jueves, 1 de abril de 2021

“Dios me ha dado todo el poder para gobernar en todo el universo”, L. Cervantes-O.

4 de abril, 2021

 

Pero él se acercó y les dijo: “Dios me ha dado todo el poder para gobernar en todo el universo”.

Mateo 28.18, TLA

 

El “principio Arimatea”

Alejandro Ortiz es un teólogo laico católico que trabaja en la Universidad Iberoamericana-Puebla. Ha escrito diversos ensayos sobre migraciones y personas desaparecidas, entre ellos, “El principio Arimatea” (2014) y Cristo indocumentado. Narrativa teológica del fenómeno migratorio (2015). En el primero, aborda el problema de la recuperación de los cuerpos de desaparecidos a partir de la historia bíblica de José de Arimatea, un hombre rico quien, como se sabe, reclamó el cuerpo de Jesús para sepultarlo con la mayor dignidad posible. Es un relato que aparece en los cuatro evangelios (Mr 15.42-47; Mt 27.57-61; Lc 23.50-56; Jn. 19.38-42). Su planteamiento básico es el siguiente:

 

En tiempos de muerte injusta y violenta, surge la pregunta: ‘¿Dónde está Dios?’. Y aunque es una pregunta incómoda, resulta ser también una pregunta de central importancia para cuestionar nuestra fe, no tanto si creemos o no en Dios sino cómo expresamos en la historia esa fe que decimos tener. Jesús mismo, en la cruz, la realizó: “Dios mío, Dios mío ¿por qué me has abandonado?” (Mr 15.34) […] Hoy nos seguimos preguntando: ¿dónde está Dios en medio de los 26 000 desaparecidos, en medio de los 100 000 muertos por la guerra contra el narcotráfico? ¿Dónde está Dios?[1]

 

El texto bíblico (Mr y Lc) afirma que José era miembro destacado del Sanedrín y todos los relatos añaden que era seguidor de Jesús, al igual que Nicodemo, quien lo acompañó (Jn 19.39-40). Marcos destaca que su petición fue osada y en Jn 19.38 se subraya que actuó “secretamente por miedo de los judíos”. José “hizo algo extraordinario que hoy se sigue repitiendo y que tiene un profundo sentido humano y cristiano: ‘pedir el cuerpo de la víctima’ para una digna sepultura. El principio Arimatea es, entonces, la petición valiente y audaz de recuperar el cuerpo de la víctima ante los propios verdugos”.[2] En estos tiempos, el principio se cumple cuando los familiares de desaparecidos acuden, también con osadía, coraje y rabia, ante los gobiernos e instancias correspondientes para recuperar y devolver los cuerpos. La conclusión de Ortiz es sumamente apelante y profética:

 

Esta acción es la que nos puede devolver la coherencia a los cristianos que profesamos la fe en Jesús, la verdadera reforma que busca la Iglesia, seguir su ejemplo hoy “detectando” los nuevos Gólgotas, es decir, los nuevos lugares donde se mata, se tortura, se despedaza a las víctimas inocentes de hoy, y ahí, en esos lugares de muerte bajarlos de la cruz, darles nombre, recordar su vida, exigir su justicia, generar esperanza y fortalecer nuestra fe. Bajar de la cruz a los crucificados para darles digna sepultura encierra desde contextos violentos y crueles una de las acciones más coherentes con el Dios de la misericordia y amor que proclamó Jesús de Nazaret.

Por lo anterior, según parece, Dios ya no está en el cielo ni sentado en una nube, a Él que también le mataron injustamente a su hijo, está haciendo fila —angustiado, impotente, desesperado—, en el ministerio público, en el hospital, en los “separos”, preguntando a la gente, pegando fotos en los postes y gritando en la calle: “¿Dónde está mi hijo? Devuélvanmelo”.[3]

 

Dios resucitó a su Hijo y le otorgó todo el poder

Ya con la certeza de que Jesús había vuelto a la vida, los 11 discípulos recuperados se trasladaron a Galilea, al lugar que él les había indicado (28.10, 16). La elección de ese lugar es enormemente simbólica y representativa: Galilea de los gentiles (Is 9.1; Mt 4.15), como era conocida, es decir, un cruce de caminos y de culturas que vendría muy bien como punto de partida para la misión universal que aguardaba a los discípulos como futuros apóstoles: “La presencia de Jesús en Galilea conecta al resucitado con el Jesús histórico, que ejerció su actividad en esa región”.[4] Al verlo, lo adoraron, aun cuando algunos todavía dudaban de que fuera realmente su maestro (17): “…la duda significa

que los discípulos no tienen fe suficiente para asumir el destino de Jesús. Según Mt, es la primera vez que tienen experiencia del resucitado, el vencedor de la muerte; saben que han de afrontar la muerte para llegar a este estado. Como Pedro en 14.31, no se sienten capaces de realizar en sí mismos la condición divina que ven en Jesús”.[5]

La respuesta rotunda del Jesús resucitado apuntó hacia la recuperación del poder que se le había otorgado por el hecho mismo de volver a la vida: “Dios me ha dado todo el poder para gobernar en todo el universo” (18b). Durante su vida mortal, “el Hijo del Hombre” ya tenía “potestad en la tierra” (9.6) y ahora, a partir de la resurrección, “sentado a la derecha del Padre” (26.64), su poder y autoridad, como la del Padre, se universalmente, cósmicamente, por todo el universo (“tierra y cielo”). “A través de la cruz ha llegado a la plena condición divina. En virtud de esa autoridad universal, los manda en misión al mundo entero”.[6] Es el Cristo Pantokrátor, el Kyrios (Señor) que gobierna sobre todas las esferas de lo existente.

Con base en ese amplio poder y exaltación que le ha otorgado el Padre, la orden para ellos incluye ir y hacer discípulos en todas partes del mundo, bautizarlos en el nombre de la Trinidad divina y enseñarles todo lo que Jesús había enseñado (19-20a). “Aquí Jesús, el Hijo de Dios resucitado, ya no habla de una misión a Israel, sino que ordena a sus seguidores que hagan discípulos de todas las naciones”.[7] El horizonte de misión se había ampliado progresivamente a lo largo de todo el evangelio, con señales, gestos y anticipos cada vez más claros, especialmente a partir del cap. 13. Ahora, con el lanzamiento de la misión mundial en Galilea, queda absolutamente claro que la fe en Jesús desplegará su capacidad de universalización para inculturarse entre todos los pueblos de la tierra. Empoderados por el Espíritu para un ministerio de dimensión escatológica, los seguidores/as de Jesús conseguirán discipular a personas en todas las naciones para realizar el anuncio antiguo hecho a Abraham.

La promesa final es la garantía absoluta de la compañía del Jesús resucitado al realizar la misión encomendada: “Yo estaré siempre con ustedes, hasta el fin del mundo” (20b). Así se cumplirá el contenido de su nombre, Emmanuel: “Dios con nosotros” (1.23). Esa promesa es la que sostiene al pueblo de Dios de todas las edades y fundamenta su labor misionera y de servicio al mundo.



[1] Jesús Alejandro Ortiz Cotte, “El principio ‘Arimatea’”, en https://repositorio.iberopuebla.mx/bitstream/handle/20.500.11777/1868/El+principio+Arimatea.pdf;jsessionid=92B0C54ABD007281B9FA3061FB945AB0?sequence=1, p. 1.

[2] Ídem.

[3] Ibid., p. 3. Énfasis agregado.

[4] J. Mateos y F. Camacho, Evangelio de Mateo. Lectura comentada. Madrid, Ediciones Cristiandad, 1981, p. 285.

[5] Ibid., pp. 285-286.

[6] Ibid., p. 286.

[7] Jack Dean Kingsbury, Matthew: Structure, Christology, Kingdom. Minneapolis, Fortress Press, 1975, p. 73. Versión: LC-O.

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