8 de septiembre, 2013
El Señor dijo a Abraham:
—Deja tu tierra natal y la casa de tu padre, y dirígete a la tierra que yo te
mostraré. Te convertiré en una gran nación, te bendeciré y haré famoso tu
nombre, y servirás de bendición para otros. Bendeciré a los que te bendigan y
maldeciré a los que te maldigan. ¡En ti serán benditas todas las familias de la
tierra!
Génesis 12.1-3, La
Palabra (Hispanoamérica)
Todo comenzó en la
ciudad de Ur de los caldeos, muy cerca de Babilonia, en lo que ahora es Irak, y
en Jarán (en la actual Turquía). Algo más de 3 mil años de Cristo, un beduino
de 75 años, cuya vida al parecer transcurría ya sin posibilidades de alguna
sorpresa, escuchó la voz de Dios quien le ordenó dejar su ciudad, su familia y
su patrimonio para ir a una tierra diferente, lejana, para hacer de él “una gran
nación” y “ser bendición” a muchos pueblos. Así comenzó la aventura de la fe de
Abram, a quien hoy cientos de millones de personas reconocen como su “padre en
la fe” y cuyo nombre llevan tres de las principales religiones (judaísmo,
cristianismo e islamismo, por orden de aparición). La primera remite sus orígenes
a esa llamada ancestral que se pierde en
la bruma de los tiempos. La segunda, siguiendo también los textos del Génesis
(12-25), los reinterpreta a la luz de Jesús. Y la tercera, a partir del Corán. “Singular
destino el de este hombre cuya historia.se pierde en la noche de los tiempos y que
es para todos los que creen en un solo Dios el antepasado y el modelo de su fe”.[1] Las divergencias en la
interpretación de su legado “están
ahí para recordarnos que no llegamos a nuestros orígenes religiosos e
históricos más que a través de la larga cadena de nuestras tradiciones
respectivas”.[2]
La
llamada divina y la respuesta positiva de Abram dieron inicio a una historia de
fe que sigue hasta nuestros días. Sus condiciones vitales (anciano, sin hijos,
alejado de su tierra, en medio de situaciones sociales muy complejas), tan
lejanas a un ideal humano en el que supuestamente podría relacionarse mejor con
Dios, hicieron de él un patriarca cuya autoridad moral y religiosa se
acrecentaría con él tiempo, con todo y las enormes pruebas y conflictos que
vivió. La respuesta de fe que el texto bíblico muestra como algo muy natural, representó
un cambio radical de paradigma puesto que tuvo que abandonar las ideas y
prácticas politeístas, además de que su concepción de los sacrificios también
tuvo que mudar profundamente. Abram se convirtió en un migrante que sigue un
camino donde se mezcla lo espiritual con un cambio radical en su vida y en el
que va descubriendo nuevas facetas de Dios como en el episodio en que le pide a
su hijo prometido en sacrificio (Gn 22), tan profundamente analizado por Søren
Kierkegaard en Temor y temblor. Además,
la apertura a otras tradiciones de fe y la afirmación de que los demás pueblos del
mundo serían objeto de la bendición divina, no deben soslayarse. Collin hace un
retrato magnífico con estos y más elementos:
Abrahán se presenta además como el hombre de la
intimidad con su Dios. El Señor lo llama a Jarrán para que parta hacia otro país,
se le aparece en Siquem, le habla en Betel, se compromete con juramento con él en
Mambre, los tres mensajeros divinos se detienen en su casa y comen a su mesa.
Abrahán, frente a Dios, se sitúa siempre en la obediencia y en la fe, parte sin
vacilar basándose sólo en la palabra de su Dios (12.4). Y Dios mismo subraya y
reconoce su fe (15.6). Puede decirse que este éxito, tan manifiesto en adelante
en la dinastía davídica, se basa por entero en la docilidad y en la fe. Abrahán
es también el hombre del culto, del servicio de Dios, constructor de altares,
en donde Dios se le revela.[3]
La vida y experiencia de Abraham serán,
también, un vehículo para la revelación divina:
Puede decirse igualmente que a través de Abrahán
es como mejor se revela el rostro de su Dios un Dios que ya es un padre a quien
hay que glorificar, según el significado probable del nombre mismo del patriarca
Es Señor y actúa entre los hombres de manera soberana, pero también muy
personal, en un dialogo incesante, es el Dios de la fecundidad que cierra y que
abre el seno de la mujer y asegura la descendencia prometida tal como el la
entiende, es el Dios de la promesa, el que conduce a Abrahán como conduce a Lot,
el que da la tierra y la quita, es un Dios que ama a sus servidores.
Su
vida cotidiana, como hoy lo puede estar la nuestra también, se “enredó” con los
planes de Dios y fue capaz de vislumbrar, incluso en medio de la conflictividad
familiar, cómo debía conducirse para ser fiel a las promesas divinas: “Se
presenta finalmente a Abrahán como un jefe de familia, pensando una vez mas en
David, podría decirse de el que es el antepasado de una dinastía, se muestra
lleno de solicitud por su sobrino Lot y defiende a Ismael contra los manejos de
Sara”.
La
tradición antigua llegó al extremo de asociar su nombre al del propio Dios para
referirse a Él como “Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob”, como una muestra
del valor que se le asignó a la manera en que siguió la voz divina. El Nuevo
Testamento habla de él en 75 ocasiones, casi tanto como de Moisés (80) y el
propio Jesús se refirió al decir: “Abrahán, el padre de ustedes, se alegró con
la esperanza de ver mi día; lo vio y se alegró” (Juan 8.56). El contexto de
estas palabras es muy complicado, pues Jesús relaciona su mensaje directamente
con la fe de Abraham y cuestiona la forma en que se vivía e interpretaba su
legado: “Ya sé que ustedes son descendientes de Abrahán. Sin embargo, quieren
matarme porque mi mensaje no les entra en la cabeza.[…] Si fueran de verdad
hijos de Abrahán, harían lo que él hizo. Pero ustedes quieren matarme porque
les he dicho la verdad que aprendí de Dios mismo. No fue eso lo que hizo Abrahán”
(8.37, 39b-40).
San
Pablo lo presentó, en su carta a los Romanos, como un modelo de fe a seguir: “Hemos
dicho que la fe le valió a Abrahán para
que Dios le concediera su amistad.
[…] De esta manera, Abrahán se ha convertido en padre de todos los que
creen sin estar circuncidados, por cuanto también a ellos Dios los restablece
en su amistad. […] Por eso, la promesa está vinculada a la fe, de manera
que, al ser gratuita, quede asegurada para todos los descendientes de Abrahán,
no sólo para los que pertenecen al ámbito de la ley, sino también para los que
pertenecen al de la fe de Abrahán que es nuestro padre común” (Ro 4.9, 11b,
16).
La
carta a los Hebreos interpreta su historia en trazos ágiles y audaces: “Por la
fe Abrahán obedeció la llamada de Dios y se puso en camino hacia la tierra que
había de recibir en herencia. Y partió sin conocer cuál era su destino. Por la
fe vivió como extraño en la tierra que Dios le prometió, habitando en cabañas.
Y otro tanto hicieron Isaac y Jacob, herederos de la misma promesa juntamente
con él, que había puesto su esperanza en una ciudad de sólidos cimientos, cuyo
arquitecto y constructor es Dios” (13-8-10).
Ésa
es pues, la raíz originaria de la fe bíblica con la que se conecta y de la que
debe beber todo aquel/la que se acerca a la fe a través de Jesucristo al
contenido de las Escrituras antiguas. El Antiguo y el Nuevo Testamentos se
unifican al evaluar la herencia espiritual de alguien como Abraham, que fue
capaz de escuchar, con unos oídos dispuestos y sensibles a la llamada de Dios
en la historia, en medio de una historia personal llena de monotonía y
frustraciones, la posibilidad de una vida nueva y transformadora para él, para
la gente cercana y para la posteridad, de la cual ahora formamos parte. Los
lazos espirituales rebasan las fronteras espaciales y temporales, y guiados por
el mismo Dios de Abraham pueden seguir teniendo relevancia en nuestro tiempo.
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