31 de
diciembre, 2013
El Señor es mi luz, mi salvación,
¿de quién tendré miedo?
El Señor es mi refugio,
¿a quién temeré?
Salmo 27.1, La Palabra (Latinoamérica)
El Señor es mi luz, mi salvación,
¿de quién tendré miedo?
El Señor es mi refugio,
¿a quién temeré?
Salmo 27.1, La Palabra (Latinoamérica)
Al hacer un alto en el
camino para presentarse delante de Dios y renovar fuerzas para seguir adelante,
cada estación recorrida, cada situación vivida reclama una interpretación de lo
sucedido. Cerca de trasponer el umbral de otro año, apenas es posible advertir su
particularidad, lo que lo caracterizó singularmente y la evaluación que se haga
de él evolucionará con el tiempo. Existe la sensación de que 2013 no fue
necesariamente un “buen año”, acaso porque las circunstancias de su último
tercio esparcieron enorme decepción por todas partes. Así lo escribió Iván Ríos
Gascón:
…la reforma (quizá sea
mejor decir contrarreforma) petrolera, enarbolada como la panacea para el “desarrollo
económico”, exhibió el vacío democrático que impera en el país a través de los
congresos que aprobaron ciegamente y vía fast
track, un viraje constitucional en la apertura del sector estratégico de la
Nación. El pensamiento crítico fue desplazado en una amplia región de lo
mediático. No se atendieron las voces discordantes, el poder legislativo se blindó
hasta la ignominia, los “debates” sobre un tema fundamental del progreso y la
soberanía fueron un circo de vulgaridades e insultos a la razón.
Cerramos
el año con un aliento amargo. Las cámaras postergan una ley sobre la consulta
ciudadana (y cómo no, el poder no se comparte) pero lanzan una reglamentación
de dientes afilados para desalentar marchas y protestas. Quienes discrepan de
los milagros y bondades de la apertura petrolera son tildados de “nacionalistas
hipócritas” por el gobierno.[1]
Y solamente se habla
del asunto que más llamó la atención; el otro, aludido aquí, sobre la
participación más directa de la ciudadanía en la toma de decisiones, ha sido marginado
y hecho casi invisible. Parece contradictorio citar palabras tan pesimistas y
al mismo tiempo expresar los mejores deseos para el año que se avecina, pero lo
cierto es que el desencanto no se puede ocultar tan fácilmente cuando los
signos que nos rodean no son tan alentadores. Quizá el contraste con la fe que
nos anima pueda desencadenar la esperanza de que las cosas sean mejores en los
días que se avecinan. Algunos dicen que cuando se toca fondo lo que sigue es
comenzar a salir de allí inevitablemente.
Un recorrido por el
salmo 27 muestra que si algo lo define es la confianza en Dios por encima de
todas las cosas, una “confianza triunfante y suplicante”. Y vaya que el autor
del salmo tenía motivos para dudar: “Confianza a despecho de dificultades y
peligros: aunque lo asedie un campamento y lo asalte un ejército, aunque lo
abandonen sus padres, aunque lo acusen testigos falsos, él sigue confiando en
el Señor y en su templo”.[2] Las primeras
afirmaciones, aderezadas con sus preguntas retóricas correspondientes, son una auténtica
confesión de fe: “El Señor es mi luz, mi salvación,/ ¿de quién tendré miedo?/ El
Señor es mi refugio,/ ¿a quién temeré?” (v. 1). En ellas se combinan las
metáforas de la luz y el refugio con la certeza del cuidado y la compañía cerca
de Dios: todo lo que pueda acontecerle al que habla podrá ser superado. La luz
es sinónimo de la presencia misma de Dios. Como lo explica Calvino:
El término “luz”, como
es bien sabido, se usa en la Escritura para denotar alegría o felicidad
perfecta. Asimismo, al explicar este significado, agrega que Dios era su salvación
y la fortaleza de su vida, y que fue por su ayuda que experimentó seguridad y
liberación de los terrores de la muerte. Ciertamente hallamos que todos nuestros
temores brotan de esta fuente, que somos demasiado ansiosos acerca de nuestra
vida, mientras no reconocemos a Dios como nuestro cuidador. No tenemos
tranquilidad, entonces, hasta que alcanzamos la persuasión de que nuestra vida
es guardada suficientemente y protegida por su poder omnipotente. La
interrogación, también, muestra cuánto estimaba David la protección divina, mientras
se regocija audazmente contra todos sus enemigos y peligros. Tampoco duda de
que atribuimos el debido homenaje a Dios, a menos que, confiando en su ayuda
prometida, nos atrevemos a presumir de la certeza de nuestra seguridad. Pesado,
por así decirlo, en las escalas de todo el poder de la tierra y el infierno,
David representa menos que una pluma, y considera a Dios únicamente como muy superior
a la totalidad de las cosas.[3]
La confianza,
desdoblada en tres situaciones, plantea varios “niveles de riesgo” que pueden
sobrevenirle: situación violenta externa e incontrolable (v. 3), una problemática
familiar (abandono paterno, v. 10) y una situación social o legal (un juicio
amañado, v. 12). “Queda el denominador común, el miedo. Porque la confianza,
por encima de todo, no tiene que vencer enemigos ni rebatir calumnias, tiene
que vencer el miedo, el gran enemigo interior” (p. 437). Con todo, los peligros
ya han sido nombrados (primer paso para superarlos), aunque por esta ocasión no
aparezca, por citar otro, la enfermedad. Pero los tres mencionados pueden ser
alusión de otros más.
En los vv. 4-6, la
figura del templo como casa de refugio físico y espiritual resplandece como una
posibilidad para alguien aquejado por los males y particularmente por la
guerra: “El templo, refugio provisorio en una coyuntura bélica, puede ser
morada para toda la vida, donde disfrutar de la presencia personal de Dios.
Suceden así dos elevaciones: de refugio
bélico a morada permanente, de edificio para habitar a lugar donde estar con Dios.
Es un proceso de interiorización” (p. 439, énfasis agregado). Estar en el
templo sensibiliza a la persona para una profunda experiencia de Dios en el
camino hacia la superación de sus temores.
La segunda parte del salmo
(vv. 7-14) es una súplica con una invitación final a la confianza. Son
particularmente emotivas las peticiones del v. 9: “No me ocultes tu rostro,/ no
rechaces con ira a tu siervo;/ tú eres mi ayuda:/ no me dejes, no me abandones,/
Dios salvador mío”. Tanta insistencia es señal de temor, de ansiedad ante los
riesgos potenciales, el mayor de ellos ser objeto de la ira divina, lo que
significaría una ruptura de relaciones con la fuente de bondad y seguridad. De
ahí la búsqueda del apoyo, de la senda recta, de “la bondad del Señor/ en la
tierra de los vivos” (v. 13). El abandono familiar y las calumnias pueden poner
en entredicho la estabilidad emocional y espiritual de la persona, pero incluso
eso será superado por la presencia divina. Imposible dejar de recordar el poema
de César Vallejo en Trilce (1922): “Y
Dios sobresaltado nos oprime/ el pulso, grave, mudo,/ y como padre a su
pequeña,/ apenas,/ pero apenas, entreabre los sangrientos algodones/ y entre
sus dedos toma a la esperanza”.[4]
La exhortación final
subraya la certeza en la intervención de Dios sobre los poderes anónimos y
concretos que acechan la vida de su fiel, quien únicamente espera en Él, igual
que nosotros hoy al acercarnos a una nueva etapa de nuestra vida: “
El oprimido ha anclado
totalmente su vida en Yahvé. Por eso, ningún poder enemigo podrá vencerle ni
separarle del Dios de la salvación. Detrás de las oraciones de los acusados que
se adhieren con toda confianza a Yahvé como a quien les va a hacer justicia,
podremos ver aquellas palabras del Nuevo Testamento: “¿Quién acusará a los
elegidos de Dios? ¡Dios es quien salva!” (Ro 8.33). Los amenazados de
muerte se sienten seguros de que no habrá nada que pueda separarlos de Dios.[5]
[1] I. Ríos Gascón, “Postdata de 2013”, en Milenio Diario, 28 de diciembre de 2013,
www.milenio.com/cultura/Postdata_0_215978642.html.
[2] L. Alonso Schökel y C. Carniti, Salmos I. (Salmos 1-72). Estella, Verbo Divino, 1992, p. 436.
[3] J. Calvino, Comentario
a los Salmos, www.ccel.org/ccel/calvin/calcom08.xxxiii.i.html?bcb=right.
Versión: LC-O.
[4] C. Vallejo, Trilce,
XXXI, en Obra poética. Coord. de
Américo Ferrari. París-México, Archivos UNESCO, 1996, p. 204.
[5] H.-J. Kraus, Los salmos. Vol. I. Salmos 1-59. Salamanca, Sígueme, 1993, pp. 517-518.