jueves, 1 de abril de 2021

"¡Que muera en una cruz!", L. Cervantes-O.


Foto: Wim van‘t Einde, Unsplash, Federación Luterana Mundial (LWF)

2 de abril de 2021

A la memoria del Pbro. Demetrio Elías López, hermano y amigo de largas jornadas

El gobernador les preguntó: Díganme, ¿qué mal ha hecho este hombre? Pero la multitud gritó con más fuerza: ¡Que muera en una cruz! Mateo 27.23, TLA


Luego de la dispersión de los discípulos la noche de su prendimiento, Jesús va a afrontar en soledad total el remedo de juicio de que fue objeto, así como las torturas y el infame asesinato que buscó condenarlo al olvido total. La mascarada que encabezó el legionario romano Pilato culminaría en una masacre con tres cruces de por medio. Los encuentros cara a cara de Jesús con el sumo sacerdote (26.64) y con Pilato mismo (27.11-14: Jesús apenas le responde un par de palabras, a diferencia del diálogo casi filosófico del Cuarto Evangelio) fueron paradigmáticos, pues muestran el enorme desencuentro entre proyectos de existencia completamente opuestos. La extensa narración de Mateo muestra paulatinamente todos los episodios de esta tragedia anunciada por su protagonista: en el palacio de Pilato (1-2), suicidio de Judas (3-10), interrogatorio (11-14), sentencia (15-31), crucifixión (32-56), sepultura (57-61) y la guardia ante la tumba (62-66). Es un pulso narrativo sólido, intenso y comprometido con lo esencial del mensaje salvífico, puntualmente acompañado por las referencias proféticas del Antiguo Testamento.


Pilato, Judas, la falsa sentencia del centro político-religioso

Los tres primeros bloques colocan a Jesús prácticamente a expensas de sus enemigos (específicamente Pilato, Judas y los sacerdotes), aun cuando en el caso del segundo su destino, pautado también por la profecía antigua, lo relegará al peor espacio. Ya desde el inicio del cap. 27 la suerte de Jesús estaba echada pues existió un acuerdo al respecto: “Al amanecer, todos los sacerdotes principales y los líderes del país hicieron juntos un plan para matar a Jesús” (1). El conflicto desencadenado por la actuación de Jesús había llegado hasta el centro político y religioso, y éste no dudó en absoluto sobre la ruta a seguir. Cada detalle subsiguiente estaba subordinado a este contubernio mortal que decidió apartarlo violentamente del escenario. Porque precisamente en situaciones así, los actores ligados al poder suspenden sus eventuales diferencias y toman decisiones conjuntas que los benefician por igual. La autoridad invasora romana y los dirigentes religiosos cooptados desde tiempo atrás encontraron un enemigo común, de fuerte raigambre popular, que ponía en riesgo su influencia y podía producir protestas o estallidos indeseables.

El relato está plagado de momentos simbólicos:

a) El “Campo de sangre” (8-10): “Los sumos sacerdotes se muestran minuciosos observantes de la Ley, que prohibía dedicar al templo dinero de procedencia infame (cf. Dt 23.18). Deciden utilizarlo para una obra piadosa. De ahí el nombre del campo. El dinero impuro sirve para comprar un lugar impuro (cementerio)”.[1]

b) El sueño de la esposa de Pilato (19): “Ante la traición de Israel, Dios habla al paganismo. La mujer pagana, que no tiene la voz de Dios expresada en la Escritura, recibe su aviso y es sensible a él. El recado de la mujer de Pilato prepara la confesión del centurión y los guardias (27.54)”.[2]

c) La liberación de Barrabás (15-26): “Contraste entre los nombres: Jesús Barrabás (= hijo del padre) y Jesús llamado el Mesías. Pilato trata de liberar a Jesús, pues es consciente del verdadero motivo de la acusación: los dirigentes judíos ven en Jesús un rival que los despoja de su prestigio e influjo y anula su dominio sobre el pueblo”.[3]

d) Pilato se lava las manos (24-25): “Pilato, para eximirse de toda responsabilidad en la decisión, hace un gesto conocido en la cultura judía (cf. Dt 21.6-8; Sal 26.6a; 73.13b). Él que, como juez, puede y debe evitar la injusticia, por miedo al posible tumulto se deja presionar y la comete. Queda caracterizada la ‘justicia’ del poder político: entrega a la muerte a un inocente sabiendo que lo es. A este poder le interesa ante todo asegurar su permanencia; cuando la ve amenazada: sacrifica lo que haya que sacrificar”.[4]

e) Los soldados fingen coronar a Jesús (27-31): “Los soldados paganos parodian una entronización real. Ridiculizan en Jesús la esperanza mesiánica de Israel. Ahora más que nunca, el deseo de independencia y hegemonía que abrigaba el judaísmo puede ser objeto de irrisión; han rechazado al Mesías y no les queda más que la esclavitud. Quitar a Jesús sus vestidos significa despojarlo de su identidad. Ellos lo revisten de otra, que no es la suya, y esa es objeto de burla”.[5]

f) Simón de Cirene es obligado a cargar la cruz (32): “La figura de Simón Cirineo contrasta con la de Simón Pedro; mientras éste ha renegado de Jesús (26.69-75), aparece aquí la figura del discípulo que sigue a Jesús hasta la muerte (16.24)”.[6]


En el Gólgota: el clímax del sufrimiento asumido y purgado por Dios

 

El conflicto que describe Mateo en su historia encuentra su resolución en la muerte de Jesús en la cruz. Como muestra Mateo, la muerte de Jesús es deseada no sólo por las autoridades religiosas, sino también por Dios y Jesús. Las autoridades religiosas querían la muerte de Jesús porque creen que es un falso mesías (27.63) y, en consecuencia, una amenaza tanto para ellos mismos como para los líderes de Israel como para la propia existencia de Israel. Jesús quiere su muerte porque él, como el Hijo obediente de Dios, quiere lo que Dios su Padre quiere (26.39, 42). Y Dios quiere la muerte de Jesús (16.21) porque a través de él Dios establecerá un nuevo pacto por el cual Jesús expía los pecados (26.28) y media la salvación para todos (1.21; 24.14; 28.19).[7]

 

Al llegar al infame sitio de la ejecución, el Gólgota, Jesús recibe vino mezclado con hiel, una bebida insufrible, para que luego los soldados se repartan sus ropas y coloquen un letrero burlesco sobre la cruz (35-38). Rodeado de bandidos, escuchó las mofas de los testigos y las burlas provocadoras (39-40), a las cuales se sumaron los sacerdotes y maestros de la Ley, que no podían faltar, quienes se refirieron mordazmente a su mensaje sobre la cercanía de Dios (41-43), lo mismo que los bandidos (44): “Tercer grupo que ultraja a Jesús: sus mismos compañeros de suplicio. Nadie comprende el sentido de esta muerte. Se ve la raz6n de la angustia en Getsemaní. La muerte de Jesús en cruz, en lugar de ser una manifestación del Dios vivo, parece que lo oculta para siempre; es completamente opaca para Israel, que cree en un dios diferente”.[8] La acumulación de agravios fue espeluznante y hasta el narrador agrega una cuota de indiferencia hacia la crucifixión:

 

Mt menciona la crucifixión solo de pasada; se detiene, en cambio, en el reparto de la ropa. Los soldados echan suertes sobre ella, que les correspondía como botín. Otro gesto de hostilidad por parte del paganismo (cf. Sal 22.19). El letrero de la cruz reproduce la acusación de Pilato. La frase está construida en paralelo con las del bautismo y la transfiguración: “Éste es mi Hijo” (3,17; 17,5). Jesús en la cruz es el Hijo de Dios, el rey-Mesías designado por Dios. La cruz define su calidad: no es el Mesías triunfador y guerrero, sino el Hombre que da su vida para liberar a todos los hombres (cf. 20.28).[9]

 

El cielo oscuro: convulsión del cosmos ante la muerte del Hijo

El relato presenta a la tierra sumida en la oscuridad (tres horas, como los tres días de tinieblas en Egipto) como parte del trastorno cósmico ocasionado por la presencia de Jesús en la cruz (45). En el instante más climático de la historia, se escuchó, por fin, el grito suyo que apeló a las palabras del Salmo 22 para preguntar a Dios, su Padre, en su idioma materno, por qué lo había abandonado (46): “El tremendo escándalo de que Dios no salga en defensa del Mesías rey de Israel, es el que causa la incredulidad del pueblo (cf. 27.39-43 )”.[10] La incomprensión de la que fue objeto al no entender a qué se refería (47), como si hubiera llamado a Elías para ayudarlo (49), es seguida por una muestra más de odio al recibir vinagre (48; Sal 69.22). El último grito de Jesús coincidió con su muerte (50): otra vez la narración es simple y directa, pues se destacan con mayor intensidad las consecuencias del deceso. Primeramente, el velo del templo se partió, la tierra tembló y las rocas se partieron (51); luego, se abrieron las tumbas y algunos muertos fieles resucitaron (52). Finalmente, esas personas entraron a Jerusalén y fueron vistas (53). Estos sucesos anunciaron la llegada de los tiempos mesiánicos, pues comenzó a evidenciarse la victoria de la vida sobre la muerte.

 

En la cruz tiene lugar la teofanía definitiva, en la que Dios se revela a los hombres de una vez para siempre. Se revela en su debilidad y en su fuerza.

La debilidad se manifiesta en Jesús muerto y ultrajado: el que ha dado la vida para dar vida al hombre, ve su amor rechazado. […]

Se cumple, en su sentido verdadero, el contenido de la acusación proferida contra Jesús en el juicio ante Caifás: el antiguo santuario queda anulado, se ha levantado el nuevo (cf. 26.61).[11]

 

El resultado inmediato en el ámbito de los verdugos romanos es que ellos, al experimentar el terremoto (54a), fueron poseídos por el miedo y exclamaron, en una auténtica afirmación mesiánica y cristológica: “¡Es verdad, este hombre era el Hijo de Dios!” (54b), una verdadera anomalía y una extraordinaria contradicción de términos, pues brotó de los labios de quienes menos se esperaba: “Lo sucedido en la cruz equivale, por tanto, a aquella voz, y demuestra que Jesús es el Hijo de Dios, como lo confiesan los representantes del paganismo. Es así la cruz la revelación de Dios a los paganos en Jesús”.[12] El mayor escándalo de la historia de la salvación es recibido, asimilado y proclamado por algunos representantes del Imperio Romano:

 

La edición de Mateo del v.54 (véase Marcos 15.39) claramente muestra que estos portentos deben entenderse como el testimonio de Dios de la filiación divina de Jesús: la confesión del soldado de Jesús como el Hijo de Dios es una respuesta directa al “temblor” y las “cosas que estaban sucediendo”. En el v. 54, los soldados romanos son, propiamente, los destinatarios de una epifanía (cf. el lenguaje crudo de los vv. 51-54), con el resultado de que […] confiesan que Jesús es el Hijo de Dios.[13]

 

El universalismo del plan divino de salvación (que aparece en diversos momentos de este evangelio) se deja ver en ese momento final de una manera grandiosa.[14] Por último, pero no por ello menos importante, la narración de la muerte de Jesús en la cruz no pudo concluir sin hacer un reconocimiento explícito de la presencia de las mujeres “que miraban desde lejos” (55a). Ellas habían sido acompañantes fieles, siguiendo y ayudando a Jesús desde que salió de Galilea (55b). en primer lugar, María Magdalena, la más famosa; María, madre de Santiago y de José, de la familia de Jesús; y la esposa de Zebedeo (56), madre de Jacobo y Juan.

Esta larga narración, llena de puntualizaciones cristológicas, da fe de cómo Dios asumió y purgó el sufrimiento humano en toda su realidad en la persona de su Hijo. La cruz en donde fue asesinado su Hijo fue parte del camino salvífico que habría de desplegarse en el mundo para abrir las puertas a todos los seres humanos. La universalidad de la obra redentora de Dios llega hasta nosotros hoy con toda su fuerza para aplicar los beneficios de la fe en Cristo Jesús, potencialmente tanto a las víctimas, como a los victimarios. Tal como lo ha expuesto Jürgen Moltmann al discutir el grito de Jesús en la cruz:

 

Dios acompaña, Dios sufre con nosotros. Por lo tanto, donde vaya Cristo, el Hijo de Dios, allí también irá el Padre.

Por consiguiente, en la entrega del Hijo puede reconocerse la entrega de Dios, pues de otra forma no podría afirmarse en el evangelio de Juan: “El que me ha visto, ha visto al Padre” (14.9). En el abandono divino de Cristo, Dios sale de sí mismo, deja su cielo y está presente en Cristo, para llegar a ser el Dios y Padre de los abandonados. Cristo muere exclamando a Dios, por quien se siente abandonado. ¿Dónde está Dios en los acontecimientos del Gólgota? Está en el Cristo que muere. Hay muchas respuestas a la pregunta de “por qué”, y ninguna es satisfactoria. La pregunta acerca de “dónde” es más importante, pues su respuesta es Cristo mismo. […]

Mientras este mundo exista, Dios no sólo carga con la historia de sufrimientos de este mundo, sino también con la historia de injusticia de la humanidad. En el Cristo crucificado Dios mismo es la víctima entre las víctimas.[15]



[1] J. Mateos y F. Camacho, Evangelio de Mateo. Lectura comentada. Madrid, Ediciones Cristiandad, 1981, p. 267.

[2] Ibid., p. 270.

[3] Ibid., p. 269.

[4] Ibid., p. 270.

[5] Ibid., p. 271.

[6] Ídem.

[7] Jack Dean Kingsbury, Matthew: Structure, Christology, Kingdom. Minneapolis, Fortress Press, 1975, pp. xi-xii. Versión: LC-O.

[8] J. Mateos y F. Camacho, op. cit., pp. 274-275.

[9] Ibid., p. 273. Énfasis agregado.

[10] Ibid., p. 276.

[11] Ibid., p. 277.

[12] Ibid., p. 278. Énfasis agregado.

[13] J.D. Kingsbury, op. cit., p. 75.

[14] Cf. Mariano Ávila A., “Desarrollo de temas teológicos en el evangelio de Mateo, la internacionalización del pueblo de Dios: particularismo-rechazo-universalismo”, en Oikodomein, Comunidad Teológica de México, año 2, núm. 3, enero de 1996.

[15] J. Moltmann, Cristo para nosotros hoy. Madrid, Trotta, 1997 (Estructuras y procesos, serie: Religión), pp. 37, 39-40. Énfasis agregado.

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