sábado, 28 de septiembre de 2013

En el camino histórico de la iglesia, L. Cervantes-O.

29 de septiembre, 2013

Vi entonces cómo el Cordero rompió el primero de los siete sellos, al tiempo que uno de los cuatro seres vivientes decía con voz de trueno: —¡Ven! Al mirar, vi un caballo blanco, cuyo jinete iba armado de un arco. Le dieron una corona, y salió como seguro vencedor.
Apocalipsis 6.1-2, La Palabra (Hispanoamérica)

La literatura bíblica apocalíptica fue una forma de escritura hermética, misteriosa, que intentó encerrar en simbolismos y visiones toda una forma de percibir la voluntad de Dios para la vida de su pueblo en tiempos doblemente críticos, primeramente porque las comunidades enfrentaban oposición y muerte, y en segundo lugar porque era necesario reforzar la fe y resistir heroicamente y con fidelidad en las promesas divinas. En continuidad histórica, pero en una profunda discontinuidad ideológica y espiritual con los profetas, libros como Daniel, Apocalipsis y algunas otras porciones reorientaron la esperanza del pueblo, pues sus autores dejaron de creer, por ejemplo, a diferencia de aquellos, en la efectividad de las acciones humanas o de la política como medios para instaurar la voluntad de Dios en medio de los grandes conflictos y anunciaron intervenciones directas, cataclísmicas y sobrenaturales para resolver de manera inmediata los problemas y establecer el reino divino sobre la tierra. El propio Jesús (en Mr 13 y Mt 24-25) actuó y predicó como un profeta apocalíptico al anunciar grandes acontecimientos previos a su segunda venida.
La apocalíptica se pregunta por la justicia divina (con la clásica pregunta: “¿Hasta cuándo?”) y el sentido de la acción de los seres humanos, busca el origen del mal, pretende conocer y anticipar la meta final de la historia, y se ofrece ella misma como un recurso para resistir a los enemigos mortales de Dios y de su reino. Escrito desde un exilio forzado, el Apocalipsis interpreta la oposición contra el pueblo de Dios de manera paradójica, pues al mismo tiempo que “abre los cielos” para contemplar la gloria de Dios y anuncia desde ya su victoria sobre las personas e imperios que se le oponen, muestra al pueblo perseguido y asesinado por la obediencia a los planes divinos. Ampliando las visiones de Daniel, anticipa la caída del imperio romano desenmascarando sus verdaderas intenciones como parte de una “trinidad satánica” (la bestia del mar, el dragón y el falso profeta, caps, 12 y 13), caricatura del Dios trino y uno, no sin antes exhibir sus crímenes en contra de la iglesia de Jesucristo. El trasfondo histórico fue precisamente la cadena de persecuciones emprendidas por los emperadores (Nerón, Vespasiano) contra las comunidades en diversos territorios. Roma era, para el Apocalipsis, lo que Babilonia para Daniel y por eso ambas ciudades son sinónimos de violencia, injusticia y maldad.
El camino histórico de la iglesia se “enredó” con la presencia de ese imperio que masacró a miles de creyentes (6.9-11) y los obligó a dar un testimonio de fe probada (mártir significa “testigo”) a contracorriente de la obediencia que, según algunos pasajes del Nuevo Testamento, debían recibir las autoridades. Entre Jesús en los evangelios, con su crítica velada al imperio y a sus lacayos judíos y espurios, Pablo y su enseñanza sobre el sometimiento, Pedro y su afirmación de la preeminencia de los gobiernos humanos, el Apocalipsis se ubica como un duro crítico del comportamiento imperial y llama abiertamente a una rebelión espiritual con la mirada puesta en la victoria del Cordero de Dios con cuya sangre los creyentes derrotarán al acusador y enemigo de la iglesia (12.11). Los siete sellos de los caps. 6 y 8 son expresión de un conocimiento de fe vedado para la mayoría, pero que a la iglesia le sirve para explicarse la presencia mortífera del mal y el sentido del martirio por causa de Jesucristo. La caballería de muerte (6.1-8) expresa la condición de nuestra historia: el caballo y jinete blancos representan la grandeza del imperio, el rojo tiene el color de la sangre, el negro simboliza la muerte, el hambre y el control económico (la balanza), y el amarillo, las enfermedades mortíferas y la violencia por todas partes.[1]
Esta experiencia de fe fue la marca radical con que prácticamente comenzó la historia de la iglesia y es una señal del grado de exigencia que en todas las épocas recibirán las comunidades que reivindiquen la fe y obediencia al evangelio de Jesucristo. No se propone un amor al sufrimiento o un martirologio masoquista que busque la muerte a toda costa. Lo que se sugiere y advierte continuamente es que tal fidelidad es un requisito para participar de la victoria e instalación del Reino de Dios en el mundo y que toda esa desdicha, sufrimiento y muerte no quedarán impunes pues el Señor y Dios de la iglesia se encargará de hacer caer todo el peso de su ira y justicia sobre los criminales y asesinos, incluyendo a quienes han violentado y destruido a la creación divina (11.18 y cap. 18), es decir, la naturaleza explotada indiscriminadamente por afán de lucro.
El clamor de los asesinados con la exigencia tradicional delante de Dios se eleva frente a las razones de los violentos y solicita el juicio definitivo de Dios sobre todas esas fuerzas y realidades de injusticia. La historia de la iglesia forma parte de la totalidad del drama humano y unirse a su devenir en una continuidad espiritual lleva a que los creyentes de todos los tiempos se ubiquen dentro de ese drama, pero con una mirada de esperanza, tal como lo propone el texto bíblico.



[1] Xabier Pikaza Ibarrondo, Apocalipsis. Estella, Verbo Divino, 1999, pp. 93-103.

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