sábado, 28 de diciembre de 2013

La luz vino al mundo pero la humanidad amó las tinieblas, L. Cervantes-O.

29 de diciembre, 2013

Mientras es de día debemos realizar lo que nos ha encomendado el que me envió; cuando llega la noche, nadie puede trabajar. Mientras estoy en el mundo, yo soy la luz del mundo.
Juan 9.4-5, La Palabra (Latinoamérica)

Es un hecho evidente que el simbolismo de la luz (phõs) desplegado tan abundantemente por el Cuarto Evangelio y aplicado a la presencia de Jesús no ignora ni menosprecia la realidad innegable de las tinieblas (skotía) en el mundo. Tan es así que en el inicio mismo del evangelio se afirma, dolorosa y radicalmente, que la humanidad ha preferido la oscuridad a dejarse dominar por la luz. En el vocabulario teológico de este evangelio, las tinieblas por lo que la visión del triunfo de la luz divina sobre la oscuridad (1.5: “luz que resplandece en las tinieblas/ y que las tinieblas no han podido sofocar”) no es en modo alguno triunfalista dado que se mueve en el plano de la utopía, siempre posible, pero utopía al fin, y en el de la esperanza bien fundada en las acciones previas de Dios.[1] La venida de la luz al mundo era una garantía de que las cosas comenzarían a cambiar, pero no se minimizan los efectos de la oscuridad en la existencia humana, puesto que a cada paso del texto juanino se aprecia cómo surgen los obstáculos para impedir la diseminación benéfica de la luz. Hans-Christian Hahn resume así este mensaje:

Aquí “tenemos un lenguaje no figurado sino propio. ‘La luz’ designa directamente el ser de Jesús. Él no es como una luz, sino que es ‘la luz’” (H. Conzelmann). R. Bultmann describe así el significado de esta luz: “Al iluminar al mundo, da la posibilidad de ver. El significado de ver no consiste sólo en que el hombre puede orientarse por los objetos, sino (al mismo tiempo) en que se entiende a sí mismo en su mundo, de forma que no “va tanteando” en las tinieblas sino que ve su ‘camino’”. Y no basta conocer este camino, sino que hay que andarlo.[2]

Sin acentos trágicos ni aspavientos, pero con notable realismo, el Cuarto Evangelio constata que la humanidad ha preferido las tinieblas y, por lo tanto, ha ido en el sentido contrario a la voluntad salvífica y liberadora del Dios de Jesús, que desde antaño ha promovido la paz, el bienestar y la justicia para todas sus criaturas. “Amar las tinieblas” es situarse en el polo opuesto a los designios de Dios, e incluso, de manera militante, resistirlos activamente para obedecer otros valores, distintos a los de su Reino y promesas. Esto no es poca cosa, porque situarse del lado de la oscuridad significa trabajar para intereses humanos o demoniacos que, tarde o temprano, serán evidenciados como tales. En ese sentido, la dualidad luz-oscuridad es irresoluble y el texto es enfático: “La causa de esta condenación está en que, habiendo venido la luz al mundo, los seres humanos prefirieron las tinieblas a la luz, pues su conducta era mala. En efecto, todos los que se comportan mal, detestan y rehúyen la luz, por miedo a que su conducta quede al descubierto. En cambio, los que actúan conforme a la verdad buscan la luz para que aparezca con toda claridad que es Dios quien inspira sus acciones.” (3.19-21). La luz vino para evidenciar la corrupción y la maldad que bloquean la instauración del orden divino en el mundo. “El hombre natural está ya dentro de este ámbito por su cuerpo. La oposición entre el mundo de la luz y el de las tinieblas encierra, por consiguiente, una llamada a la metánoia (conversión), a la decisión, es decir, a volverse desde las tinieblas de lo somático (ligado al cuerpo) a la luz y, por tanto, a la vida”.[3]
En el relato del ciego de nacimiento es muy notorio este rechazo a la luz que ofrece Jesús como remedio a las tinieblas del mundo, y su conflicto con los judíos consiste en buena medida en que ellos se sentían iluminados, sin darse cuenta de la oscuridad en la que vivían. Vivir en este estado permanente es la sumisión total a un poder negativo y malsano:

Esta esfera, que se caracteriza por la falta de conocimiento de Dios y de sí mismo, está claramente determinada por el pecado y por la muerte. El pecado consiste precisamente en la obstinación en esta situación de tinieblas, de mentira y de error. Pues: “La resistencia a la luz no se basa en su insuficiencia, sino que radica únicamente en el hombre” (E. Schweitzer), y “...las tinieblas sólo existen en cuanto rebelión contra la luz” (R. Bullmann). Ahora bien, el fin de esta rebelión es la muerte.[4]

Jesús afirma sin cortapisas que él es la luz del mundo (9.5) y que su trabajo consiste en demostrar la situación de oscuridad prevaleciente. Toda la historia es una metáfora de la manera en que la luz ha de luchar contra su contrario para demostrar su carácter nefasto para la vida humana. La culminación de la historia (un hombre capaz de ver la realidad que le rodea) es una muestra contundente de lo que Dios ha querido hacer al traer la luz de su Hijo al mundo.

Únicamente de la “lumbre” de Cristo puede recibir «nuestra luz su resplandor”, para poder comunicar plenamente consuelo y seguridad. Pues “él vive como una fuente de luz, a través de cuyo resplandor brilla para afuera... y mientras vive, es a su vez la luz que... aparece sobre el mundo, que hace a los hombres visibles a sí mismos, y que les hace el mundo visible” (K. Barth, KD, IV, 3, 1, 49). De Cristo procede la acción de los cristianos, pero de una manera especial bajo la promesa de “que en todas partes donde brilla la luz del amor, se difunde un resplandor y una claridad y una atmósfera nueva” (R. Bultmann).[5]



[1] Cf. Victorio Araya, “La utopía de la luz”, en Pasos, segunda época, núm. 56, nov.-dic. de 1994, pp. 34-38, www.dei-cr.org.
[2] H.-C- Hahn, “Luz”, en L. Coenen et al., Diccionario teológico del Nuevo Testamento. II. 3ª ed. Salamanca, Sígueme, 1990, p. 469.
[3] H.-C. Hahn, “Tinieblas”, L. Coenen et al., Diccionario teológico del Nuevo Testamento. IV. 3ª ed. Salamanca, Sígueme, 1990, p. 289.
[4] Ibid., p. 293.
[5] H.C. Hahn, “Luz”, p. 473.

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