viernes, 13 de julio de 2012

El Reino de Dios y la esperanza humana, L. Cervantes-O.


15 de julio de 2012

El reino de Dios no consiste en comidas ni bebidas, sino en la justicia, la paz y el gozo del Espíritu Santo. Quien sirve así a Cristo agrada a Dios y es estimado de los hombres. Por tanto, busquemos lo que fomenta la paz mutua y es constructivo.
Romanos 14.17-19

El futuro del reino de Dios, por cuya venida rezan los cristianos con las palabras de Jesús (Mt 6,10a), es la suma de la esperanza cristiana.[1]
Wolfhart Pannenberg

El Reino de Dios se relaciona profundamente con la esperanza humana, pues como ya se ha reflexionado aquí, las Escrituras concentran en él todas las ansiedades y deseos por acceder a un estado de bienestar permanente, justicia y paz. Pero como esos deseos se vean alterados por las ambigüedades y contradicciones de la existencia histórica, la esperanza se transforma y proyecta, sucesivamente, en personas, circunstancias y procesos que conducen a las personas por las diferentes etapas para ajustar su horizonte utópico a los logros parciales que sean posibles. En ese sentido, palabras como las del apóstol Pablo, quien participaba también, como todos los creyentes de la época del Nuevo Testamento, de la esperanza en la venida del Reino, manifiestan la oposición y constante tensión entre las aspiraciones humanas para un mundo mejor y más equitativo, y la dura realidad de sometimiento e injusticia.
Para el apóstol, no era compatible ni parte de la auténtica praxis cristiana participar de una visión elevada y de una gran esperanza en la transformación del mundo y, al mismo tiempo, entretenerse en cuestiones tan banales como dejar de comer o beber alguna cosa. Y conste que esas situaciones ya se daban desde entonces, aunque siguen siendo de una gran actualidad, lo que significa que en la comunidad de Roma existían esas tendencias, esto es, que se ocupaban de prohibiciones legalistas ya superadas en teoría, en vez de aplicar la realidad del Reino de Dios y las nuevas relaciones humanas y sociales producidas por él en la historia humana. Esta tentación, tan frecuente en las comunidades, sigue dañando la percepción cristiana del tipo de práctica que, bien llevada, condice a una inevitable confrontación con las fuerzas contrarias a que el Reino divino se haga efectivamente presente en la historia, fuerzas anti-Reino, anti-cristianas, aunque no necesariamente anti-Iglesia. La justicia, la paz y el gozo, valores enunciados por Pablo en su refutación, deben experimentarse en las comunidades como parte de la realización presente de los designios totales de Dios para la humanidad. Las relaciones dominadas por ellos producirán, según esta afirmación, cambios sustanciales ante las ambigüedades y dudas que continuamente se viven en el mundo.
El pastor pentecostal chileno José Peña Mendoza escribe al respecto. “El reino de Dios es camino de salvación en la historia y por lo tanto se transforma en respuesta a las ambigüedades propias del mundo histórico. Pero esas mismas ambigüedades han llegado a constituir un problema para entender el efectivo nexo existente entre reino de Dios e historia humana”.[2] Y agrega:

El problema de las finalidades radica en que hoy todo es medido en términos de costo-beneficio, donde todo es relación de medios a fin. Ya nada es medio como medio, ni fin como fin. Si se estudia, no se estudia porque ello sea algo noble; se estudia para obtener un título, caso en el cual la existencia humana se funcionaliza. Y en cuanto a la libertad, ésta se ha perdido y ya no se puede decidir qué ser en el mundo. La libertad actual no es libertad propiamente; no somos libres para escoger lo trascendente, pero sí somos esclavos de la moda, del consumismo, y otras tantas cosas. Sí tenemos libertad para elegir, sin embargo todos elegimos lo mismo y damos cuenta, así, de un ensimismamiento radical que acaba por esclavizar. La pérdida de libertad, entre otras, requiere de una respuesta cristiana que proporcione una esperanza razonable respecto de lo que puede advenir a nuestro mundo. (Idem.)

Esas ambigüedades, dudas y propósitos tergiversados son factores que también transforman nuestra esperanza, especialmente ante los sucesos entendidos como negativos que modifican el sentido de lo que una sana lectura de los signos de los tiempos muestra como lo que debería esperarse que suceda en el camino hacia la manifestación plena del Reino de Dios. Para el caso de Pablo en Romanos 14, un pésimo signo, contrario a esta esperanza, era el trato que se daba a las personas débiles (aquí con la connotación eufemística de “ignorantes”, “desposeídos” o “no empoderados por el conocimiento”) en la comunidad, que no marcaba ninguna diferencia con lo que pasaba fuera de ella: “Comprendan al que es débil en la fe sin discutir sus razonamientos. Uno tiene fe, y come de todo; otro es débil, y come verduras. Quien come no desprecie al que no come, quien no come no critique al que come, porque Dios también lo ha recibido a éste” (vv. 1-3). Ciertamente se trataba de un asunto, diríamos hoy, básico, pero que podía poner en riesgo la fe de algunos integrantes de la comunidad.
Y es que Pablo está planteando, implícitamente, una de las obligaciones cristianas por antonomasia, especialmente hacia las personas con carencias fuertes en cuestión de proyección social, humana e histórica: contribuir a que la esperanza en la venida presente y futura del Reino de Dios se concrete y se coloque como el horizonte de fe que gobierne la conciencia y las acciones de los seguidores de Jesucristo. Lo cual no es poca cosa, pues si existe algo valioso en este mundo, eso es precisamente la esperanza de un conglomerado humano que anhela que las cosas sean mejores en términos de desarrollo, sostenimiento, ingreso y estabilidad en todos los órdenes. No es posible, sugiere, que la comunidad se mantenga discutiendo prohibiciones o promoviendo la represión de la vida, mientras las exigencias sociales, políticas y económicas reclaman una actitud crítica y propositiva mediante la acción comunitaria, así sea en el nivel más pequeño.
De ahí que el trato, manejo o manipulación de la esperanza colectiva sea un asunto de alto riesgo y de una enorme responsabilidad tanto que, al menos en muchos pasajes bíblicos, proféticos, sobre todo, se asume con un gran cuidado, puesto que representa la concentración de la vida total en aquello que se espera que venga de la mano de Dios. Cuando políticos, gobernantes y dirigentes de todos tipos la utilizan y conducen por senderos de mezquindad, será el propio Dios quien se encargue de aplicar su justicia sobre quienes así lo hagan. De modo que, en lo que nos atañe, es preciso desenmascarar a quienes desencaminan la esperanza de las personas y proclamar la primacía del Reino de Dios sobre esperanzas irreales y sometidas a los intereses de unos cuantos.[3]


[1] W. Pannenberg, Teología sistemática. Madrid, Universidad Complutense, 2007, p. 545.
[2] J. Peña Mendoza, “Reino de Dios: esperanza y camino de salvación en la historia”, en Centro de Investigación Religiosa Archivos y Biblioteca, Chile, www.cirab.cl/index.php?option=com_content&view=article&id=34:reino-de-dios-esperanza-y-camino-de-salvacion-en-la-historia&catid=42:teologia&Itemid=73.
[3] Cf. José Cueli, “¿ La pérdida de la esperanza es imperdonable?”, en La Jornada, viernes 13 de julio de 2012, www.jornada.unam.mx/2012/07/13/opinion/a07a1cul. “Lo imperdonable del proceso electoral mexicano es la pérdida de la esperanza. La pérdida de la esperanza de una juventud que parece no creer en nada. Es así que a los mexicanos, como el Quijote, la esperanza (recordarnos aquí el verso de Tomás Segovia sobre la espera, “Ceremonial del moroso”) consiste en la sustancia de las cosas que esperan”.

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