11 de abril de 2021
Tres eventos en la historia son los que dan origen a nuestra fe, la encarnación, la resurrección y el Pentecostés, sin uno de estos estaría coja nuestra fe. La encarnación dada en Jesús manifiesta en el ser humano a un Dios que arriesga todo para venir a su encuentro cara a cara y desde allí conocer y vivir en carne propia la vida humana con todas sus implicaciones, favorables y desfavorables. La encarnación es base, es fundamento para el seguimiento de Jesús, si realmente queremos ser seguidores de Jesús tenemos que aprender de él. De la encarnación brota la esperanza de vida a través del servicio que Jesús brinda, su Reino ya ha llegado, los ciegos ven, los cojos caminan, los leprosos son limpiados, los muertos resucitados, todo este evento conjuga que la Gracia de Dios en Jesús nos ha llegado, gracias a que siendo Dios se hizo uno de nosotros como bien dice Filipenses 2.
La Resurrección, es el evento que manifiesta la gran victoria del proyecto de Dios, su proyecto de vida, su Reino. A partir de la Resurrección tenemos vida nueva. Es la resurrección de Jesucristo la que hace posible nuestra resurrección. Cristo es el ancla de nuestra fe, la Roca en la que se fundamenta nuestra esperanza.
El Pentecostés, es la llegada del Espíritu, que nos da ese poder y autoridad de vida sobre la muerte, ese poder del Espíritu que nos permite tener una esperanza confiada y paciente en el cumplimiento de lo que no vemos todavía pero que estamos seguros será una realidad en nuestras vidas; en esta vida y en la eternidad. El Pentecostés confirma en nosotros nuestra resurrección en Jesucristo. Nos hace personas nuevas, abre en nosotros nuevos rumbos, nuevos caminos y nos conduce por senderos que generan vida. Somos impulsados por el Espíritu a vivir transformados, a hacer del Reino de Dios una realidad en la vida de todas y todos y de toda la creación.
Estos tres eventos abren en nosotros, en lo personal y comunitario, nuevos horizontes de fe, cargados de esperanza, pero comprometidos en el seguimiento de Jesús que no es más que manifestar su amor a través del servicio a los demás. Jesucristo, el vencedor de la muerte y Señor de la historia es el fundamento de nuestra fe, la alegría de nuestras vidas, el generador de la esperanza, el motor del amor, y este (el amor) como base para nuestro servicio a los demás.
El servicio y la esperanza están relacionados, están entrelazados por la fe. El servicio es una entrega por el otro, es dignificar su vida, humanizarlo. A través del servicio se realizan milagros que le dan nuevo rumbo de vida a las personas, crea la esperanza de que la vida es grata y que vale la pena vivirla, y porque no hasta morirla. La esperanza nos impulsa al servicio como actos de fe, y de la misma manera, crea expectativas de un mundo distinto, de una sociedad donde el Reino de Dios sea una realidad, donde la vida se viva con alegría y se disfrute de su belleza que este tiene. La esperanza no solo nos ayuda a vivir el hoy, también nos ayuda a vivir como quienes no tenemos el mañana, como quienes sabemos que tras el umbral de la muerte nos espera la Vida misma, Jesús nuestro Señor y Salvador.
En el servicio vamos al encuentro del otro, nos encarnamos: “Como me envió el Padre, así también yo os envío”. Este servicio no es de carácter asistencial, sino de una manifestación profunda del amor de Dios hacia nosotros y de nosotros hacia nuestro prójimo. Es buscar y luchar porque nuestro prójimo perciba el amor de Dios en su vida y trascienda este amor a través de la justicia, la solidaridad, etcétera, hacia nuestra sociedad.
La esperanza hace posible, nos mantiene al pie de lucha que la vida digna y otro mundo es posible, donde Dios se todo en todos y en todo.
El pasaje leído de Hechos 3 es una rotunda manifestación de una necesidad concreta, de un mundo necesitado. De seres marginados, ignorados, alienados, llevando consigo el dolor y sufriendo y llorando su propia desgracia. Este pasaje manifiesta por lo menos cuatro tipos de personas, cuatro formas de afrontar la vida.
1. El hombre cojo. Ni siquiera tiene nombre, es un excluido, ignorado y olvidado. ¿A quién le interesa? En sí, y en su condición a nadie. Desde la perspectiva del mercado, desde lo económico, este hombre no produce, es más, en el lugar donde se encuentra, que es la puerta del templo, sólo es para pedir limosna, ¿qué ganancias puede dejar? Ninguna, ni siquiera para ofrendar o diezmar.
2. Los que llevaban al cojo y lo sentaban a la puerta del templo la Hermosa, no sé si todos los días y quizás familiares. Estos que de alguna manera ven al cojo igual que todos los demás, no trabaja, no produce, pero si come, si genera gasto en la casa, cuando menos algo que traiga de las limosnas que le dé la gente caritativa.
3. Los que van al templo, los religiosos. Dentro de este grupo de personas, hay quienes, movidos por la compasión, o quizás por la ley, le dan una moneda, hay otros quienes pasarán de largo y verán a este hombre cojo como un estorbo, y le juzgarán como lo hacen en su momento, según Juan 9, los discípulos con el ciego de nacimiento.
4. Pedro y Juan. Hombres de fe que siembran esperanza, poniendo al servicio de los demás lo que Dios les ha dado como dones. Personas como estos discípulos de Jesucristo, son los que no se quedan con nada, saben que nada les pertenece, que todo lo que tienen es un don de Dios y que se les ha dado para servir al otro. Saben que la vida es un regalo de Dios, y por tanto vale la pena dar todo para que esa vida abunde y sobreabunde en los demás. “No tengo plata ni oro, pero lo que tengo te doy". ¿Y qué tiene? Algo mucho más valioso que el propio dinero, por sobre todas las cosas y posesiones, la vida misma, pero no la vida nada más por vida, sino una vida digna, grata, abundante que al recibirla te humaniza, te dignifica como persona y recrea en ti la imagen de Dios que, no sólo te humaniza sino te diviniza, e hace hijo de Dios y por tanto heredero de su Reino.
Por eso lo que continúa en este pasaje bíblico es hermoso, porque al haber recibe la sanidad este hombre, ahora glorifica a Dios. Dice el versículo 8 que entró al templo, ahora sí, le fue permitido entrar, pero no sólo entró andando de manera natural, normal, sino que entró saltando, lo que es un símbolo de vivir la vida, de gozar, de alegrarse, y a más de eso, lleno de gratitud por lo que ha pasado en su vida, dos veces se menciona (vv. 8 y 9), que alababa a Dios.
Encontramos en este pasaje lo que hemos venido hablando desde el principio, la esperanza y el servicio como claves de la fe. Pedro y Juan, son hombres de fe, han visto al maestro, han convivido con él, son testigos de su ministerio, y mejor aún, de su resurrección, lo cual toda esta experiencia con el resucitado, esta experiencia pascual, los impulsa a ser servidores de Jesucristo, sirven a él sirviendo a los demás, y es que, al servir, se convierten en generadores de esperanza y por ende de vida. La Palabra anunciada es el resucitado, y si Cristo resucitó, como dice Pablo, siendo el primogénito de entre los muertos, nos convierte también en resucitados cuando verdaderamente le recibimos como aquellos caminantes de Emaús y le seguimos, y en ese seguirle le servimos.
Que como iglesia podamos ser como estos discípulos (Pedro y Juan) que sin tener nada dieron todo, movidos por el Espíritu Santo, vieron la necesidad y lo vieron como el mejor momento de actuar, como el mejor momento y lugar donde la gracia de Dios se hizo una realidad. Dejemos que el Espíritu de Dios actúe en nosotros/as, y seamos proclamadores de esperanza en medio de un mundo que gime, luchadores de un mundo de justicia, amor y libertad, que como bien dice Pedro Casaldáliga, poeta y teólogo católico: “La esperanza cristiana no es un optimismo festivo. Es, simultáneamente, promesa, quehacer y espera”, “dar razón de nuestra esperanza, ha de traducirse en actitudes prácticas y actos diarios, personales y comunitarios, en la familia y en el trabajo, en la oración y en la política, en la lucha y en la fiesta”. La iglesia ha de vivir para hacer realidad los valores del Reino de Dios.
Que así sea. Amén.
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