sábado, 1 de junio de 2013

Koinonía y diaconía: experiencias simultáneas de fe, L. Cervantes-O.

2 de junio, 2013

En virtud del don que me ha sido otorgado me dirijo a todos y a cada uno de ustedes para que a nadie se le suban los humos a la cabeza (úperfronein), sino que cada uno se estime en lo justo, conforme al grado de fe que Dios le ha concedido.
Romanos 12.3

Cuando los escritores del Nuevo Testamento experimentaron la necesidad de normar la vida de las comunidades mediante códigos específicos de deberes individuales o colectivos, afloró con toda su fuerza la capacidad que tuvieron para percibir la manera en que deben compaginarse la koinonía y la diaconía. De su Señor aprendieron muy bien la lección de que la misión de la Iglesia es, por encima de todas las cosas, servir y, como él, dar también la vida si es necesario, incluso en aquellas labores que, aparentemente, no tengan la forma de un servicio explícito: la frase “El Hijo del hombre no vino a ser servido sino a servir” (Mr 10.45) fue la consigna que escucharon como discípulos y, a la hora de ejercer el trabajo pastoral, manifestaron sus efectos sobre la marcha en acciones concretas y en una sólida reflexión basada en las enseñanzas del Señor.
Romanos 12 es uno de esos códigos en el que, luego de una exhortación a asumir una postura vital transformadora y a adorar a Dios racionalmente, se sigue una cadena de recomendaciones sobre la manera en que la vida cotidiana le exige a los seguidores/as de Jesús de Nazaret tejer la koinonía con el amor y la diaconía. Se espera de cada discípulo/a una “entrega total a Dios y una renovación de la inteligencia para hacer su voluntad” (E. Tamez). Todos los dones deben ponerse en práctica de manera óptima. Una de las primeras recomendaciones consiste en “no perder piso”, en tener, se diría hoy, una autoestima sana, saludable, pues explícitamente se pide no creerse demasiado el lugar que se tenga en el seno de la comunidad (úperfronein), esto es, “no tener alto pensamiento de sí mismo” (El Nuevo Testamento griego palabra por palabra), poner el ego en el lugar adecuado en medio de la comunidad. Ése es un requisito fundamental para complementar adecuadamente el compañerismo y el servicio. Al renovarse el pensamiento se actuará con la sabiduría del amor y, como resume Tamez esta sección, se valorarán muy bien (y se actuará en consecuencia): la unidad y la diversidad (vv,. 4-8); la sinceridad en el amor (9-13); y la comunión de horizontes (vv. 4-16). Hay que convertirse

Ámense de corazón unos a otros como hermanos y que cada uno aprecie a los otros más que a sí mismo.
Romanos 12.10

Se practicará el amor cuando se haya descendido del “olimpo” de la supuesta superioridad y exista una valoración equitativa de todos los integrantes de la comunidad. La fuerza del igualitarismo cristiano debe darse a conocer en la efectiva superación de los criterios con que el resto de la sociedad califica a las personas. Porque nadie estará en condiciones de experimentar plenamente la koinonía y la diaconía si no las percibe como una encarnación del amor de Dios en Jesucristo que produce hermandad, fraternidad, sororidad: todo ello con un fuerte énfasis de resistencia, propio de comunidades que no se dejan dominar por los valores imperantes. Nadie verá como un inferior a otro hermano/a y el hecho de “apreciar a los otros más que a sí mismo” (alélous proegoúmenoi) es un nuevo golpe a los egos de quienes pertenecen a estructuras de poder, pero que a la hora de integrarse a la comunidad cristiana deben atender y aceptar el papel que Dios les otorgue como parte de ella.
Considerar al hermano/a por encima de uno mismo es una tarea interminable, que puede llevar años, pues implica aprender a dominar los impulsos del yo, los egoísmos y tantas formas en que a veces se desean imponer los deseos e intereses personales o de grupos pequeños que afectan la existencia y la marcha de las comunidades. El mandato del amor reaparece una vez más para instalar una actitud psicológica y espiritual que ponga por encima la consideración de los demás como criterio básico.

Vivan en plena armonía unos con otros. No ambicionen grandezas, antes bien pónganse al nivel de los humildes. Y no presuman de inteligentes.
Romanos 12.16

Vivir la experiencia de la comunión y del servicio en armonía (“vivir como si fuéramos uno solo”) es, entonces, una de las prioridades la fe vivida simultáneamente como don, como valor ético o moral, y como práctica continua. La primacía de la fe y de la gracia, ampliamente explicada en los primeros capítulos, desemboca en actitudes y acciones a realizarse todos los días, en cada resquicio de la vida comunitaria, exactamente allí donde la koinonía puede romperse y la diaconía llevarse a cabo de mala gana, con reproches de por medio o, incluso, en un espíritu contrario al de un cristianismo auténtico, dominado ya no por las exigencias del Evangelio sino por condicionamientos francamente patológicos.
“No ambicionar grandezas” (mé ta ‘upsela fronountes) y “ponerse al nivel de los humildes” (tois tapeinois sunapagómenoi) es una exhortación que rebasa enormemente los límites de la cotidianidad pues coloca la fe radicalmente por debajo de los apetitos y deseos de estar por encima de los demás. En una cultura dominada por la competencia, el culto desmedido al éxito y la magnífica imagen de las personas “triunfadoras”, esto parecería una contradicción. Pero la culminación de la fe que se espera de la comunidad es que, en el espíritu de la koinonía y la diaconía, o crecemos todos o no crece nadie. La comunidad debe edificarse espiritualmente, sí, pero sin demeritar a nadie ni ahogar las posibilidades integrales de desarrollo de ninguno de sus integrantes, pues de lo contrario sólo se estará al servicio de los valores (o anti-valores) dominantes y se será funcional a las exigencias de quienes mandan y no del Señor de la iglesia.

No hay comentarios:

Apocalipsis 1.9, L. Cervantes-O.

29 de agosto, 2021   Yo, Juan, soy su hermano en Cristo, pues ustedes y yo confiamos en él. Y por confiar en él, pertenezco al reino de Di...