ADVIENTO:
TIEMPO DE VIGILANCIA, COMPASIÓN Y ESPERANZA
Carlos Ayala
Ramírez
Velar, vigilar, es vivir cada instante conscientemente. Es salir del
estado de inconsciencia, de apatía, de indolencia. La liturgia de la palabra
propia del tiempo de adviento, pone dos voces (de fuerza profética) que invitan
a despertar: Isaías y Juan Bautista. Isaías proclama la esperanza de una
realidad en la que reinarán plenamente la misericordia y la justicia de Dios
(Is 56.1; 65.17-19; 65.20). Juan, la voz que clama en el desierto, preparaba y
anunciaba la llegada de un Mesías liberador. Pregonaba un bautismo en señal de
arrepentimiento (Mc 1.3-4). Su predicación le valió ser apresado por el rey
Herodes, que veía en ella un cuestionamiento a su poder y a sus privilegios.
Tanto en Isaías como en Juan Bautista,
el llamado a despertar a la realidad exige concreción: alegría y gozo porque la
vida de los débiles y oprimidos está protegida, porque el tiempo de Dios (su
reino de amor y justicia) ha entrado en la historia humana. Quien vigila está
abierto a esa misericordia y justicia de Dios. Está abierto al mundo (empatía),
para transformarlo; al otro (pobres y víctimas), para reaccionar con compasión.
Desde ellos podemos afirmar que el
tiempo de Dios no es simplemente un tiempo litúrgico retórico. Adviento no debe
ser una liturgia sin historia, sino una liturgia que ilumina realidades
concretas. Tenemos, en ese sentido, emblemáticos ejemplos: “¿Cómo estáis en
tanta profundidad de sueño tan letárgico dormidos?”. Esta pregunta interpelante
la hizo fray Antonio de Montesinos en su famoso sermón del cuarto domingo de Adviento
de 1511, ante el maltrato, explotación y muerte de los habitantes de las
llamadas Indias occidentales, por parte de quienes se consideraban
“descubridores de América”. La interpelación fue dirigida, precisamente, a los
conquistadores y colonizadores de la época. A los que se les exhortaba a
despertar del sueño del egocentrismo que deshumaniza. Monseñor Romero en su
homilía del segundo domingo de adviento de 1977, a propósito de las situaciones
que estorban para ver al Cristo que viene, manifestó: “el vivir tan cómodo, tan
instalado, tan rico, que prácticamente son materialistas, no tienen tiempo, no
les importa analizar la situación dramática del país y de su propia conciencia,
están muy a gusto en sus jaulas de oro” (4.12.7).
Ignacio Ellacuría y Jon Sobrino, también
nos han hablado de la necesidad de estar atentos a ese momento especial de
manifestación de Dios en nuestro aquí y ahora. Concretamente eso significa
discernir los signos de los tiempos desde los pobres y las víctimas. Ellos y
ellas, según Ellacuría y Sobrino, nos interpelan a ser humanos, nos hacen ver
la verdad de la realidad y nos convocan a construir una civilización de la
pobreza. Pobres y víctimas pueden ayudarnos a despertar del sueño de cruel
inhumanidad, a pasar de la indolencia a la compasión. Pueden ayudarnos a
hacernos cargo de la verdadera realidad del mundo (tener no solo un
conocimiento que supera la ignorancia, sino llegar a la verdad que supere el
encubrimiento). Pueden ayudarnos a forjar una nueva civilización que humanice,
es decir, que no esté en función del capital, sino del ser humano, que pueda
ser universalizable porque posibilita una vida digna y sustentable para todos,
una civilización donde no haya lugar para lo superfluo, cuando las necesidades
básicas de las mayorías no están cubiertas.
2. La misericordia que genera
esperanza es la que se historiza
La misericordia que se historiza toma en serio lo real del sufrimiento y
la práctica que lo transforme. Así lo visualizaba el profeta Isaías: “Pronto,
muy pronto, el Líbano se convertirá en jardín, y el jardín parecerá un bosque;
aquel día oirán los sordos las palabras del libro, sin tinieblas ni oscuridad
verán los ojos de los ciegos; los oprimidos volverán a festejar al Señor y los
pobres se alegrarán con el Santo de Israel, porque no quedarán tiranos, se
acabarán los cínicos y serán aniquilados los que se desviven por el mal” (Is
29.17-20).
Leonardo Boff, en su libro El cuidado esencial nos dice que la nota
dominante del mundo actual no es la misericordia, sino el descuido, la
indiferencia y el abandono. Hay descuido e indiferencia por la vida de los
niños y niñas: en América Latina tres de cada cinco niños trabajan, en África,
uno de cada tres, en Asia, uno de cada dos. A esos niños se les niega la
infancia, la inocencia y la posibilidad de soñar. Hay descuido y abandono por
el destino de los pobres, castigados por la muerte del hambre crónica y mil enfermedades
erradicadas en los países ricos. Hay descuido y perversión en los asuntos
públicos: la sociedad se organiza en contra de las mayorías empobrecidas y a
favor de las minorías privilegiadas. Hay un descuido y depredación de nuestra
casa común (se envenenan suelos, se contamina el aire y el agua, se exterminan
especies de seres vivos. Hay un descuido por la dimensión espiritual del ser
humano, hay poco interés por cultivar el espíritu de ternura y de misericordia
como actitudes fundamentales de convivencia humana.
Jon Sobrino, en su libro Fuera de los pobres no hay salvación,
nos dice que en el mundo actual donde predomina no solo el descuido sino la
deshumanización; la misericordia que se hace historia, que se hace carne, debe
implicar la salvación de la muerte (particularmente salvar al pobre de la
muerte lenta de la pobreza y de la muerte rápida de la violencia); salvar de la
indignidad (con frecuencia las víctimas de este mundo no solo han sido
ignoradas, sino tenidas por victimarias) buscando y comunicando verdad, sacando
a la luz los males de la realidad (profecía); salvar de la no existencia a la
que han sido sometidas pobres y víctimas, devolviéndoles la palabra, su nombre,
su identidad, su rostro.
Solo la misericordia que se hace
historia puede desencadenar esperanza y salvación. Eso fue lo que ocurrió con
Jesús de Nazaret: en él se hizo presente El misericordioso (Dios), sanando,
consolando, liberando, dignificando a los pobres, enfermos, extranjeros,
mujeres, niños, pecadores.
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NELSON MANDELA:
SÍMBOLO UNIVERSAL DE LA PAZ Y LA
DIGNIDAD
Carmelo
Álvarez
Lupa Protestante, 6 de diciembre
Hace unos minutos hemos visto y oído con asombro y dolor, pero también
con una gran alegría pascual la noticia que dice, “Nelson Mandela ha muerto”.
Mi convicción cristiana más profunda me dice todo lo contrario, ¡“Madiba”,
Nelson Rolihlahla Mandela vive para siempre! Sí, para siempre en la memoria de
su pueblo. En la sonrisa de hombres, mujeres y niños que lo admiraron por su
sacrificio, tenacidad y santa terquedad de entrega a la causa de su libertad y
la de todos y todas los sudafricanos blancos y negros.
Recuerdo vivamente mi visita a Sudáfrica
en noviembre de 1995, durante su mandato como presidente. Se respiraba un
regocijo colectivo que contagiaba y animaba en los mercados, las calles, las
iglesias, los parques, y en las tertulias de los suburbios de Pretoria,
Johannesburgo y Saulsville, donde prediqué en una iglesia presbiteriana
independiente, un domingo de celebración de la gran cosecha. La feligresía
cantaba, cantaba y bailaba, bailaba, en una gran fiesta de abrazos y
afirmaciones. Era la celebración de su resurrección y libertad. Y daban gracias
a Dios por Madiba. El abogado sonriente que lo dejó todo por proseguir el arduo
camino de la lucha contra la hegemonía de la minoría blanca que oprimía ala
gran mayoría negra. El apartheid que los marginaba, perseguía y oprimía,
negándoles su derecho a ser y pisoteando su libertad.
Entonces, Nelson Mandela prosiguió por
aquella senda que lo enfrentaba a la poderosa fuerza de un poder que se erigía
con su razón de estado prepotente y una teología del terror que justificaba el
racismo y la marginación. Y un día-12 de junio de 1964-allí frente al tribunal
que lo sentenciaría a la cadena perpetua junto a sus compañeros de lucha
coacusados, se levantó Nelson Mandela y pronunció estas palabras: "Toda mi vida he luchado por la causa del
pueblo africano. He combatido la dominación blanca. He adoptado por ideal, el
ideal de una sociedad democrática y libre donde todo el mundo viva
conjuntamente en el país y con igualdad de oportunidades. Yo espero vivir para
conquistar ese ideal, pero es, también, un ideal por el cual estoy preparado,
si es necesario, a morir". (Citado en Juan María Alponte, Los libertadores de la conciencia. Lincoln, Gandhi, Luther King,
Mandela (México, Aguilar, 2003, p. 493).
Nelson Mandela vivió y resistió la
cárcel 27 años, y salió con la frente en alto para asumir con plena conciencia
de su destino y hacia el ideal de construir esa democracia en verdadera
libertad y equidad que siempre predicó y encarnó. Supo, además, dejar un legado
de justicia y dignidad que se ha convertido en símbolo y estandarte universal
en la lucha por la paz, la inclusividad y la vida plena. Se convirtió en un
ente convocante, ícono de la alegría compartida y los sueños contagiados. A esa
utopía hay que abrazarse en estos tiempos aciagos y azarosos. Mandela se aferró
a las fuerzas bienhechoras para combatir las fuerzas malévolas.
Hoy, en tributo, devoción y respeto a
este amante de la verdadera reconciliación, que con lágrima, dolor y sonrisa
perfiló su presidencia como un gesto de recia voluntad de servir a su pueblo
hasta el final, recordamos estas palabras diáfanas y transparentes: "Es importante, pienso, que un líder
político hable de la vida y no de la muerte. Es preciso educar a los pueblos en
el compromiso, sin corrido ‘heroico’, de la vida". (Citado en Juan María
Alponte, Los liberadores de la
conciencia, 538).
En los próximos días el mundo entero
rendirá homenaje a Nelson Mandela, lo merece de sobra. Pero el mejor homenaje
que pienso le gustaría a Madiba sería nuestro redoblado compromiso, como
caminantes de una nueva humanidad, de redoblar nuestro compromiso por la paz
con justicia y la verdadera reconciliación en un mundo nuevo. El que será
posible si lo construimos. En la vida larga, fructífera y cierta de Nelson
Mandela tenemos nuestro símbolo universal de paz y dignidad.
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