sábado, 26 de octubre de 2019

Repoblación y reforma de la vida comunitaria, L. Cervantes-O.

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27 de octubre, 2019

El resto de los israelitas y los demás sacerdotes y ayudantes se quedaron a vivir en sus propiedades, que estaban en otras poblaciones de Judá.
Nehemías 11.20, TLA

En Nehemías 11.15-36, el registro y relato minucioso del gran proyecto divino de reconstrucción avanza hacia su final al incluir otro de los aspectos más complejos de la labor de Nehemías como dirigente del pueblo. Se trataba de repoblar una ciudad, la más importante de la provincia persa de Yehud, a fin de restablecer el orden sociopolítico y las actividades religiosas de la comunidad judía. No fue una labor sencilla, pues debió contar con el beneplácito de todos los sectores que se fueron convenciendo de la necesidad urgente de articularse alrededor de la Ley antigua de Moisés, así como de los liderazgos del momento. El templo y las instituciones deberían funcionar de modo efectivo. Para ello,

se necesitaban personas que vivieran en Jerusalén y trabajaran en el Templo para responder a las necesidades cúlticas, litúrgicas, educativas y espirituales del pueblo. El Templo de Jerusalén sin el programa continuo de sacrificios, holocaustos; ofrendas, diezmos y liturgias no cumple su propósito. Ese templo, que era visto por el pueblo como la morada de Dios y como un símbolo de seguridad (Sal 125.1), era, además, un centro de oración y educación (2 Cr 6.1-7.10). Sin oración y educación el Templo de Jerusalén no es más que un gran edificio sin relevancia para el pueblo.[1]

Repoblar Jerusalén tuvo, como objetivo principal, contribuir a que las instituciones religiosas cumplieran los propósitos para los cuales fueron creadas. Son los seres humanos los que son la razón de ser de las estructuras religiosas. Estas estructuras, ya sean Templos o programas congregacionales, existen para contribuir al bienestar de los hombres y mujeres que las crean, y para responder a las necesidades reales de la comunidad. Esta labor formó parte del proceso mayor de reconstrucción y tuvo características propias, entre las cuales la negociación de las partes en conflicto y la aceptación del azar como recurso para llevarlo a cabo cumplieron una función muy importante.

Si en la primera parte de Nehemías 11 se describe la distribución de las personas principales (dirigentes y jefes de provincia), además de dejar a la suerte quiénes vendrían de otras provincias a Jerusalén, en la segunda continúa la enumeración de familias y grupos comunitarios (sacerdotes colaboradores, cantores, vigilantes: vv. 15, 18, 19-20) en su nueva distribución geográfica que muestra el avance en los acuerdos para la repoblación (vv. 25-30). El énfasis está puesto en la actitud participativa y de colaboración de las familias, clanes y comunidades que subordinaron sus intereses particulares a los propósitos más grandes del pueblo en su reconstrucción y reedificación. Era muy loable y reconocible el esfuerzo de las familias para mudarse y vivir voluntariamente en Jerusalén. Como agrega Samuel Pagán: “Ese gesto heroico no solo acepto la voluntad de Dios, sino que estuvo dispuesto al sacrificio”.[2] Porque de ahí brota una lección sumamente importante en el contexto que se vivía: “Las estructuras religiosas, físicas o programáticas, que no responden a las vivencias y a las necesidades concretas de la gente, deben ser desmanteladas, rediseñadas y transformadas, para que cumplan ese propósito básico”.[3] El desmantelamiento puede ser algo doloroso y traumático al momento de echar abajo y abandonar lo que se había practicado durante años, décadas o incluso siglos, para el caso del antiguo Israel.

Por otra parte, el advenimiento de lo nuevo, el rediseño y transformación, sería una auténtica reingeniería profunda de realidades sociales, culturales y espirituales, lo que llevaría tiempo y debía obedecer a una clara comprensión de lo que se deseaba hacer de ahí en adelante, aun cuando el horizonte político no era suficientemente claro. Las etapas de la historia que había vivido ese pueblo lo encaminaron hacia una nueva transformación de costumbres, hábitos, prácticas y proyectos. Se trató de una auténtica reforma comunitaria de la existencia en todos los planos, tal como varios siglos más tarde sucedería en extensas ciudades y regiones y europeas durante el siglo XVI. Con ella se intentó renovar y reconducir el pensamiento y las acciones de sociedades que se consideraban a sí mismas como cristianas, pero que habían perdido buena parte de su identidad bíblica, centrada en Cristo, y habían sucumbido a los dictados de tradiciones no siempre sanas o respetuosas de la fe individual auténtica de las personas, la cual se había instalado en el ámbito meramente sacramental y hasta mágico.

Renovar las estructuras mentales y espirituales es una tarea inmensamente superior a la de reconstruir muros o edificios. Tal como dice la frase casi aforística del historiador de la Reforma Émile Leonard: “Despues de la liberación de las almas, la fundación de una civilización”.[4] A los inicios de fines de la Edad Media (albigenses, cátaros, lolardos y otros movimientos) les siguió el empuje de Lutero en el sacro imperio germánico y otras oleadas que se fueron consolidando progresivamente. Tal como sugiere la frase de Leonard: ya se había avanzado en la destrucción de las reliquias inoperantes y obsoletas del pasado y ahora había que entrar, de lleno, e incluso sinplena conciencia, pero con gran determinación en lo que Dios en su soberanía estaba colocando por delante, es decir, el gran desafío de la modernidad, esa realidad exigente y orgullosa que colocaría a la religión en un segundo plano y que obligaría a las iglesias a abandonar su orgullo sociopolítico y los vergonzosos maridajes y acuerdos con los poderes temporales. Porque en Wittenberg, Francia, Zúrich, Ginebra, Basilea, Inglaterra, Escocia, Holanda o en el Palatinado alemán, sin olvidar a los valdenses franceses e italianos, ni a los anabautistas de toda Europa, se iniciaron complejos procesos de deconstrucción, reconstrucción y rediseño de la mentalidad, el culto y la teología cristianos.

Todos estos procesos demandaron, por ejemplo, volver a formular, completamente, la doctrina cristiana bíblica y sus postulados, la liturgia y, también, la relación de la iglesia con los gobiernos y Estados. Una tarea así debió desempeñar el poeta, exegeta, traductor, teólogo, pastor y educador francés Teodoro de Beza (1519-1605) cuando quedó al frente de la iglesia de Ginebra (“la Roma protestante”) y de la representación casi completa de las iglesias reformadas cuando las acciones de los monarcas fueron abiertamente contrarias a la expansión de la fe de éstas. Entonces debió replantearse la gran enseñanza bíblica del apóstol Pedro (“Es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres”, Hch 4.19-20; 5.29) y profundizar la práctica de la resistencia espiritual tal como la enseña Apocalipsis. Así surgió lo que se conoce como “revolución hugonota”, esto es, la decisión de oponerse (incluso con la fuerza de las armas) con base en la enseñanza bíblica y teológica que coloca a los gobernantes impíos en entredicho delante de Dios, de la fe y de la ciudadanía. La teoría de la resistencia surgió luego de profundas reflexiones espirituales y de amargas experiencias históricas, en las que la soberbia, los intereses y la mezquindad de las clases nobles, deseosas de mantener sus privilegios, vulneró duramente los derechos de los creyentes hugonotes. La reforma de la conciencia fue la razón profunda de esa decisión, que hoy nos sigue interpelando como muestra de obediencia a los proyectos renovadores de Dios.




[1] S. Pagán, op. cit., p. 186.
[2] Ídem.
[3] Ídem.
[4] É. Leonard, Historia general del protestantismo. I. Barcelona, Península, 1967.

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