29 de
diciembre, 2013
Mientras es de día debemos realizar lo que nos ha
encomendado el que me envió; cuando llega la noche, nadie puede trabajar. Mientras
estoy en el mundo, yo soy la luz del mundo.
Juan 9.4-5, La Palabra (Latinoamérica)
Es un hecho evidente
que el simbolismo de la luz (phõs) desplegado
tan abundantemente por el Cuarto Evangelio y aplicado a la presencia de Jesús no
ignora ni menosprecia la realidad innegable de las tinieblas (skotía) en el mundo. Tan es así que en
el inicio mismo del evangelio se afirma, dolorosa y radicalmente, que la
humanidad ha preferido la oscuridad a dejarse dominar por la luz. En el
vocabulario teológico de este evangelio, las tinieblas por lo que la visión del
triunfo de la luz divina sobre la oscuridad (1.5: “luz que resplandece en las
tinieblas/ y que las tinieblas no han podido sofocar”) no es en modo alguno
triunfalista dado que se mueve en el plano de la utopía, siempre posible, pero
utopía al fin, y en el de la esperanza bien fundada en las acciones previas de
Dios.[1] La venida de la luz al
mundo era una garantía de que las cosas comenzarían a cambiar, pero no se
minimizan los efectos de la oscuridad en la existencia humana, puesto que a
cada paso del texto juanino se aprecia cómo surgen los obstáculos para impedir
la diseminación benéfica de la luz. Hans-Christian Hahn resume así este mensaje:
Aquí “tenemos un
lenguaje no figurado sino propio. ‘La luz’ designa directamente el ser de
Jesús. Él no es como una luz, sino que es ‘la luz’” (H. Conzelmann). R. Bultmann
describe así el significado de esta luz: “Al iluminar al mundo, da la
posibilidad de ver. El significado de ver no consiste sólo en que el hombre
puede orientarse por los objetos, sino (al mismo tiempo) en que se entiende a
sí mismo en su mundo, de forma que no “va tanteando” en las tinieblas sino que
ve su ‘camino’”. Y no basta conocer este camino, sino que hay que andarlo.[2]
Sin acentos trágicos ni aspavientos, pero con
notable realismo, el Cuarto Evangelio constata que la humanidad ha preferido
las tinieblas y, por lo tanto, ha ido en el sentido contrario a la voluntad
salvífica y liberadora del Dios de Jesús, que desde antaño ha promovido la paz,
el bienestar y la justicia para todas sus criaturas. “Amar las tinieblas” es
situarse en el polo opuesto a los designios de Dios, e incluso, de manera
militante, resistirlos activamente para obedecer otros valores, distintos a los
de su Reino y promesas. Esto no es poca cosa, porque situarse del lado de la
oscuridad significa trabajar para intereses humanos o demoniacos que, tarde o
temprano, serán evidenciados como tales. En ese sentido, la dualidad
luz-oscuridad es irresoluble y el texto es enfático: “La causa de esta
condenación está en que, habiendo venido la luz al mundo, los seres humanos
prefirieron las tinieblas a la luz, pues su conducta era mala. En efecto, todos
los que se comportan mal, detestan y rehúyen la luz, por miedo a que su
conducta quede al descubierto. En cambio, los que actúan conforme a la verdad
buscan la luz para que aparezca con toda claridad que es Dios quien inspira sus
acciones.” (3.19-21). La luz vino para evidenciar la corrupción y la maldad que
bloquean la instauración del orden divino en el mundo. “El hombre natural está
ya dentro de este ámbito por su cuerpo. La oposición entre el mundo de la luz y
el de las tinieblas encierra, por consiguiente, una llamada a la metánoia (conversión), a la decisión, es
decir, a volverse desde las tinieblas de lo somático (ligado al cuerpo) a la
luz y, por tanto, a la vida”.[3]
En el relato del ciego de nacimiento es muy
notorio este rechazo a la luz que ofrece Jesús como remedio a las tinieblas del
mundo, y su conflicto con los judíos consiste en buena medida en que ellos se
sentían iluminados, sin darse cuenta de la oscuridad en la que vivían. Vivir en
este estado permanente es la sumisión total a un poder negativo y malsano:
Esta esfera, que se
caracteriza por la falta de conocimiento de Dios y de sí mismo, está claramente
determinada por el pecado y por la muerte. El pecado consiste precisamente en
la obstinación en esta situación de tinieblas, de mentira y de error. Pues: “La
resistencia a la luz no se basa en su insuficiencia, sino que radica únicamente
en el hombre” (E. Schweitzer), y “...las tinieblas sólo existen en cuanto
rebelión contra la luz” (R. Bullmann). Ahora bien, el fin de esta rebelión es
la muerte.[4]
Jesús afirma sin cortapisas que él es la luz
del mundo (9.5) y que su trabajo consiste en demostrar la situación de
oscuridad prevaleciente. Toda la historia es una metáfora de la manera en que
la luz ha de luchar contra su contrario para demostrar su carácter nefasto para
la vida humana. La culminación de la historia (un hombre capaz de ver la
realidad que le rodea) es una muestra contundente de lo que Dios ha querido
hacer al traer la luz de su Hijo al mundo.
Únicamente de la “lumbre”
de Cristo puede recibir «nuestra luz su resplandor”, para poder comunicar
plenamente consuelo y seguridad. Pues “él vive como una fuente de luz, a través
de cuyo resplandor brilla para afuera... y mientras vive, es a su vez la luz
que... aparece sobre el mundo, que hace a los hombres visibles a sí mismos, y
que les hace el mundo visible” (K. Barth, KD, IV, 3, 1, 49). De Cristo procede
la acción de los cristianos, pero de una manera especial bajo la promesa de “que
en todas partes donde brilla la luz del amor, se difunde un resplandor y una
claridad y una atmósfera nueva” (R. Bultmann).[5]
[1] Cf. Victorio Araya, “La utopía de la luz”, en Pasos, segunda época, núm. 56, nov.-dic.
de 1994, pp. 34-38, www.dei-cr.org.
[2] H.-C- Hahn, “Luz”, en L. Coenen et al., Diccionario teológico del Nuevo Testamento. II. 3ª ed. Salamanca,
Sígueme, 1990, p. 469.
[3] H.-C. Hahn, “Tinieblas”, L. Coenen et al., Diccionario teológico del Nuevo
Testamento. IV. 3ª ed. Salamanca, Sígueme, 1990, p. 289.
[4] Ibid., p. 293.
[5] H.C. Hahn, “Luz”, p. 473.
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