Según el Nuevo Testamento, el Reino de Dios introducido por Jesús de Nazaret al mundo hace posible el surgimiento de una nueva humanidad, la cual incluye una nueva forma de existencia para hombres y mujeres. Como parte de una cultura patriarcal, en sus inicios el cristianismo tuvo que luchar contra las muchas formas de dominación y opresión sobre los grupos sociales más vulnerables. Por supuesto que en los textos no aparece la nueva definición “operativa” de hombre o mujer, pero a pesar de ello se esbozan las líneas generales del comportamiento y orientación vital que se espera de ambos géneros en el horizonte de la nueva creación iniciada por Dios en Cristo. De ese modo, la perspectiva dominante consiste en que la fe, necesariamente, debe producir transformaciones efectivas que apliquen la novedad radical que la resurrección de Jesús produjo en medio del mundo. La nueva creación comenzó entonces a crear redes concretas de nueva humanidad en el mundo.
Las comunidades cristianas empezaron a experimentar los conflictos propios de su oposición a reproducir los esquemas de dominación propios del Imperio Romano, y aun cuando vivían, en sentido general, dentro de la ley, su actitud básica de cambio no dejó de acarrearles dificultades por su esperanza en la renovación profunda de la vida y la existencia. El apóstol Pablo reflexionó sobre las implicaciones antropológicas del Evangelio y encontró que iban más allá de las meras apariencias o poses religiosas: la gente que optaba por seguir a Jesús no cambiaba de religión únicamente, sino que se incorporaba plenamente a la nueva creación, es decir, acometía la tarea de hacerla visible en el mundo. Con el paso del tiempo, el nuevo modelo de hombre y mujer se adaptó a las necesidades de la época y progresivamente el estilo cristiano de vida perdió mucho de su eficacia y efectividad, aunque periódicamente existieron brotes de recuperación de sus prácticas originales.En el caso específico de la masculinidad, la tendencia predominante entre los hombres consiste en suponer que la fe no necesariamente incide en los hábitos y costumbres ligados a la supuesta superioridad de género que se recibe y reproduce culturalmente, sobre todo en países como el nuestro, en donde el arraigo de la dominación masculina es definitivamente patológico. Ser hombre o mujer se sigue definiendo, incluso en espacios cristianos como la aceptación inequívoca de determinados papeles o funciones inamovibles normados por leyes no escritas. Así, como ha discutido Luis Carlos Restrepo, los hombres tienen “derecho a la ternura” y, hay que agregar, a experimentar la debilidad en todas sus formas, lo cual choca frontalmente con la manera de vivir aprendida todos los días en el hogar, la escuela y el trato con los iguales. El hombre debe ser fuerte, enérgico y frío como hielo… Este esquema hoy ya no se sostiene y de un tiempo para acá las ideas y propuesta de los críticos/as del patriarcado se han filtrado ya a las comunidades y a la sociedad en general.
Ante ello, las palabras de Pablo vuelven a resonar con particular intensidad, pues la vida humana plena, concretamente la que se experimenta desde el género masculino, puede y debe llevarse a cabo mediante una actitud de respeto y colaboración con el género femenino, pues la complementariedad de la que hablan las Escrituras es una realidad que ahora se ha impuesto como algo indiscutible. Definitivamente, la fuerza y el poder del Evangelio deben experimentarse en el dificilísimo terreno de la redefinición de las identidades, inmersas como están en los conflictivos entramados psicológicos, sociopolíticos e ideológicos en los que se debate la experiencia humana de todos los días. (LC-O)
Las comunidades cristianas empezaron a experimentar los conflictos propios de su oposición a reproducir los esquemas de dominación propios del Imperio Romano, y aun cuando vivían, en sentido general, dentro de la ley, su actitud básica de cambio no dejó de acarrearles dificultades por su esperanza en la renovación profunda de la vida y la existencia. El apóstol Pablo reflexionó sobre las implicaciones antropológicas del Evangelio y encontró que iban más allá de las meras apariencias o poses religiosas: la gente que optaba por seguir a Jesús no cambiaba de religión únicamente, sino que se incorporaba plenamente a la nueva creación, es decir, acometía la tarea de hacerla visible en el mundo. Con el paso del tiempo, el nuevo modelo de hombre y mujer se adaptó a las necesidades de la época y progresivamente el estilo cristiano de vida perdió mucho de su eficacia y efectividad, aunque periódicamente existieron brotes de recuperación de sus prácticas originales.En el caso específico de la masculinidad, la tendencia predominante entre los hombres consiste en suponer que la fe no necesariamente incide en los hábitos y costumbres ligados a la supuesta superioridad de género que se recibe y reproduce culturalmente, sobre todo en países como el nuestro, en donde el arraigo de la dominación masculina es definitivamente patológico. Ser hombre o mujer se sigue definiendo, incluso en espacios cristianos como la aceptación inequívoca de determinados papeles o funciones inamovibles normados por leyes no escritas. Así, como ha discutido Luis Carlos Restrepo, los hombres tienen “derecho a la ternura” y, hay que agregar, a experimentar la debilidad en todas sus formas, lo cual choca frontalmente con la manera de vivir aprendida todos los días en el hogar, la escuela y el trato con los iguales. El hombre debe ser fuerte, enérgico y frío como hielo… Este esquema hoy ya no se sostiene y de un tiempo para acá las ideas y propuesta de los críticos/as del patriarcado se han filtrado ya a las comunidades y a la sociedad en general.
Ante ello, las palabras de Pablo vuelven a resonar con particular intensidad, pues la vida humana plena, concretamente la que se experimenta desde el género masculino, puede y debe llevarse a cabo mediante una actitud de respeto y colaboración con el género femenino, pues la complementariedad de la que hablan las Escrituras es una realidad que ahora se ha impuesto como algo indiscutible. Definitivamente, la fuerza y el poder del Evangelio deben experimentarse en el dificilísimo terreno de la redefinición de las identidades, inmersas como están en los conflictivos entramados psicológicos, sociopolíticos e ideológicos en los que se debate la experiencia humana de todos los días. (LC-O)
1 comentario:
Muy acertado acercamiento al tema de la masculinidad que aun es un tema mal entendido. Le felicito por sus reflexiones.
Wilmer Villacorta, Ph.D.
Assistant Professor of Intercultural Studies
Fuller Theological Seminary
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