2 de abril de 2021
A la memoria del Pbro. Demetrio Elías López, hermano y amigo de largas jornadas
El gobernador les preguntó: Díganme, ¿qué mal ha hecho este hombre? Pero la multitud gritó con más fuerza: ¡Que muera en una cruz! Mateo 27.23, TLA
Luego de la dispersión de los discípulos la noche de su prendimiento, Jesús va a afrontar en soledad total el remedo de juicio de que fue objeto, así como las torturas y el infame asesinato que buscó condenarlo al olvido total. La mascarada que encabezó el legionario romano Pilato culminaría en una masacre con tres cruces de por medio. Los encuentros cara a cara de Jesús con el sumo sacerdote (26.64) y con Pilato mismo (27.11-14: Jesús apenas le responde un par de palabras, a diferencia del diálogo casi filosófico del Cuarto Evangelio) fueron paradigmáticos, pues muestran el enorme desencuentro entre proyectos de existencia completamente opuestos. La extensa narración de Mateo muestra paulatinamente todos los episodios de esta tragedia anunciada por su protagonista: en el palacio de Pilato (1-2), suicidio de Judas (3-10), interrogatorio (11-14), sentencia (15-31), crucifixión (32-56), sepultura (57-61) y la guardia ante la tumba (62-66). Es un pulso narrativo sólido, intenso y comprometido con lo esencial del mensaje salvífico, puntualmente acompañado por las referencias proféticas del Antiguo Testamento.
Pilato, Judas, la falsa sentencia del centro político-religioso
Los tres primeros bloques colocan a Jesús prácticamente a expensas de sus enemigos (específicamente Pilato, Judas y los sacerdotes), aun cuando en el caso del segundo su destino, pautado también por la profecía antigua, lo relegará al peor espacio. Ya desde el inicio del cap. 27 la suerte de Jesús estaba echada pues existió un acuerdo al respecto: “Al amanecer, todos los sacerdotes principales y los líderes del país hicieron juntos un plan para matar a Jesús” (1). El conflicto desencadenado por la actuación de Jesús había llegado hasta el centro político y religioso, y éste no dudó en absoluto sobre la ruta a seguir. Cada detalle subsiguiente estaba subordinado a este contubernio mortal que decidió apartarlo violentamente del escenario. Porque precisamente en situaciones así, los actores ligados al poder suspenden sus eventuales diferencias y toman decisiones conjuntas que los benefician por igual. La autoridad invasora romana y los dirigentes religiosos cooptados desde tiempo atrás encontraron un enemigo común, de fuerte raigambre popular, que ponía en riesgo su influencia y podía producir protestas o estallidos indeseables.
El relato está plagado de momentos simbólicos:
a) El “Campo de sangre” (8-10): “Los sumos sacerdotes
se muestran minuciosos observantes de la Ley, que prohibía dedicar al templo
dinero de procedencia infame (cf. Dt 23.18). Deciden utilizarlo para una obra
piadosa. De ahí el nombre del campo. El dinero impuro sirve para comprar un
lugar impuro (cementerio)”.[1]
b) El sueño de la esposa de Pilato (19): “Ante la
traición de Israel, Dios habla al paganismo. La mujer pagana, que no tiene la
voz de Dios expresada en la Escritura, recibe su aviso y es sensible a él. El
recado de la mujer de Pilato prepara la confesión del centurión y los guardias
(27.54)”.[2]
c) La liberación de Barrabás (15-26): “Contraste entre
los nombres: Jesús Barrabás (= hijo del padre) y Jesús llamado el Mesías. Pilato
trata de liberar a Jesús, pues es consciente del verdadero motivo de la acusación:
los dirigentes judíos ven en Jesús un rival que los despoja de su prestigio e
influjo y anula su dominio sobre el pueblo”.[3]
d) Pilato se lava las manos (24-25): “Pilato, para
eximirse de toda responsabilidad en la decisión, hace un gesto conocido en la
cultura judía (cf. Dt 21.6-8; Sal 26.6a; 73.13b). Él que, como juez, puede y
debe evitar la injusticia, por miedo al posible tumulto se deja presionar y la
comete. Queda caracterizada la ‘justicia’ del poder político: entrega a la
muerte a un inocente sabiendo que lo es. A este poder le interesa ante todo asegurar
su permanencia; cuando la ve amenazada: sacrifica lo que haya que sacrificar”.[4]
e) Los soldados fingen coronar a Jesús (27-31): “Los
soldados paganos parodian una entronización real. Ridiculizan en Jesús la
esperanza mesiánica de Israel. Ahora más que nunca, el deseo de independencia y
hegemonía que abrigaba el judaísmo puede ser objeto de irrisión; han rechazado
al Mesías y no les queda más que la esclavitud. Quitar a Jesús sus vestidos
significa despojarlo de su identidad. Ellos lo revisten de otra, que no es la
suya, y esa es objeto de burla”.[5]
f) Simón de Cirene es obligado a cargar la cruz (32):
“La figura de Simón Cirineo contrasta con la de Simón Pedro; mientras éste ha
renegado de Jesús (26.69-75), aparece aquí la figura del discípulo que sigue a
Jesús hasta la muerte (16.24)”.[6]
En el Gólgota: el clímax del sufrimiento asumido y purgado por Dios
El conflicto que describe
Mateo en su historia encuentra su resolución en la muerte de Jesús en la cruz.
Como muestra Mateo, la muerte de Jesús es deseada no sólo por las autoridades
religiosas, sino también por Dios y Jesús. Las autoridades religiosas querían
la muerte de Jesús porque creen que es un falso mesías (27.63) y, en
consecuencia, una amenaza tanto para ellos mismos como para los líderes de
Israel como para la propia existencia de Israel. Jesús quiere su muerte porque
él, como el Hijo obediente de Dios, quiere lo que Dios su Padre quiere (26.39,
42). Y Dios quiere la muerte de Jesús (16.21) porque a través de él Dios
establecerá un nuevo pacto por el cual Jesús expía los pecados (26.28) y media
la salvación para todos (1.21; 24.14; 28.19).[7]
Al llegar al
infame sitio de la ejecución, el Gólgota, Jesús recibe vino mezclado con hiel,
una bebida insufrible, para que luego los soldados se repartan sus ropas y
coloquen un letrero burlesco sobre la cruz (35-38). Rodeado de bandidos,
escuchó las mofas de los testigos y las burlas provocadoras (39-40), a las
cuales se sumaron los sacerdotes y maestros de la Ley, que no podían faltar,
quienes se refirieron mordazmente a su mensaje sobre la cercanía de Dios
(41-43), lo mismo que los bandidos (44): “Tercer grupo que ultraja a Jesús: sus
mismos compañeros de suplicio. Nadie comprende el sentido de esta muerte. Se ve
la raz6n de la angustia en Getsemaní. La muerte de Jesús en cruz, en lugar de
ser una manifestación del Dios vivo, parece que lo oculta para siempre; es
completamente opaca para Israel, que cree en un dios diferente”.[8] La
acumulación de agravios fue espeluznante y hasta el narrador agrega una cuota
de indiferencia hacia la crucifixión:
Mt menciona la crucifixión
solo de pasada; se detiene, en cambio, en el reparto de la ropa. Los soldados
echan suertes sobre ella, que les correspondía como botín. Otro gesto de
hostilidad por parte del paganismo (cf. Sal 22.19). El letrero de la cruz
reproduce la acusación de Pilato. La frase está construida en paralelo con las
del bautismo y la transfiguración: “Éste es mi Hijo” (3,17; 17,5). Jesús en la
cruz es el Hijo de Dios, el rey-Mesías designado por Dios. La cruz define su
calidad: no es el Mesías triunfador y guerrero, sino el Hombre que da su vida
para liberar a todos los hombres (cf. 20.28).[9]
El cielo oscuro:
convulsión del cosmos ante la muerte del Hijo
El relato
presenta a la tierra sumida en la oscuridad (tres horas, como los tres días de
tinieblas en Egipto) como parte del trastorno cósmico ocasionado por la presencia
de Jesús en la cruz (45). En el instante más climático de la historia, se
escuchó, por fin, el grito suyo que apeló a las palabras del Salmo 22 para
preguntar a Dios, su Padre, en su idioma materno, por qué lo había abandonado
(46): “El tremendo escándalo de que Dios no salga en defensa del Mesías rey de
Israel, es el que causa la incredulidad del pueblo (cf. 27.39-43 )”.[10] La incomprensión de la
que fue objeto al no entender a qué se refería (47), como si hubiera llamado a
Elías para ayudarlo (49), es seguida por una muestra más de odio al recibir
vinagre (48; Sal 69.22). El último grito de Jesús coincidió con su muerte (50):
otra vez la narración es simple y directa, pues se destacan con mayor
intensidad las consecuencias del deceso. Primeramente, el velo del templo se
partió, la tierra tembló y las rocas se partieron (51); luego, se abrieron las
tumbas y algunos muertos fieles resucitaron (52). Finalmente, esas personas
entraron a Jerusalén y fueron vistas (53). Estos sucesos anunciaron la llegada
de los tiempos mesiánicos, pues comenzó a evidenciarse la victoria de la vida
sobre la muerte.
En la cruz tiene lugar la
teofanía definitiva, en la que Dios se revela a los hombres de una vez para
siempre. Se revela en su debilidad y en su fuerza.
La debilidad
se manifiesta en Jesús muerto y ultrajado: el que ha dado la vida para dar vida
al hombre, ve su amor rechazado. […]
Se cumple,
en su sentido verdadero, el contenido de la acusación proferida contra Jesús en
el juicio ante Caifás: el antiguo santuario queda anulado, se ha levantado el
nuevo (cf. 26.61).[11]
El resultado inmediato en el ámbito de los verdugos
romanos es que ellos, al experimentar el terremoto (54a), fueron poseídos por
el miedo y exclamaron, en una auténtica afirmación mesiánica y cristológica: “¡Es
verdad, este hombre era el Hijo de Dios!” (54b), una verdadera anomalía y una
extraordinaria contradicción de términos, pues brotó de los labios de quienes
menos se esperaba: “Lo sucedido en la cruz equivale, por tanto, a aquella voz,
y demuestra que Jesús es el Hijo de Dios, como lo confiesan los representantes
del paganismo. Es así la cruz la revelación de Dios a los paganos en Jesús”.[12]
El mayor escándalo de la historia de la salvación es recibido, asimilado y
proclamado por algunos representantes del Imperio Romano:
La edición de Mateo del
v.54 (véase Marcos 15.39) claramente muestra que estos portentos deben
entenderse como el testimonio de Dios de la filiación divina de Jesús: la
confesión del soldado de Jesús como el Hijo de Dios es una respuesta directa al
“temblor” y las “cosas que estaban sucediendo”. En el v. 54, los soldados
romanos son, propiamente, los destinatarios de una epifanía (cf. el lenguaje
crudo de los vv. 51-54), con el resultado de que […] confiesan que Jesús es el
Hijo de Dios.[13]
El universalismo del plan divino de salvación (que
aparece en diversos momentos de este evangelio) se deja ver en ese momento
final de una manera grandiosa.[14]
Por último, pero no por ello menos importante, la narración de la muerte de
Jesús en la cruz no pudo concluir sin hacer un reconocimiento explícito de la
presencia de las mujeres “que miraban desde lejos” (55a). Ellas habían sido
acompañantes fieles, siguiendo y ayudando a Jesús desde que salió de Galilea
(55b). en primer lugar, María Magdalena, la más famosa; María, madre de
Santiago y de José, de la familia de Jesús; y la esposa de Zebedeo (56), madre
de Jacobo y Juan.
Esta larga narración, llena de puntualizaciones
cristológicas, da fe de cómo Dios asumió y purgó el sufrimiento humano en toda
su realidad en la persona de su Hijo. La cruz en donde fue asesinado su Hijo
fue parte del camino salvífico que habría de desplegarse en el mundo para abrir
las puertas a todos los seres humanos. La universalidad de la obra redentora de
Dios llega hasta nosotros hoy con toda su fuerza para aplicar los beneficios de
la fe en Cristo Jesús, potencialmente tanto a las víctimas, como a los victimarios.
Tal como lo ha expuesto Jürgen Moltmann al discutir el grito de Jesús en la
cruz:
Dios acompaña, Dios sufre con
nosotros. Por lo tanto, donde vaya Cristo, el Hijo de Dios, allí también irá el
Padre.
Por
consiguiente, en la entrega del Hijo puede reconocerse la entrega de Dios, pues
de otra forma no podría afirmarse en el evangelio de Juan: “El que me ha visto,
ha visto al Padre” (14.9). En el abandono divino de Cristo, Dios sale de sí
mismo, deja su cielo y está presente en Cristo, para llegar a ser el
Dios y Padre de los abandonados. Cristo muere exclamando a Dios, por quien se
siente abandonado. ¿Dónde está Dios en los acontecimientos del Gólgota? Está en
el Cristo que muere. Hay muchas respuestas a la pregunta de “por qué”, y
ninguna es satisfactoria. La pregunta acerca de “dónde” es más importante, pues
su respuesta es Cristo mismo. […]
Mientras este
mundo exista, Dios no sólo carga con la historia de sufrimientos de este mundo,
sino también con la historia de injusticia de la humanidad. En el Cristo
crucificado Dios mismo es la víctima entre las víctimas.[15]
[1] J. Mateos y F. Camacho, Evangelio
de Mateo. Lectura comentada. Madrid, Ediciones Cristiandad, 1981, p. 267.
[2] Ibid., p. 270.
[3] Ibid., p. 269.
[4] Ibid., p. 270.
[5] Ibid., p. 271.
[6] Ídem.
[7] Jack Dean Kingsbury, Matthew: Structure,
Christology, Kingdom. Minneapolis, Fortress Press, 1975, pp. xi-xii.
Versión: LC-O.
[8] J. Mateos y F. Camacho, op.
cit., pp. 274-275.
[9] Ibid., p. 273. Énfasis agregado.
[10] Ibid., p. 276.
[11] Ibid., p. 277.
[12] Ibid., p. 278. Énfasis agregado.
[13] J.D. Kingsbury, op. cit., p.
75.
[14] Cf. Mariano Ávila A., “Desarrollo
de temas teológicos en el evangelio de Mateo, la internacionalización del
pueblo de Dios: particularismo-rechazo-universalismo”, en Oikodomein, Comunidad
Teológica de México, año 2, núm. 3, enero de 1996.
[15] J. Moltmann, Cristo para nosotros hoy. Madrid, Trotta, 1997 (Estructuras y procesos, serie: Religión), pp. 37, 39-40. Énfasis agregado.
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