2 de junio, 2013
En virtud del don que me ha sido otorgado me dirijo a todos
y a cada uno de ustedes para que a nadie se le suban los humos a la cabeza (úperfronein), sino que cada uno se
estime en lo justo, conforme al grado de fe que Dios le ha concedido.
Romanos
12.3
Cuando
los escritores del Nuevo Testamento experimentaron la necesidad de normar la
vida de las comunidades mediante códigos específicos de deberes individuales o
colectivos, afloró con toda su fuerza la capacidad que tuvieron para percibir
la manera en que deben compaginarse la koinonía y la diaconía. De su Señor aprendieron
muy bien la lección de que la misión de la Iglesia es, por encima de todas las
cosas, servir y, como él, dar también la vida si es necesario, incluso en
aquellas labores que, aparentemente, no tengan la forma de un servicio
explícito: la frase “El Hijo del hombre no vino a ser servido sino a servir” (Mr
10.45) fue la consigna que escucharon como discípulos y, a la hora de ejercer
el trabajo pastoral, manifestaron sus efectos sobre la marcha en acciones
concretas y en una sólida reflexión basada en las enseñanzas del Señor.
Romanos
12 es uno de esos códigos en el que, luego de una exhortación a asumir una
postura vital transformadora y a adorar a Dios racionalmente, se sigue una
cadena de recomendaciones sobre la manera en que la vida cotidiana le exige a los
seguidores/as de Jesús de Nazaret tejer la koinonía con el amor y la diaconía. Se
espera de cada discípulo/a una “entrega total a Dios y una renovación de la
inteligencia para hacer su voluntad” (E. Tamez). Todos los dones deben ponerse
en práctica de manera óptima. Una de las primeras recomendaciones consiste en “no
perder piso”, en tener, se diría hoy, una autoestima sana, saludable, pues
explícitamente se pide no creerse demasiado el lugar que se tenga en el seno de
la comunidad (úperfronein), esto es, “no
tener alto pensamiento de sí mismo” (El Nuevo Testamento griego palabra por
palabra), poner el ego en el
lugar adecuado en medio de la comunidad. Ése es un requisito fundamental para complementar
adecuadamente el compañerismo y el servicio. Al renovarse el pensamiento se
actuará con la sabiduría del amor y, como resume Tamez esta sección, se
valorarán muy bien (y se actuará en consecuencia): la unidad
y la diversidad (vv,. 4-8); la sinceridad en el amor (9-13); y la comunión de
horizontes (vv. 4-16). Hay que convertirse
Ámense de corazón unos a otros como hermanos y que cada uno
aprecie a los otros más que a sí mismo.
Romanos
12.10
Se
practicará el amor cuando se haya descendido del “olimpo” de la supuesta
superioridad y exista una valoración equitativa de todos los integrantes de la
comunidad. La fuerza del igualitarismo cristiano debe darse a conocer en la
efectiva superación de los criterios con que el resto de la sociedad califica a
las personas. Porque nadie estará en condiciones de experimentar plenamente la
koinonía y la diaconía si no las percibe como una encarnación del amor de Dios
en Jesucristo que produce hermandad, fraternidad, sororidad: todo ello con un
fuerte énfasis de resistencia, propio de comunidades que no se dejan dominar
por los valores imperantes. Nadie verá como un inferior a otro hermano/a y el
hecho de “apreciar a los otros más que a sí mismo” (alélous proegoúmenoi) es un nuevo golpe a los egos de quienes pertenecen
a estructuras de poder, pero que a la hora de integrarse a la comunidad
cristiana deben atender y aceptar el papel que Dios les otorgue como parte de
ella.
Considerar
al hermano/a por encima de uno mismo es una tarea interminable, que puede
llevar años, pues implica aprender a dominar los impulsos del yo, los egoísmos
y tantas formas en que a veces se desean imponer los deseos e intereses
personales o de grupos pequeños que afectan la existencia y la marcha de las comunidades.
El mandato del amor reaparece una vez más para instalar una actitud psicológica
y espiritual que ponga por encima la consideración de los demás como criterio
básico.
Vivan en plena armonía unos con otros. No ambicionen
grandezas, antes bien pónganse al nivel de los humildes. Y no presuman de
inteligentes.
Romanos 12.16
Vivir la
experiencia de la comunión y del servicio en armonía (“vivir como si fuéramos
uno solo”) es, entonces, una de las prioridades la fe vivida simultáneamente
como don, como valor ético o moral, y como práctica continua. La primacía de la
fe y de la gracia, ampliamente explicada en los primeros capítulos, desemboca
en actitudes y acciones a realizarse todos los días, en cada resquicio de la
vida comunitaria, exactamente allí donde la koinonía puede romperse y la
diaconía llevarse a cabo de mala gana, con reproches de por medio o, incluso,
en un espíritu contrario al de un cristianismo auténtico, dominado ya no por
las exigencias del Evangelio sino por condicionamientos francamente patológicos.
“No
ambicionar grandezas” (mé ta ‘upsela
fronountes) y “ponerse al nivel de los humildes” (tois tapeinois sunapagómenoi) es una exhortación que rebasa enormemente
los límites de la cotidianidad pues coloca la fe radicalmente por debajo de los
apetitos y deseos de estar por encima de los demás. En una cultura dominada por
la competencia, el culto desmedido al éxito y la magnífica imagen de las
personas “triunfadoras”, esto parecería una contradicción. Pero la culminación
de la fe que se espera de la comunidad es que, en el espíritu de la koinonía y
la diaconía, o crecemos todos o no crece nadie. La comunidad debe edificarse
espiritualmente, sí, pero sin demeritar a nadie ni ahogar las posibilidades
integrales de desarrollo de ninguno de sus integrantes, pues de lo contrario
sólo se estará al servicio de los valores (o anti-valores) dominantes y se será
funcional a las exigencias de quienes mandan y no del Señor de la iglesia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario