TEÓLOGA PROVOCA AL PAPA A CREAR CARGO CARDENALICIO PARA LAS
MUJERES DENTRO DE LA IGLESIA
ALC Noticias, 27 de septiembre de 2013
Como modo de fomentar
el papel protagónico de la mujer dentro de la Iglesia Católica, la afamada
teóloga italiana, Lucetta Scaraffia, publicó este martes en el diario italiano Il Messaggero un artículo, en el cual
pide al papa Francisco la creación de una denominación que les permita a las
féminas ascender a una especie de cardenalía.
A
partir de la larga entrevista que el papa concediera a la revista jesuita Civiltá Católica, en la que marcó un
hito al reconocer el papel de la mujer dentro de las estructuras eclesiales, la
eminente estudiosa –una de las colaboradoras sistemáticas de L’Osservatore Romano–, aludió a que, como tema pendiente de la
Iglesia y reconocimiento a su milenaria y silenciosa misión dentro de las
congregaciones, crear un cargo como ese “sería el camino maestro para conferir
autoridad y respeto a las mujeres dentro de la Iglesia”, claro, sin entrar en
el escabroso tema de la ordenación sacerdotal que ya es algo más complicado,
según se expresa en su artículo.
Se
expresa que la designación cardenalicia sería honorífica y no se accedería a
ella sin ser religiosa, a pesar de que tiempos atrás ciertos laicos recibieron
la categoría de “príncipes” de la Iglesia en reconocimiento a su denodada
vocación de servicio.
En
la citada entrevista a la máxima autoridad del Vaticano, esta había afirmado
que la Iglesia no estaba aún completa, porque en ella faltaba la mujer como
protagonista. En tal sentido dijo que era necesario ampliar los espacios de
presencia femenina más decisiva dentro del ámbito de la fe y dentro de las
decisiones claves.
Mientras que, en el
artículo de Scaraffia, calificó la posibilidad de la designación de una mujer
en el Sagrado Colegio de Cardenales como un “gesto fuerte significativo,
similar a los que el papa está cumpliendo”, cuestión que sacudiría las bases
teológicas de la Iglesia Católica, en las cuales solos los hombres tienen
autoridad absoluta, a pesar de que, según las estadísticas del Vaticano, dos
tercios de los religiosos en todo el mundo son mujeres y solo tres trabajan
dentro de la Curia Romana en altos cargos, pero ninguna de ellas asumiendo
cargos de responsabilidad.
La
posibilidad de que esto pueda ocurrir, implicaría, primero, un análisis más
profundo de la teología tradicional, un cambio en las estructuras de base
dentro del catolicismo, las cuales están formadas mayoritariamente por mujeres
religiosas y laicas, y, sobre todo, una nueva mentalidad dentro de la Curia
Romana, reacia históricamente a que esto suceda.
Según
informaciones filtradas, existe la posibilidad de que este octubre el tema sea
debatido por los ocho cardenales que realizan, actualmente, un estudio de la
reforma de la Iglesia a petición del Papa Francisco.
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LA EXISTENCIA DE DIOS
Abelardo Pithod
El Comercial, Argentina, 27 de septiembre de 2013
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ay temas de siempre en la vida humana. Uno,
ineludible, es el de la existencia de Dios y la religión en general. En una
obra clásica en su tiempo, The Varieties
of Religious Experience (1900-1901), el filósofo norteamericano William James,
afirmó que “no se conoce la naturaleza humana si se prescinde del hecho
religioso”.
Por su parte, el
historiador y teólogo protestante francés Pierre Chaunu, afirmaba que, cuando
aparecía la sepultura, es que había hombre, es decir, cuando el ser humano
atisbaba un “más allá de la muerte”, es que había hecho su aparición el hombre.
Porque, como dice W. James, se conoce la naturaleza humana por el hecho
religioso.
Conozco el caso de un
eminente intelectual argentino, de familia sin ninguna tradición religiosa y él
mismo ateo. Leyendo un día por curiosidad el Evangelio, se encontró con estas
palabras de Cristo: “Yo estaré con vosotros hasta el final de los siglos”. Esto
lo conmovió tanto que creyó en Dios, se convirtió al catolicismo, se hizo
bautizar y actuó luego en consecuencia.
Obviamente, hay
muchas otras formas de llegar a Dios. Un caso corriente es el del que cree
desde niño en Él, por lo que su existencia le parece la cosa más natural del
mundo. Asimismo, uno puede llegar a Dios por un proceso racional, porque su
mente se ha ido abriendo a Él.
Tomás de Aquino, el
gran filósofo y teólogo medieval, sostenía que la existencia de Dios es
racionalmente demostrable. Él mismo se tomó el trabajo de proponer cinco
pruebas (o “vías” como las llamaba) para demostrarlo. Al contrario, los
teólogos de su tiempo afirmaban que la existencia de Dios era una verdad
evidente en sí misma que no necesitaba ser probada, pero el Aquino no aceptó
esta opinión.
Hoy, si nosotros
miramos a nuestro alrededor, nos hallamos con que las opiniones sobre el tema
son variadas. En América Latina parece que hay un porcentaje relativamente alto
de personas que creen en un Ser Supremo. En los países europeos (sobre todo los
europeos del norte) la proporción debe ser mucho menor.
Un caso particular lo
constituyen los EU, donde, al menos por la información que se tiene, son muchos
más los creyentes, al menos si juzgamos por el hecho de que la idea de Dios
está muy presente en su vida institucional pública y privada. Está presente
hasta en sus dólares, con su lema In God
We Trust, “en Dios confiamos”. Es impresionante que la gran fiesta nacional
de ese país sea el Día de Acción de Gracias. ¿Gracias a quién sino a Dios?
Pero en términos
generales hay que reconocer que en el mundo de hoy hay una creciente tendencia
a la incredulidad, que va de la simple indiferencia, o la duda, a la militancia
atea, como parece que es el caso de la ministra de la Corte Suprema de Justicia
de la Nación, Carmen Argibay, que se declara “atea militante”. ¿Cómo se puede
militar contra algo que no existe? El ateísmo en todas sus formas (antiteísmo,
agnosticismo, indiferentismo, etc.) era considerado por el Papa Pablo VI como
el fenómeno más grave del mundo contemporáneo.
Por otra parte, las
consecuencias prácticas de estas posiciones son muchas. Como lo advirtió el
gran escritor ruso Dostoievsky, “Si Dios no existe, todo está permitido”.
Para ejemplificar el
tema de la creencia en Dios, he elegido los casos de dos grandes intelectuales
franceses contemporáneos. Uno, André Frossard, incrédulo total hasta su
conversión. En un precioso librito, Dios
existe, yo lo he encontrado, relata su asombrosa experiencia. Cuenta que,
esperando en la calle a un amigo católico que había entrado en una capilla,
como se demoraba, entró él también en ella. Al instante tuvo la certeza de que
Dios existía. El era un incrédulo absoluto, él y toda su familia. Su padre era
el presidente del Partido Comunista Francés. Una luz maravillosa -cuenta
Frossard- lo envolvió de pronto y desde aquel momento jamás dudó de la
existencia de Dios. Es interesante cómo describe su experiencia:
“Éramos ateos
perfectos (en su familia), de esos que ni se preguntan por su ateísmo. Los
últimos militantes anticlericales que todavía predicaban contra la religión?
nos parecían patéticos y un poco ridículos, igual que lo serían unos
historiadores esforzándose por refutar la fábula de Caperucita Roja? Pues el
ateísmo perfecto no era ya el que niega la existencia de Dios, sino aquel que
ni siquiera se planteaba el problema”.
Por mi parte he leído, durante tres años, una
pequeña columna que escribía Frossard con el título de Cavalier seule, en el Figaro
de París, y jamás noté el menor resquebrajamiento de esa fe que había tan
misteriosamente adquirido. Se transformó súbitamente en un católico romano
hecho y derecho y nunca dejó de serlo.
En el polo opuesto
recordaré al gran filósofo e historiador Etienne Gilson (contemporáneo de
Frossard), que afirma que nunca tuvo dudas de la existencia de Dios, que
siempre estuvo seguro de esa verdad. Tanto que para él son los incrédulos los
que deben dar pruebas en contrario, o sea de probar que Dios no existe. Para él
siempre fue obvio que sí, según relata en un pequeño libro titulado L’atheísme difficile. Él estuvo siempre
seguro de que lo difícil no es creer en algo a su parecer tan evidente, si no
en no creer.
El creyente Gilson no
abrigaba ninguna duda, pero para el ateo Frossard, la cuestión carecía
totalmente de sentido. Ambos personajes poseyeron un talento de primer nivel,
pero su derrotero espiritual no dependió solo de sus inteligencias. Jugaron,
psicológica y espiritualmente, otros factores. Para Frossard, una misteriosa
iluminación.
Como este artículo
quizá lo lean creyentes e incrédulos, he tratado de hacerlo con el máximo
respeto hacia unos y otros. Algunos estarán tan ajenos al tema, que hasta se
extrañarán de que alguien se ocupe, a esta altura, de
estas cosas. Sin embargo, yo persisto en
hacerlo porque a pesar de tanta (aparente) indiferencia, se intuye que hay
mucha necesidad de hablar de Dios.
La cuestión de Dios
es la clave de bóveda de la vida religiosa. Hasta el siglo XVIII, en Occidente,
no aparece una clara militancia atea. Los propios iluministas y volterianos no
eran ateos, eran anticristianos. En realidad hay que esperar hasta Nietzsche,
en la segunda mitad del siglo XIX, para que se oiga el grito de rebeldía: “Dios
ha muerto”, con el aditamento triunfalista de “nosotros lo hemos matado”. Su
autor es un personaje demasiado complejo como para ocuparnos de él en una breve
nota periodística. Así lo ha mostrado Gustave Thibon en su obra Nietzsche o el
declinar del Espíritu. En Nietzsche, autor de gran complejidad, hay un punto
sobre el que nunca varió -dice Thibon-, el rechazo y el odio contra Dios.
Estoy convencido de
que, para no pocos, si Dios no existiera, eso les causaría una gran nostalgia.
Alguna vez, en una de estas notas, hablé de “la nostalgia de Dios”. Nietzsche,
en cambio, no soportó que Dios existiera y prefirió optar por su muerte. Este
ser extraño y trágico terminó refugiándose él mismo en la locura. Y esto quizá,
de alguna manera, porque la inexistencia de Dios le fuera también a él
insoportable.
Hay otro aspecto en
este tema en el que vale la pena insistir. La paulatina pérdida de la fe ha
traído desacralización y hasta cierto desencantamiento de la vida, como apunta
el autor chileno Bernardino Piñera. Pero este desencantamiento quitó poesía a
la vida. Lo cual nos conduce a aquella nostalgia de Dios que mencionamos.
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