16 de junio, 2013
¡Ya se ve que aprecian bien poco la asamblea cristiana y
que no les importa poner en evidencia a los más pobres! ¿Qué esperan que les
diga? ¿Acaso que los felicite? ¡Pues no es precisamente como para felicitarlos!
I Corintios 11.22
Desde el
momento en que el propio Jesús de Nazaret estableció, con la institución de la
Santa Cena la relación estrecha entre comunión y cotidianidad, al participar de
un espacio doméstico de amistad, compañerismo y confianza, las comunidades que
vendrían más tarde tuvieron que afrontar los desafíos de ejercitarse en una
vida social nueva, sin privilegios para nadie y en un ámbito de amor y servicio
mutuo. Pero las cosas no fueron tan fáciles, pues desde el momento mismo de la
llamada “última cena”, existió un factor de discordia, pues en la mesas había
un enemigo de Jesús que había sido su amigo y lo había seguido hasta ese
momento. Cenar o departir con un enemigo no es algo muy común, pues solamente
sucede en condiciones excepcionales, pero cuando Jesús pasó por esos momentos
tan amargos, no perdió la compostura y señaló claramente con ello que ni
siquiera las comunidades cristianas, cuyo horizonte de fe es la presencia del Reino
de Dios, pueden evitar semejante conflictividad, como reflejo de lo que sucede
en la sociedad. Las diferencias marcadas, los intereses o las ideologías en
juego nos acompañan incluso en los momentos más “relajados”, pues hasta en
broma se dice que, “para llevar la fiesta en paz” es preferible no abordar ciertos
temas en las charlas. Jesús identifica al traidor en la mesa y lo obliga a
cumplir con su labor elegida. Judas se levanta y produce confusión entre sus
compañeros pues queda la impresión de que Jesús le ha encargado algo (Jn
13.21-30). A tal grado llegó la disidencia interna que ese espacio de confianza
y camaradería fue escenario de esas ruptura dramática, al malinterpretarse
radicalmente el sentido del servicio y la obra de Jesús.
En
el libro de los Hechos las cosas también se complicaron, pues al momento de la “distribución
diaria” de los alimentos, estos es la realización cotidiana del servicio comunitario
que los discípulos/as emprendieron en nombre del Jesús resucitado, surgieron protestas
por la desatención hacia las viudas de los creyentes de origen griego (6.1). Las
diferencias culturales y raciales, en este caso, pusieron una prueba de fuego
al espíritu de servicio que se estaba desarrollando en la comunidad y obligaron
a buscar no solamente una respuesta práctica (nombramiento de diáconos) sino a replantear el lugar de
cada integrante del grupo. Las viudas, de por sí, ya tenían un lugar histórico
como resultado de la larguísima tradición profética, lo que las colocó en el
centro de las miradas de los apóstoles, al tener que responder de la mejor
manera a sus demandas. Las tareas de servicio, sugiere el pasaje, deben ser
personalizadas para conectar óptimamente con las características de las
personas. El servicio no puede ser impersonal y las prisas cotidianas no deben
ser obstáculo para valorar cuidadosamente quién es quién en cada espacio
comunitario. En la perspectiva del Reino de Dios, a diferencia de los sistemas
socio-políticos, las personas no pueden ser vistas como botín o como “clientela”
a la que debe atenderse por obligación. Con la ayuda del Espíritu, la comunidad
inicial logró superar esta prueba mediante la disposición a someterse a la doble
exigencia: la realidad cultural plural y los lineamientos éticos que permeaban
ya su existencia.
En
Corinto, las cosas se encontraban ya en un espacio geográfico y cultural
todavía más conflictivo, pues el Evangelio del Reino de Dios y sus prácticas
derivadas habían salido de las fronteras judías y esto obligó a que el apóstol
Pablo afinara aún más las recomendaciones sobre el comportamiento comunitario a
la hora de estar reunidos en sentido eucarístico y cotidiano al mismo tiempo.
Sus palabras de I Co 11, tan ligadas a la tradición de la institución de la
Santa Cena por parte de Jesús, no deben desligarse de su trasfondo doméstico,
ni del conocimiento puntual que Pablo tenía de las personas que participaban en
las reuniones litúrgicas y en las comidas conmemorativas. De su pluma brotó una
auténtica instrucción de vida comunitaria con tintes críticos, intensos y
específicos: las reuniones eucarísticas, insertadas en la vida cotidiana de las
familias, reflejaban las tensiones de la vida social y comenzaban a desvirtuar
su sentido original y requerían una intervención fuerte, enérgica, que
recordase a todos/as la razón de ser de la Eucaristía en el seno de la vida
comunitaria, su función igualadora e igualitaria a contracorriente de los usos
y costumbres circundantes. I Co 11.17-34, según Pablo Ferrer,
Es una acalorada
discusión sobre lo cotidiano. […] Pablo registra aquí la acción
cotidiana: reunirse, encontrarse en la iglesia, comer, tener casas…
Pero Pablo
no sólo describe lo cotidiano sino que registra, también en el interior de la
cotidianeidad, una fisura por la cual se filtra un acontecimiento, o bien una
fisura por la cual se puede acceder a la verdad que ha sido “tapada” por el
presente continuo. […]
En
realidad el quiebre en la “normalidad cotidiana” es registrado por todos, como
dice el v. 18: “oigo que hay entre vosotros divisiones; y en parte lo creo”.
Lo que
hace Pablo es comprender ese sjisma,
palabra que podríamos traducir literalmente por “rajadura” o “desgarro”, como
un sesgo, abertura o desvío que permite acceder a otra realidad. Esa otra
realidad, dirá Pablo, es de hairesis. Una realidad dividida. El presente
continuo, marcado discursivamente por los verbos, podría ser una serie de
hechos que buscan ocultar esa otra realidad. El sjisma es el quiebre del tiempo presente continuo. Este desgarro
pone en evidencia a los sujetos que están participando de la realidad: “para
que los aprobados (dokimoi) evidentes
(faneroi) lleguen a ser entre
vosotros”.[1]
Y la propuesta paulina para realizar el
servicio comunitario es sumamente sencilla, concreta y que busca ser efectiva:
al realizar un nuevo pacto con Dios en la comida comunitaria, será posible dar
un testimonio de fe más auténtico y real.}
En fin, Pablo terminará
su discurso proponiendo un pacto sumamente pequeño: ¡esperarse unos a otros
para comenzar a comer (v. 33)! ¿Curioso no? El pacto que Pablo propone no es
más ni menos que una actitud cotidiana. No propone Pablo un gran pacto social
sino el pacto cotidiano que permite reencontrarse unos y otros. La realidad de
injusticia en la distribución de la comida, la debilidad, la enfermedad y la
muerte comenzarán a ser enfrentadas a través de nuevos pactos que reconozcan a
unos y otros como parte de un mismo cuerpo. Es desde ese reencuentro cotidiano,
en todo caso, que se podrán realizar otros pactos más amplios. (Idem).
[1] P. Ferrer, “La cena del Señor como
pacto. Una fisura en I Corintios 11.17-34”, en RIBLA, núm. 61, http://claiweb.org/ribla/ribla61/pablo.html.
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