MARÍA ZAMBRANO Y EL GEMIDO DE JOB
Rafael Narbona
L |
a escritora y filósofa española María Zambrano [1904-1991] publicó
El hombre y lo divino en 1955, pero en 1973 extendió y profundizó sus
reflexiones, añadiendo nuevos capítulos. Decidió cerrar la obra con “El libro
de Job y el pájaro”, un ensayo que había aparecido en 1969 en la revista Papeles
de Son Armadans. En el prólogo de la segunda edición, Zambrano explica que
escribe sin ningún propósito sistemático. Simplemente, se deja llevar, sin planificar
nada. No confía en la improvisación ni en la intuición, sino en la inspiración
que proviene de la gracia. Por eso, su escritura tiene “algo de rito, de conjuro
y, más aún de ofrenda”. Se trata de palabras que salen al encuentro del tiempo,
rastreando signos. María Zambrano se fija en Job porque su desgracia
representa la desposesión completa de Dios, un desamparo de carácter filial, no
metafísico ni abstracto: “Job es figura de una tradición donde Dios propiamente
no existe. Lo que existe es mi Dios –o nuestro. Y aún más precisamente:
mi Señor”. Dios es el Hacedor, el Omnipotente, pero Job no le percibe como algo
lejano e inaccesible. Por el contrario, mantiene con su Señor “un trato
directo, íntimo, personal”. La distancia entre lo empírico y lo sobrenatural se
sortea gracias a que su Dios es puente y vía, apertura y revelación.
Job soporta con entereza la
pérdida de su hacienda y sus hijos. No se queja porque su carne se ulcere y se
pudra: “Si aceptamos la dicha que Dios nos envía, ¿por qué no aceptar la
desgracia?” (Job 2.10). El trato íntimo con Dios no implica un conocimiento
directo: “Si pasa junto a mí, no lo percibo; / si me roza, no lo advierto” (Job
9.11).
Dios se acerca a nosotros, pero
nuestro corazón está cerrado y no apreciamos su proximidad. Somos algo
insignificante, apenas una sombra fugaz o una flor que se marchita, pero a
pesar de nuestra insignificancia Dios detiene su mirada sobre nosotros. La
esperanza de Job es grande, casi temeraria, pues Dios aún no ha mostrado su
rostro en Cristo, que sanará nuestra naturaleza herida y abrirá las puertas a
la esperanza. Job se pregunta si revive el alma, tras la muerte: “¿Dónde estará
mi esperanza? / y mi dicha, ¿quién la verá?” (Job 16, 15). Job no se rebela,
pero se justifica: “No me gocé en la desgracia de mi enemigo / ni celebré que
el mal le alcanzara (Job 31.29).
Siempre acogió al que iba de
paso, sin importarle que no perteneciera a su pueblo: “Nunca el extranjero pasó
la noche al raso; / yo tenía mi puerta abierta al caminante (Job 31.32).
Ni siquiera presumió de virtud:
“No oculté mis pecados a los hombres” (Job 31, 33). María Zambrano destaca “su
entrega a la muerte, su ir en desesperanza y desesperación unidas hacia su
Dios, para adentrarse en él”.
Aunque Dios le devuelve sus
bienes y le bendice con catorce hijos, Zambrano asegura que “no ansiaba que se
le restituyera esa vida: nacimiento impuro, días contados, felicidad
perdediza”. En el dolor, Job ha ahondado su conocimiento de Dios. Antes de
sufrir un alud de calamidades, pensaba que se hallaba muy cerca de Dios, pero
vivía equivocado. El sufrimiento le ha enseñado que el hombre “sólo es una
entraña que gime”. Ese quejido sólo se aplacará cuando pueda ser como un pájaro
cobijado en “un árbol invulnerable de un reino más allá del paraíso y sin
posible salida, sin finitud”. Ese reino es el Reino de Dios, cuyo gozo no se atisbará
la venida de Cristo y el júbilo del Pentecostés. En medio de su penar, Job ha
conocido el amor y “el amor trasciende siempre”. Su morada es “la eternidad,
esa apertura sin límite a otro espacio y a otro tiempo, a otra vida que se nos
aparece como la vida de verdad”.
María Zambrano siempre se mantuvo fiel a la fe católica y
contempló con desagrado los cambios introducidos en la liturgia por el Concilio
Vaticano II, pues consideraba que menoscababan el Misterio de la Santa Misa. En
1964, escribe a una amiga desde el exilio: “Pienso, digo, rezo; Señor Dios mío,
ya que me mandas vivir, haz que vivir tenga y pueda así cumplir tu voluntad”.
María Zambrano dejó dispuesto que se amortajara su cuerpo con el hábito de la
Orden Tercera Franciscana y se grabara en su lápida el epitafio: “Surge, amica
mea, et veni” (“Levántate, amiga mía, y ven”), un hermoso versículo del Cantar
de los Cantares. Nunca pensó que la muerte constituyera un fin, pues “el
Dios creador creó el mundo por amor, de la nada. Y todo el que lleva en sí una
brizna de este amor descubre algún día el vacío de las cosas”. De ahí que “todo
ser que conocemos aspira a más de lo que realmente es”.
María Zambrano no pensó, sino que
oró. Y lo hizo con la esperanza de la eternidad, pues, al igual que Job, no
concibió una dicha más alta que ser y estar en Dios, como el pájaro que canta
sobre la piedra, ebrio de luz.
El
Cultural, 6 de abril de 2016
SE INFORMA QUE, TENTATIVAMENTE, LOS CULTOS PRESENCIALES SE REANUDARÁN EL DOMINGO 30 DE AGOSTO
A LAS 12 HRS., SIGUIENDO TODAS LAS INDICACIONES SANITARIAS
QUE SE COMPARTIRÁN EN SU MOMENTO.
DOS SONETOS DE PEDRO CASALDÁLIGA (1928-2020)
Versión de Dios
E |
n la oquedad de nuestro barro
breve
el mar sin nombre de Su luz no
cabe.
Ninguna
lengua a Su Verdad se atreve.
Nadie
lo ha visto a Dios. Nadie lo sabe.
Mayor que todo dios, nuestra sed
busca,
se hace menor que el libro y la
utopía,
y, cuando el Templo en su
esplendor Lo ofusca,
rompe, infantil, del vientre de
María.
El Unigénito venido a menos
traspone la distancia en un
vagido;
calla la Gloria y el Amor
explana;
Sus manos y Sus pies de tierra
llenos,
rostro de carne y sol del
Escondido,
¡versión de Dios en pequeñez
humana!
Jesús de Nazaret
sin reducirte, sin manipularte?
¿Cómo, creyendo en Ti, no
proclamarte
igual, mayor, mejor que el cristianismo?
Cosechador de riesgos y de dudas,
debelador de todos los poderes,
Tu carne y Tu verdad en cruz,
desnudas,
contradicción y paz, ¡eres quien
eres!
Jesús de Nazaret, hijo y hermano,
viviente en Dios y pan en nuestra
mano,
camino y compañero de jornada,
libertador total de nuestras
vidas
que vienes, junto al mar, con la
alborada,
las brasas y las llagas encendidas.
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