viernes, 20 de septiembre de 2013

Letra 336, 15 de septiembre de 2013


EL PAYASO DE KIERKEGAARD Y LA IGLESIA DE HOY
www.mexicokafkiano.com, 11 de septiembre de 2013

El domingo pasado, durante la homilía, me quedé pensando en por qué el oficiante no fue capaz de preparar su sermón. Mientras me perdía escuchando palabras que iban a cualquier parte, también observaba a las demás personas: algunas estaban dormidas, otras veían atentamente las litografías o los muros decorados de la iglesia; algunos cuantos seguían con atención lo que decía el padre… y entonces recordaba que yo también tendría que estar poniendo atención, y lo intentaba una vez más y de nuevo escuchaba una voz hablar de todo y de nada.

En la apertura de su Introducción al cristianismo, Joseph Ratzinger retoma la adaptación que Harvey Cox hizo del relato de la aldea en llamas, de Kierkegaard, para ejemplificar lo que muchos deben sentir respecto a la relación que tienen los ateos con los creyentes. En dos palabras, el relato cuenta lo siguiente: en las afueras de una aldea se instala un circo. Un día, antes de la presentación, ocurre un accidente que propicia un incendio. El dueño del circo, al ver que será imposible controlar el fuego con el agua que tienen, pide al payaso, quien ya se había disfrazado y maquillado para la función, que corra a la aldea y pida ayuda. El payaso deja todo para cumplir con su labor. Al llegar a la aldea y pedir ayuda, la gente lo mira con curiosidad, pensando que es un performance para que vayan a la función vespertina. En vano el payaso llora y grita que no es broma, que vayan a ayudar. La gente ríe a carcajadas hasta que el incendio, propagado por el viento, llega a la aldea.
Algunos sienten que la relación entre creyentes y ateos es la misma: los ateos miran como si se tratase de payasos a los creyentes. Así, digan lo que digan, no pueden ser tomados en serio. Ratzinger afirma y con mucha razón, que las cosas son mucho más complejas que eso, pero yo quisiera quedarme con esa imagen, porque es quizás la que propagan o propagamos los creyentes cuando, ante las dudas de alguien que pregunta sobre nuestra fe y, más concretamente, sobre nuestra religión, no sabemos qué responder; o peor, cuando mostramos severas inconsistencias entre lo que decimos profesar y lo que hacemos cotidianamente. Para algunos, por ejemplo, no solo es insoportable la imagen de un consagrado incapaz de pensar los problemas de hoy y adaptar su mensaje a los mismos; no solo es insoportable que se nieguen a buscar el gozne entre la fe y la razón; también lo es y en mayor medida, que muestren poco respeto hacia las enseñanzas y los ejemplos del que dicen es su Maestro. No hay nada más dañino para el catolicismo, que el ejemplo que propagan muchos de sus ministros, pues dan la imagen de gente poco preparada, cómoda y comodina, vanidosa y apegada a los bienes materiales (y a veces, desgraciadamente, carnales).

Así, en tanto para un ateo la vestimenta anacrónica (como si se tratase de un actor o un payaso) con la que se presentan los predicadores, le permite a priori entender como broma cualquier palabra que salga de sus bocas; para muchos creyentes el concepto de payaso se forma en el performance mismo del predicador: ya no es la vestimenta sino la inconsistencia entre lo que se dice y lo que se hace; ya no es la vestimenta sino la paupérrima calidad del discurso dominical.

Es urgente, impostergable, una sacudida en el interior de esta religión. No es gratuita la renuncia del Papa anterior, ni la creciente renuncia fática de millones de creyentes.
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RELIGIÓN Y ESPIRITUALIDADES ACTUALES. PRELUDIO
PARA UN DIÁLOGO (I)

Introducción
Más allá de los múltiples lugares comunes y las profecías, optimistas o pesimistas en exceso, sobre el papel de las religiones en el mundo actual, lo cierto es que la búsqueda y la redefinición del sentido de la vida humana sigue pasando a través de ellas como expresiones y filtros que son de aquellas cosas últimas que no alcanzan a conceptualizarse con las categorías de la ciencia o el razonamiento puro. De ahí que su función en el presente y en el futuro de las diversas sociedades no solamente tiene que clarificarse y adaptarse para que sirvan como vehículo de las esperanzas y las utopías que se han construido con tanto esfuerzo en todas las culturas. El solo hecho de que sigan acompañando la cada vez más compleja convivencia entre individuos y colectividades obliga a replantearlas desde sus bases más profundas. Desde la teología reformada o calvinista se han hecho diversos intentos por adecuar esta presencia de lo religioso a fin de que las espiritualidades concretas desemboquen en prácticas de convivencia más acordes con los postulados de la fe cristiana en general.

1. Fe y teologías
Con todo y que en los años recientes algunos avances de las ciencias neurológicas han llegado casi a demostrar el, por llamarle de alguna manera, “equipamiento cerebral” para la religión, los vaivenes conceptuales y las dificultades para redefinir la orientación religiosa de los seres humanos sigue ocasionando debates acalorados. Así lo explica María Teresa Giménez Barbat:

…la religión (en el sentido más elemental) es un atributo humano que está arraigado en el equipaje de predisposiciones que heredamos de nuestros antepasados, y que no depende únicamente del adoctrinamiento ni de la catequesis. […] El cerebro religioso es un campo en auge que incluso ha acuñado un término nuevo: neuroteología, o neurociencia de la espiritualidad. […]
Eso no quiere decir que existan genes que nos empujen a convertirnos en mahometanos o budistas, pero los datos sobre la heredabilidad de la predisposición religiosa sugieren que debe de haber cargas e interacciones genéticas que favorecen unos patrones de plasmación organizativa y unas interconexiones en algunos circuitos cerebrales que resultan, a su vez, en comportamientos o actitudes detectables por las escalas de religiosidad. Es decir, que habría un poso para la religiosidad en la estructuración y el modelaje del cerebro, que vendría dado hasta cierto punto por vía genética.[1]

Pero, en la postura contraria, en la del rechazo a esta “predisposición” hacia la “religión”, “las creencias son el resultado del adoctrinamiento, un artefacto cultural, unas posibles unidades funcionales de la replicación cultural con más poder para generar el sentir religioso que la propia naturaleza”.[2] Una “infección memética”. Y, ante el inmenso atenuante que constituye la “caducidad segadora del periplo vital”, agrega esta autora: “Las creencias religiosas serían “sortilegios cognitivos” al servicio de la regularidad confortadora y de la creación de baluartes de confianza con la garantía de la autoridad suprema” para concluir con el nuevo debate sobre la mayor inteligencia o no de las personas que a sí mismas se llaman “ateas”.

Parece que no queda duda que aquello que denominamos “fe” sigue englobando un conjunto de actitudes y disposiciones que se caracterizan por atisbar algún grado de trascendencia, sobrenatural o no, en medio de la existencia histórica y que, incluso, puede ser vista también como el origen de formas de protesta contra las imposiciones de la realidad fáctica. Tener fe o no tenerla ya no es algo que estigmatice a nadie, pero sigue siendo una manera de afrontar la existencia, lo que no sucede cuando pasamos a hablar de “teología” o incluso de “doctrina”, pues esa orientación dogmática es la que muy probablemente aleja a las personas de las instituciones, dado que, desde un paradigma posmoderno, la solidez de las creencias ya no depende de la fuerza o autoridad con que una institución religiosa las imponga entre su feligresía. La teología, inevitablemente, remite a una racionalización básica y a una metodología que permita delimitar el corpus de creencias y las relaciones entre ellas. Quizá la existencia misma de las diversas teologías sea una consecuencia de los desarrollos de la fe en espacios culturales más o menos restringidos y hasta elitistas. En ese sentido, podría decirse que las fes populares no requieren un andamiaje teológico visible, aun cuando tras ellas también exista un conglomerado analítico. Más particularmente, podría decirse, entonces, que la fe reformada o calvinista, de manera similar a otras corrientes hermanas suyas, fruto de las reformas religiosas del siglo XVI, con todo y que históricamente ha desarrollado todo esto, también ha sabido reconocer, en sus vertientes más críticas y dialogantes, las limitaciones de estos procesos.

2. Dios(es) e instituciones
Hablar de Dios o los dioses ha sido una costumbre persistente entre los seres humanos. Si semejante discurso proyecta en ellos/as la condición y las pasiones o apetitos humanos, también es prueba de una enorme nostalgia por la presencia, real, virtual o imaginada, de lo sagrado. La compañía de lo trascendente en la existencia cotidiana es una necesidad muy sentida, especialmente en círculos que han sido educados para no hacerse cargo del todo de su situación. En espacios de dependencia moral, psicológica o espiritual, que compensen las enormes carencias socio-económicas, las diversas formas que encuentra la religión para moldear culturalmente a las personas, las hace definir y redefinir continuamente lo que deben entender por lo sagrado.

La ubicación geográfica de lo que ahora es México lo colocó, desde el siglo XVI, siglo de descubrimientos y reformas, en el espectro del cristianismo occidental tradicional, como parte de un proceso de inculturación y de autoctonización que aún continúa y que ha producido fuertes controversias. A la aparente victoria del Dios cristiano y de los dioses menores (santos) sobre las divinidades originarias le siguió un sincretismo cultural cuya huella se ha transfigurado de múltiples maneras. Los santuarios locales y la proliferación de cristianismos marginales marcan una nueva descentralización de las creencias y fervores. La impronta de la fe reformada, con su cauda iconoclasta y a veces contestataria, ha contribuido a delinear formas de resistencia a las religiosidades dominantes, pero situándose nuevamente en el espectro de la fe cristiana más tradicional. Ha tenido que ser en el sureste (Tabasco, Campeche, Yucatán y, por supuesto, Chiapas) donde su inculturación entre grupos indígenas le ha otorgado un nuevo rostro a esta manera de entender y convivir con Dios. Ahora más bien tendríamos que hablar de una suerte de “ecología de los dioses o las creencias”, es decir, de formas deseablemente sanas de convivencia entre aquellos impulsos que vehiculan el sentido y le entregan a las personas recursos espirituales para sobrevivir, más allá de las instituciones que regenteen, gestionen o administren el trato con lo sagrado. El rostro del Dios de Jesús de Nazaret sigue multiplicándose dentro y fuera de las iglesias, lo que produce espiritualidades creativas y, en lenguaje sociológico, definitivamente desre-guladas. (LC-O)                     


[1] M.T. Giménez Barbat, “¿Es el nuestro un cerebro religioso?”, en Letras Libres, España, junio de 2013, pp. 69-70.
[2] Ibid., p. 70.

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