EL PAYASO DE KIERKEGAARD Y LA IGLESIA DE HOY
www.mexicokafkiano.com, 11 de septiembre de 2013
El domingo pasado, durante la homilía, me
quedé pensando en por qué el oficiante no fue capaz de preparar su sermón.
Mientras me perdía escuchando palabras que iban a cualquier parte, también
observaba a las demás personas: algunas estaban dormidas, otras veían
atentamente las litografías o los muros decorados de la iglesia; algunos
cuantos seguían con atención lo que decía el padre… y entonces recordaba que yo
también tendría que estar poniendo atención, y lo intentaba una vez más y de
nuevo escuchaba una voz hablar de todo y de nada.
En la apertura de su Introducción al cristianismo, Joseph
Ratzinger retoma la adaptación que Harvey Cox hizo del relato de la aldea en
llamas, de Kierkegaard, para ejemplificar lo que muchos deben sentir respecto a
la relación que tienen los ateos con los creyentes. En dos palabras, el relato
cuenta lo siguiente: en las afueras de una aldea se instala un circo. Un día,
antes de la presentación, ocurre un accidente que propicia un incendio. El
dueño del circo, al ver que será imposible controlar el fuego con el agua que
tienen, pide al payaso, quien ya se había disfrazado y maquillado para la
función, que corra a la aldea y pida ayuda. El payaso deja todo para cumplir
con su labor. Al llegar a la aldea y pedir ayuda, la gente lo mira con
curiosidad, pensando que es un performance para que vayan a la función
vespertina. En vano el payaso llora y grita que no es broma, que vayan a
ayudar. La gente ríe a carcajadas hasta que el incendio, propagado por el
viento, llega a la aldea.
Algunos sienten que la relación entre creyentes y ateos es la
misma: los ateos miran como si se tratase de payasos a los creyentes. Así,
digan lo que digan, no pueden ser tomados en serio. Ratzinger afirma y con
mucha razón, que las cosas son mucho más complejas que eso, pero yo quisiera
quedarme con esa imagen, porque es quizás la que propagan o propagamos los
creyentes cuando, ante las dudas de alguien que pregunta sobre nuestra fe y,
más concretamente, sobre nuestra religión, no sabemos qué responder; o peor,
cuando mostramos severas inconsistencias entre lo que decimos profesar y lo que
hacemos cotidianamente. Para algunos, por ejemplo, no solo es insoportable la
imagen de un consagrado incapaz de pensar los problemas de hoy y adaptar su
mensaje a los mismos; no solo es insoportable que se nieguen a buscar el gozne
entre la fe y la razón; también lo es y en mayor medida, que muestren poco respeto
hacia las enseñanzas y los ejemplos del que dicen es su Maestro. No hay nada
más dañino para el catolicismo, que el ejemplo que propagan muchos de sus
ministros, pues dan la imagen de gente poco preparada, cómoda y comodina,
vanidosa y apegada a los bienes materiales (y a veces, desgraciadamente,
carnales).
Así, en tanto para un ateo la vestimenta
anacrónica (como si se tratase de un actor o un payaso) con la que se presentan
los predicadores, le permite a priori entender como broma cualquier palabra que
salga de sus bocas; para muchos creyentes el concepto de payaso se forma en el
performance mismo del predicador: ya no es la vestimenta sino la inconsistencia
entre lo que se dice y lo que se hace; ya no es la vestimenta sino la
paupérrima calidad del discurso dominical.
Es urgente, impostergable, una sacudida en el
interior de esta religión. No es gratuita la renuncia del Papa anterior, ni la
creciente renuncia fática de millones de creyentes.
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RELIGIÓN Y ESPIRITUALIDADES ACTUALES. PRELUDIO
PARA UN DIÁLOGO (I)
Introducción
Más allá de los múltiples lugares comunes y las profecías,
optimistas o pesimistas en exceso, sobre el papel de las religiones en el mundo
actual, lo cierto es que la búsqueda y la redefinición del sentido de la vida
humana sigue pasando a través de ellas como expresiones y filtros que son de
aquellas cosas últimas que no alcanzan a conceptualizarse con las categorías de
la ciencia o el razonamiento puro. De ahí que su función en el presente y en el
futuro de las diversas sociedades no solamente tiene que clarificarse y
adaptarse para que sirvan como vehículo de las esperanzas y las utopías que se
han construido con tanto esfuerzo en todas las culturas. El solo hecho de que
sigan acompañando la cada vez más compleja convivencia entre individuos y
colectividades obliga a replantearlas desde sus bases más profundas. Desde la
teología reformada o calvinista se han hecho diversos intentos por adecuar esta
presencia de lo religioso a fin de que las espiritualidades concretas
desemboquen en prácticas de convivencia más acordes con los postulados de la fe
cristiana en general.
1. Fe y teologías
Con todo y que en los años recientes algunos avances de las
ciencias neurológicas han llegado casi a demostrar el, por llamarle de alguna
manera, “equipamiento cerebral” para la religión, los vaivenes conceptuales y
las dificultades para redefinir la orientación religiosa de los seres humanos
sigue ocasionando debates acalorados. Así lo explica María Teresa Giménez
Barbat:
…la religión
(en el sentido más elemental) es un atributo humano que está arraigado en el
equipaje de predisposiciones que heredamos de nuestros antepasados, y que no
depende únicamente del adoctrinamiento ni de la catequesis. […] El cerebro
religioso es un campo en auge que incluso ha acuñado un término nuevo:
neuroteología, o neurociencia de la espiritualidad. […]
Eso no quiere decir que existan genes que nos empujen a
convertirnos en mahometanos o budistas, pero los datos sobre la heredabilidad
de la predisposición religiosa sugieren que debe de haber cargas e
interacciones genéticas que favorecen unos patrones de plasmación organizativa
y unas interconexiones en algunos circuitos cerebrales que resultan, a su vez,
en comportamientos o actitudes detectables por las escalas de religiosidad. Es
decir, que habría un poso para la religiosidad en la estructuración y el
modelaje del cerebro, que vendría dado hasta cierto punto por vía genética.[1]
Pero, en la postura contraria, en la del
rechazo a esta “predisposición” hacia la “religión”, “las creencias son el
resultado del adoctrinamiento, un artefacto cultural, unas posibles unidades
funcionales de la replicación cultural con más poder para generar el sentir
religioso que la propia naturaleza”.[2] Una
“infección memética”. Y, ante el inmenso atenuante que constituye la “caducidad
segadora del periplo vital”, agrega esta autora: “Las creencias religiosas
serían “sortilegios cognitivos” al servicio de la regularidad confortadora y de
la creación de baluartes de confianza con la garantía de la autoridad suprema”
para concluir con el nuevo debate sobre la mayor inteligencia o no de las
personas que a sí mismas se llaman “ateas”.
Parece que no queda duda que aquello que denominamos “fe” sigue
englobando un conjunto de actitudes y disposiciones que se caracterizan por
atisbar algún grado de trascendencia, sobrenatural o no, en medio de la
existencia histórica y que, incluso, puede ser vista también como el origen de
formas de protesta contra las imposiciones de la realidad fáctica. Tener fe o
no tenerla ya no es algo que estigmatice a nadie, pero sigue siendo una manera
de afrontar la existencia, lo que no sucede cuando pasamos a hablar de
“teología” o incluso de “doctrina”, pues esa orientación dogmática es la que
muy probablemente aleja a las personas de las instituciones, dado que, desde un
paradigma posmoderno, la solidez de las creencias ya no depende de la fuerza o autoridad
con que una institución religiosa las imponga entre su feligresía. La teología,
inevitablemente, remite a una racionalización básica y a una metodología que
permita delimitar el corpus de creencias y las relaciones entre ellas. Quizá la
existencia misma de las diversas teologías sea una consecuencia de los
desarrollos de la fe en espacios culturales más o menos restringidos y hasta elitistas.
En ese sentido, podría decirse que las fes populares no requieren un andamiaje
teológico visible, aun cuando tras ellas también exista un conglomerado
analítico. Más particularmente, podría decirse, entonces, que la fe reformada o
calvinista, de manera similar a otras corrientes hermanas suyas, fruto de las
reformas religiosas del siglo XVI, con todo y que históricamente ha
desarrollado todo esto, también ha sabido reconocer, en sus vertientes más
críticas y dialogantes, las limitaciones de estos procesos.
2. Dios(es) e instituciones
Hablar de Dios o los dioses ha sido una costumbre persistente
entre los seres humanos. Si semejante discurso proyecta en ellos/as la
condición y las pasiones o apetitos humanos, también es prueba de una enorme
nostalgia por la presencia, real, virtual o imaginada, de lo sagrado. La
compañía de lo trascendente en la existencia cotidiana es una necesidad muy
sentida, especialmente en círculos que han sido educados para no hacerse cargo
del todo de su situación. En espacios de dependencia moral, psicológica o
espiritual, que compensen las enormes carencias socio-económicas, las diversas
formas que encuentra la religión para moldear culturalmente a las personas, las
hace definir y redefinir continuamente lo que deben entender por lo sagrado.
La ubicación geográfica de lo que ahora es
México lo colocó, desde el siglo XVI, siglo de descubrimientos y reformas, en
el espectro del cristianismo occidental tradicional, como parte de un proceso
de inculturación y de autoctonización que aún continúa y que ha producido
fuertes controversias. A la aparente victoria del Dios cristiano y de los
dioses menores (santos) sobre las divinidades originarias le siguió un
sincretismo cultural cuya huella se ha transfigurado de múltiples maneras. Los
santuarios locales y la proliferación de cristianismos marginales marcan una
nueva descentralización de las creencias y fervores. La impronta de la fe
reformada, con su cauda iconoclasta y a veces contestataria, ha contribuido a
delinear formas de resistencia a las religiosidades dominantes, pero situándose
nuevamente en el espectro de la fe cristiana más tradicional. Ha tenido que ser
en el sureste (Tabasco, Campeche, Yucatán y, por supuesto, Chiapas) donde su
inculturación entre grupos indígenas le ha otorgado un nuevo rostro a esta
manera de entender y convivir con Dios. Ahora más bien tendríamos que hablar de
una suerte de “ecología de los dioses o las creencias”, es decir, de formas
deseablemente sanas de convivencia entre aquellos impulsos que vehiculan el
sentido y le entregan a las personas recursos espirituales para sobrevivir, más
allá de las instituciones que regenteen, gestionen o administren el trato con
lo sagrado. El rostro del Dios de Jesús de Nazaret sigue multiplicándose dentro
y fuera de las iglesias, lo que produce espiritualidades creativas y, en
lenguaje sociológico, definitivamente desre-guladas. (LC-O)
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