22 de julio de 2012
Un árbol sano no puede dar frutos malos ni un árbol enfermo puede dar
frutos buenos. El árbol que no dé frutos buenos será cortado y echado al fuego.
Así pues, por sus frutos los reconocerán. No todo el que me diga: ¡Señor,
Señor!, entrará en el reino de los cielos, sino el que cumpla la voluntad de mi
Padre del cielo.
Mateo 7.18-21, La Biblia de nuestro pueblo
El Sermón del Monte ha sido visto siempre como el
gran resumen de lo que se espera que vivan y practiquen los cristianos/as o, en
otras palabras, como el punto de partida para una ética efectiva del
seguimiento de Jesús de Nazaret. Muchos, siguiendo la imagen del nuevo
legislador que sube a la montaña para que, igual que Moisés con las tablas de
la ley antigua, ven a Jesús estableciendo los nuevos mandamientos para la vida
que quiere ser fiel a Dios. De una u otra forma es posible advertir que los
lineamientos que da esa gran enseñanza se refieren al nuevo estado de cosas
introducido por Jesús y que brotan de él. Eduardo López Azpitarte lo ha
expresado así:
El Reino de Dios se realiza en la medida en que cada persona hace una
ofrenda libre y voluntaria al Señor y reconoce que su existencia depende por
completo de él. Cuando se ha descubierto esta verdad, la vida adquiere una orientación
diferente. Se ha encontrado el tesoro y la piedra preciosa (Mt 13.44-46), por
lo que vale la pena dejarlo todo y vivir en adelante con esta opción. A todos
los creyentes, como a los discípulos, “se les ha comunicado el secreto del
reinado de Dios” (Mr 4.11), que el Padre ha escondido a los sabios y entendidos
y ha revelado a la gente sencilla (Mt 11.26).[1]
Las acciones que se
espera sean producidas por los seguidores/as de Jesús en el mundo en pueden
sino estar en consonancia con lo que él hizo y dijo, pues si bien quedan al
parecer fuera de estos preceptos muchas de las cosas que se enfrentan en la
vida cotidiana, las bases simples que enuncian son aplicables a la totalidad de
la existencia. Con todo, la base espiritual o teológica de esa práctica se
afirma con particular énfasis para subrayar el grado de exigencia que Jesús mantuvo
y mantiene hoy para ser capaces de superar el legalismo esquizofrénico que, en
su momento, criticó en el discurso y en las acciones de los fariseos, quienes partían
de una enseñanza adecuada, pero que en el terreno de los hechos fallaban
rotundamente: “Porque les digo que si el modo de obrar de ustedes no supera al
de los letrados y fariseos, no entrarán en el reino de los cielos” (Mt 5.20).
Esta prueba tan grande demandaba, y lo sigue haciendo hoy, de una gran
creatividad por parte de los discípulos/as del Reino, que son considerados capaces
de articular la doctrina con la vida diaria, no sin conflictos claro está, pero
con la intención de hacer presentes los valores del reino de Dios en el mundo,
como algo efectivamente transformador.
Un rostro de esta
praxis en la actualidad tendría que ver, por ejemplo, con lo que podríamos
llamar el “eje” injusticia-superación de la impunidad-reparación del daño-restauración,
algo que en nuestras relaciones no se da de manera efectiva y mucho menos legal
o auténtica. Lejos debe quedar, en el espíritu de otras épocas, solapar a los
delincuentes domésticos que aprovechan y abusan de la confianza de las demás
personas para hacer de las suyas. Por allí puede seguirse la interpretación de
la metáfora del árbol sano y enfermo que evidencia la radicalidad con que Jesús
afrontó la convivencia del bien y del mal al ser filtrados o medidos por la
vara del Reino, pues éste no tolera que se exhiba como propio lo que le es
ajeno y extraño. Los frutos malos no le pertenecen y son la negación de sus
valores que, encarnados en la actuación de Jesús, se vuelven a realizar en la
vida de sus seguidores/as de todos los tiempos. Estamos ante un “estilo de vida”
que no admite negociaciones que pongan en entredicho sus cimientos mismos, es
decir, la realidad plena y expectante de un Reino de justicia, paz y armonía
vital. Toda acción guiada por estos parámetros opondrá una feroz resistencia al
mal que trata de dominar las estructuras sociales y las vidas concretas de los
seres humanos.
[1] Eduardo López
Azpitarte, Fundamentación de la ética
cristiana. Madrid, Paulinas, 1991 (Perspectivas y retos), p. 61.
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