
[2] Ídem.
[3] Ídem.
[4] É. Leonard, Historia general del protestantismo. I. Barcelona,
Península, 1967.
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