1 de
diciembre, 2013
Vengan, pueblo de Jacob,
caminemos a la luz del Señor!
Isaías
2.5, La Palabra (Latinoamérica)
“El pueblo que a
oscuras caminaba/ vio surgir una luz deslumbradora;/ habitaban un país
tenebroso/ y una luz brillante los cubrió”. Estas famosas palabras de Isaías
9.2 han acompañado siempre las celebraciones navideñas, pero también es cierto que
su trasfondo y, sobre todo, la intensidad poética y metafórica que trasluce no
han sido suficientemente percibidos a la hora de relacionar las esperanzas
mesiánicas del antiguo Israel con la necesidad actual de relanzar tales
esperanzas en la clave cristiana con que fueron interpretadas en el Nuevo
Testamento. Y es que la gran metáfora de la luz, como aparece en tantos lugares
del libro de Isaías, es el vehículo de una percepción religiosa y espiritual
que trasciende las épocas. De esta manera, seguir el “camino de la luz” en la
reconstrucción de la esperanza del pueblo en ese libro profético permite
comprender las transformaciones que su autor anunció que sucederían en medio de
él, como parte de un auténtico proceso de iluminación colectiva.
La constatación de que
el pueblo se encontraba en una condición de “oscuridad” es una constante en la
primera parte del libro, motivo por el cual el anuncio profético está dominado
por la ansiedad de que el pueblo abra los ojos y abandone su ceguera (6.9).
Isaías está comprometido con promover un cambio y una conversión profundos y
para ello presenta, en el cap. 2, una mirada idealizada de lo que debería ser “el
monte de Jehová” mediante la proyección de la esperanza de superación de la
condición tan terrible en que había quedado el pueblo en el transcurso de los
diversos gobiernos monárquicos. Subir al monte de Sión es seguir creyendo en la
vocación original de Israel de ser vocero de la ley divina (2.3). La morada
escogida de Dios centraliza la fuente de revelación para todas las naciones de
la tierra quienes esperan en ella la orientación y la revelación de Dios para
ellas. Allí también Él realizará el juicio sobre ellas y aplicará toda la fuerza
de su justicia (2.4a) y, además, sucederá que los criterios militares y de
violencia con que se han conducido se transformarán en una nueva manera de
vivir, basada en la paz y en la búsqueda de bienestar para todos (2.4b), puesto
que la preocupación esencial será conseguir manutención para cada persona y
criatura, en vez de seguir pensando en la guerra y en la destrucción, tan
presentes al momento de redactarse estos textos: “El monte maravilloso, a
través de la ley y la palabra, impone un orden humano de justicia, y por la justicia
establece la paz. Gobierno justo, paz internacional, desarme. Los instrumentos
de guerra se transforman en herramientas del progreso pacífico”.[1]
Pero, sobre todas las
cosas, la necesidad fundamental para el pueblo de Dios es tener a su alcance la
claridad y el rumbo adecuado que únicamente le podía proporcionar la luz de
Yahvé. Ésta se vuelve sinónimo de certeza y superación de la ceguera tan
negativa que lo agobiaba a la hora de tomar determinaciones sobre lo que debía
hacerse en todas las esferas de la vida. La presencia de la oscuridad, de la
injusticia, producía una “nostalgia de la luz divina”, de la diafanidad con que
los mandamientos de la ley podían y debían cumplirse para mostrar los alcances
de la grandeza del Señor. Isaías no esconde su ansiedad por que el pueblo y los
gobernantes pudieran alcanzar un grado de claridad mínimo para conducirse según
el designio divino. Al horizonte mesiánico tan bien desplegado en capítulos posteriores
le precede una fuerte crítica del comportamiento social desde arriba hacia
abajo, y viceversa, pues la voz profética no cesa en advertir que la esperanza,
para establecerse sólidamente, debe estar fundamentada en una actitud de
auténtica fe y fidelidad, pues el destino inmediato del pueblo sería sumamente doloroso
y deprimente, y únicamente una clara conciencia de la relación con Yahvé podía
sostener a la gente ante lo que le sobrevendría.
Dios se haría presente
para doblegar la arrogancia humana y para seguir conduciendo la historia por
los senderos que Él ya había determinado. De modo que los cauces mesiánicos por
los que sería llevada la fe del pueblo se irían manifestando a través de
situaciones nunca previstas por las formas instituciones religiosas establecidas
que pensaron que nunca llegarían a su fin. La primera parte del libro profético
es una cadena de anuncios en los que la luz divina es presentada como el
sustento de la posibilidad de una existencia comunitaria e individual plena en
medio de las peores circunstancias. Esa misma luz podemos buscar hoy en medio
de los acontecimientos que vivimos.
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