1 de septiembre, 2013
Se impone, por tanto,
que alguno de los hombres que nos acompañaron durante todo el tiempo en que
Jesús, el Señor, se encontraba entre nosotros, desde los días en que Juan
bautizaba hasta que fue arrebatado de nuestro lado, se agregue a nuestro grupo
para ser con nosotros testigo de su resurrección (mártura tes anastáseus).
Hechos 1.21-22
Sobre
la historia y el desarrollo del cristianismo en el mundo ha habido muchos
intentos por establecer con claridad cuáles han sido los resultados de sus
múltiples procesos de adaptación para mantener su fidelidad al mensaje de
Jesucristo y sobre cómo conseguir que la esencia del mismo siga vigente después
de tanto tiempo. Lo que ha llegado hasta nosotros es una versión filtrada y actualizada
de la fe antigua, por lo que es necesario revisar constantemente sus fundamentos
para situarnos en una relación de continuidad (o eventualmente discontinuidad)
con algunos o la totalidad de los elementos de la experiencia y la
espiritualidad que hemos recibido. No se trata de una tarea sencilla, pues la
transmisión de creencias y valores es parte de procesos muy amplios de formación,
convivencia y socialización que se realizan consciente e inconscientemente en
la vida de las personas. Una exigencia de la fe cristiana es que se debe
participar de ella siempre históricamente y en respuesta a las coyunturas o
situaciones individuales o colectivas. Por eso es preciso y hasta urgente
acercarse a los textos bíblicos que dan cuenta de las transiciones históricas
que permitieron el avance del testimonio cristiano fuera de sus “territorios
originarios”. En suma, debemos responder seriamente la pregunta: ¿el
cristianismo que hemos recibido está en continuidad histórica con el mensaje anunciado
por el propio Jesús según las Escrituras?
“Testigos de la resurrección”: ésa es la manera
en que el libro de los Hechos de los Apóstoles define al grupo que, luego del
martirio y glorificación de Jesús de Nazaret, toma nuevos bríos y bajo la
conducción del Espíritu Santo, decide retomar el camino para dar continuidad a
lo iniciado por su maestro, Señor y salvador. En ese recuento de sucesos que
posicionaron a los seguidores de Jesús como un alternativa que, saliendo del
judaísmo, alcanzaría un nuevo rostro, es la voluntad del Resucitado la que
tendrá que cumplir el movimiento que se conocería después, genéricamente, como
la “iglesia”, aunque en el libro como tal no se le denomina así, puesto que
inicialmente se utilizaron otros nombres (nazarenos, los del Camino). Posterior
al gran acontecimiento de la resurrección, Jesús se aparece en medio de ellos y
determina los pasos a seguir en la nueva estrategia de dar a conocer su obra de
redención en todos los confines de la tierra (1.8). En sus apariciones, el
Jesús resucitado vuelve a colocar en el centro el mismo mensaje que había anunciado antes: el
Reino de Dios (1.3), con lo que la primera nota de continuidad es el apego a la
enseñanza y la esperanza fundamental. La otra instrucción consistió en esperar
la “promesa del Padre” (1.4), esto es, el bautismo del Espíritu Santo (1.5)
para que, en continuidad con el anuncio antiguo del profeta Joel, la nueva comunidad
mesiánica pudiese despegar hacia los nuevos rumbos señalados como el nuevo
proyecto de Dios en el mundo.
En el proceso de nueva ubicación visible de la
comunidad de seguidores/as de Jesús, una etapa insoslayable fue la redefinición
del grupo para otorgar continuidad a lo hecho por Él para que se cumpliese su
mandato de expansión anunciado antes de su ascensión a los cielos. Ante la impaciencia
e incomprensión sobre la venida del Reino de Dios (1.6-7), Jesús coloca el
designio de “ser testigos en el mundo” como la única prioridad. En esa línea,
el grupo de 12 apóstoles había quedado incompleto y debía recuperar su sentido
e identidad comunitaria simbólica. Esta tendencia permanente por sentirse “incompletos”
marcaría para siempre el celo evangelizador, misionero y de acercamiento a las
personas para sumarse al proyecto salvador de Jesús. De ahí que, a la hora de
seleccionar al duodécimo integrante del grupo de apóstoles, se determinaron los
criterios específicos para dar cumplimiento a ese propósito, pues a la
enumeración por nombre de cada discípulo y el reconocimiento de la presencia y
actuación de las mujeres, le siguió la búsqueda. La nueva persona debía haber
acompañado al grupo todo el tiempo de la manifestación del Señor, desde su
bautismo hasta su ascensión, es decir, ¡tenía que haber recorrido la ruta
completa de seguimiento y discipulado! O como diríamos en nuestro tiempo: ¡no
debía haber faltado a ninguno de los cultos o reuniones! ¡Y quién puede lograr
algo así!
De modo que la demanda para la integración era
la constancia que produce continuidad y auténtica comprensión de lo que se hace
y para qué se hace en la comunidad de seguidores/as de Jesús. La continuidad
histórica de la fe y de la iglesia ha estado bajo el resguardo del Espíritu,
sin duda alguna, pero requiere la participación activa y autocrítica de los
integrantes históricos del pueblo de Dios para que su testimonio se ubique
siempre en el marco de la situación que le corresponda vivir. No se puede
renunciar al conocimiento de las raíces históricas de la fe y actuar como si se
estuviera comenzando desde cero, pues cientos y cientos de generaciones nos han
precedido, aunque por otro lado, la experiencia de la fe debe ser fresca y
vital, y no se debe vivir únicamente de las supuestas glorias del pasado. Venimos
de un pasado lleno de circunstancias positivas y negativas, estamos en un
presente con nuevas exigencias, y nos dirigimos hacia un futuro en el que nos
está esperando siempre el Señor de todos los tiempos. De su parte viene el
llamado para estar a la altura de sus designios y de las nuevas condiciones que
hemos de enfrentar con esperanza y confianza en sus planes, siempre perfectos.
Él siempre nos acompañará en el camino iluminando nuestra oscuridad y
desafiándonos con nuevas exigencias.
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