18 de abril de 2021
Sólo Jesús tiene poder
para salvar. Sólo él fue enviado por Dios, y en este mundo sólo él tiene poder
para salvarnos. […] Se dieron cuenta entonces de que ellos habían andado con
Jesús.
Hechos 4.12, 13b, TLA
Continuidad y
conflicto con la institución religiosa
La comunidad
de fe que aparece en el libro de los Hechos para dar continuidad a lo narrado
por el evangelista Lucas se asumió a sí misma como continuadora de la obra de
Jesús de Nazaret y, al mismo tiempo, debió enfrentar la oposición y el rechazo
de la religión judía oficial. Prueba de ello es que sus líderes más visibles,
Pedro y Juan, fueron detenidos por exponer las enseñanzas de Jesús y por haber
sanado a un paralítico (4.1-3), y ante el éxito fulminante de su mensaje (cinco
mil conversos, v. 4: “Con estas cifras tan elevadas, que superan con mucho la
realidad histórica, Lucas pretende despertar en el lector la idea de que esta
primera explosión del evangelio en medio de Israel y produjo un amplio movimiento
popular, que las autoridades —ellas y únicamente ellas— sólo a duras penas
lograron reprimir”[1]), interrogados directamente
al respecto por los dirigentes religiosos (5-6; Anás, jefe de los sacerdotes,
Caifás, Juan, Alejandro y otros sacerdotes principales): “¿Quién les ha dado
permiso para enseñar a la gente? ¿Quién les dio poder para hacer milagros?” (7b).
Como ya hemos comenzado a ver, el testimonio
y el servicio fueron las dos palabras clave para definir lo que ese
grupo de discípulos/as entendió como parte de la continuidad que debía dar a lo
hecho por su Maestro, quien se había movido en esa misma línea de conjuntar la
enseñanza popular y la solidaridad con los necesitados. “El hecho de que la
comunidad naciente empezase a predicar públicamente en Jerusalén, después de
Pentecostés, y que se fuese ampliando continuamente el círculo de sus secuaces,
tuvo que constituir una verdadera provocación, especialmente para aquellos que
habían promovido la condena de Jesús, hasta el punto, por lo menos, de pensar
en una posible intervención contra el cristianismo”.[2]
El nuevo discurso de Pedro (“lleno del Espíritu
Santo”, 8), una sólida denuncia de la responsabilidad de los dirigentes
religiosos por la muerte de Jesús (9-11), sorprendió a los oyentes por su
prestancia y por su insistencia en resaltar la resurrección del Nazareno (2, 10b),
algo que irritaba especialmente a los saduceos:
La casta
sacerdotal de los saduceos tomó la proclamación de la resurrección de un hombre
condenado por el Consejo, como un fanatismo que ponía en peligro el orden
establecido y como un ataque a su autoridad. […] Tuvo que parecerles
extraordinariamente escandaloso que, precisamente en el templo e invocando la
actuación de Dios en Jesús (cf. 2.24), se proclamase la resurrección de los
muertos. […]
El discurso se cierra con una profesión de fe en el
nombre de Jesús y en su significación salvífica universal. En virtud de su resurrección,
Jesús ha sido constituido por Dios fundamento único de salvación. La prodigiosa
curación del paralítico, debida al nombre de Jesús, es un signo de la salvación
universal que de él procede.[3]
La aplicación de la obra redentora de Jesucristo a
la vida del hombre enfermo (vv. 9-10a) entretejió profundamente el testimonio
salvador y su sanidad, para luego citar el Salmo 118 y aplicarlo al rechazo de
que fue objeto por el judaísmo, con todo y que el Señor era la “piedra del
ángulo” (11), el cimiento absoluto de la vida religiosa y espiritual del
pueblo, y única realidad de salvación para todos (12).
El testimonio
permanente de la esperanza cristiana
La actitud
con que los discípulos se presentaron ante el pueblo y las autoridades dependió
directamente de la seguridad que les otorgó actuar en nombre de Jesús de
Nazaret (v. 13), cuya presencia como Resucitado reforzó su confianza para dar
testimonio de lo sucedido, con una intensidad poco común, si se considera que
resultaban sospechosos por sus creencias heterodoxas. El hombre sanado delante
de ellos (14) fue la confirmación de la validez de su mensaje y acción. Los
discípulos afrontaron con enorme valentía el rechazo y la intención de
someterlos para impedir que dieran testimonio de su Maestro resucitado por el
poder de Dios. Habiendo sido apresados comenzaron a experimentar lo que Jesús
les anunció en diversas ocasiones y, tal como lo subraya el v. 8, la acción del
Espíritu (evidente eco del Pentecostés de los judíos, 2.1-13) constituyó la
base de la forma en que obedecieron el mandato de proclamar la venida del Reino
de Dios en Jesús. Esa obediencia les garantizó que, a pesar de la oposición y
las amenazas que recibieron, avanzarían en el nuevo proyecto que, ya como
comunidad de fe judeocristiana, comenzaron a desarrollar al interior del
judaísmo, previamente al inicio de su labor entre la gentilidad.
La esperanza en Jesús Resucitado, que no otro era el contenido de su
predicación y enseñanza, los movilizó de tal manera que se sobrepusieron muy
rápido de todo lo sucedido en los días terribles de la pasión y muerte de su
Maestro. Haber sido testigos (mujeres y hombres) de la resurrección y de la
ascensión del Señor le proporcionó una base testimonial sólida para asumirse
como apóstoles de la fe en el Mesías que comenzaron a transmitir. La magnífica
conjunción que consiguieron entre ese testimonio verbal y las acciones de
servicio a los necesitados y enfermos consolidó su conciencia acerca de la
misión que debían llevar a cabo, incluso antes de abrir las puertas a las
personas no judías que eventualmente escucharían y recibirían el mensaje de
Jesús.
La claridad meridiana con que la comunidad asumió la tarea de testificar y servir como parte del mismo proyecto es una lección que dejó como “marca de la casa”, puesto que ésa fue la consigna que tantas veces les repitió el Señor a los discípulos. Retomando el ejemplo de la iglesia inicial, en su comentario, Justo L. González escribe acerca de este capítulo:
Vivimos en un continente lleno de personas
necesitadas; por así decir, de “cojos” que no pueden caminar. Vivimos en
continente que tiene necesidad de la proclamación del nombre de Jesucristo: de
su proclamación íntegra, como el Señor que nos salva de la muerte eterna, y
como el Señor que nos da poder para sobreponernos a todas las muertes que el
orden social perpetúa a diario. […] …el texto nos invita a decir: “Señor,
concede a tus siervos que con todo denuedo hablen tu palabra” [4.29]. […]
La iglesia ha de ganarse la estimación del pueblo tomando el partido del pueblo, poniendo a su servicio sus recursos espirituales, materiales y humanos. Cuando la iglesia se mantiene al margen de las necesidades y las luchas del pueblo, o cuando se parcializa identificando su mensaje con el de cualquier grupo que tiene o busca el poder, su vida y su testimonio son muy distintos de lo que nos pinta Lucas en estos versículos de Hechos.[4]
Quiera Dios que la iglesia de hoy, en todas sus manifestaciones, articule
adecuadamente esas dos realidades que la definen y la hacen ser auténtica
iglesia de Jesucristo: un testimonio permanente de la esperanza y el servicio
desinteresado a fin de hacer visibles las consecuencias de la obra salvadora de
Jesucristo, el Señor.
[1] Jürgen Roloff, Los Hechos de los Apóstoles. Madrid, Ediciones
Cristiandad, 1984, p. 118.
[2] Ibid., p. 117.
[3] Ibid., pp. 117, 120.
[4] J.L. González, Hechos de los apóstoles. Buenos Aires, Kairós
Ediciones, 2000, pp. 116, 117.
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