viernes, 20 de septiembre de 2013

La fe se prueba en medio de los tiempos, L. Cervantes-O.

22 de septiembre, 2013

El año primero de Darío, hijo de Asuero, de ascendencia meda y rey del imperio caldeo, el año primero de su reinado, yo, Daniel, estuve investigando en las Escrituras sobre los setenta años que tenía que permanecer Jerusalén en ruinas, según la palabra dirigida por el Señor al profeta Jeremías.
Daniel 9.1-2, La Palabra (Hispanoamérica)

Hubo una vez un hombre llamado Daniel (“Dios es mi juez”), profeta apocalíptico, perteneciente a la elite intelectual de su país, que fue llevado por los invasores del mismo a la metrópoli, Babilonia, a fin de aprovechar sus conocimientos y visión en las artes adivinatorias e interpretativas, además de su amplia comprensión de la política internacional. Fue parte de lo que hoy llamaríamos una “fuga de cerebros”, pues los babilonios reconocieron que les sería útil como alguien tan versado en esas materias. Estando allá, sin abandonar nunca la fe que recibió de su familia, enfrentó una serie de circunstancias que pusieron a prueba su temple y sus convicciones más profundas. En todas salió adelante, especialmente en las que estuvieron cerca de acabar con su vida. Luego de experimentar semejantes dificultades, y de ser anunciador y testigo de la sustitución, incluso violenta, de imperios y dinastías, concentró su atención y su sensibilidad religioso-teológica y hermenéutica en el mensaje profetizado por un antecesor suyo, Jeremías, quien predijo que su pueblo y su ciudad más importante terminarían en ruinas. Su investigación, cuenta él mismo, se basó en un estudio minucioso del libro sagrado judío, lo que lo obligó a utilizar las herramientas históricas y religiosas de su época para afrontar semejante tarea (9.1-2).
Como parte de sus devociones personales y de su tradición espiritual, este hombre oró, rogó y ayunó en medio de un acto de contrición y tristeza (v. 3). En su oración expresa la certeza de que Yahvé ha guardado su pacto y de que el pueblo se rebeló y falló al apartarse de sus ordenanzas (vv. 4-5). Inmediatamente, ubica la problemática en el marco social y cultural de la presencia de profetas que hablaron a los reyes, a las clases dirigentes, a las tribus y a todo el pueblo en su nombre (cuatro sectores bien definidos de la población, por niveles “jerárquicos”, políticos), pero que no fueron escuchados (v. 6), y de la monarquía que, como un “accidente histórico” (¿un mal necesario?) se vició en el antiguo Israel. Paso a paso, este profeta apocalíptico va relacionando su vida de fe con los acontecimientos históricos acumulados.
Enseguida afirma que, por sobre todas las cosas, está la justicia de Yahvé y, al mismo tiempo, la “confusión de rostro” (estar “cubiertos de vergüenza”) de su generación en el exilio (v. 7) por causa de la desobediencia de épocas pasadas. No hay nostalgia por el reino, por las o por sus dimensiones, ni mucho menos orgullo por el templo de Jerusalén. Tampoco la idea de reconstruirlo, sino algo más relevante todavía: entender la forma en que la fue probada en medio de tiempos variados, de coyunturas diferenciadas, de contextos cambiantes. Así, surge otra afirmación ejemplar, que mezcla la espiritualidad personal y familiar, íntima, con los “grandes sucesos nacionales”, pues para él no podía existir separación entre ambas: “Señor, tanto nosotros como nuestros reyes, nuestros príncipes y nuestros antepasados estamos cubiertos de vergüenza, pues sabemos que hemos pecado contra ti” (v. 8). Sólo un poeta como León Felipe, desde un amargo exilio también, habló de esta manera al dirigirse al dictador por cuya causa tuvo que salir de su tierra: “Franco... tuya es la hacienda.../ la casa, el caballo y la pistola.../ Mía es la voz antigua de la tierra./ Tú te quedas con todo/ y me dejas desnudo y errante por el mundo.../ mas yo te dejo mudo... ¡mudo!.../ Y cómo vas a recoger el trigo/ y a alimentar el fuego/ si yo me llevo la canción?”. Hablar a nombre de los reyes (responsables “oficiales” de la rebelión y de la decadencia) y de los antepasados, fieles o no, era una responsabilidad muy grande.

Pero Daniel también reconoce la doctrina tradicional recibida de labios de sus padres: Yahvé es misericordioso y perdonador (v. 9) e insiste en el reconocimiento de las fallas del pueblo (vv. 11-14). Yahvé actuó dentro de los límites de la alianza y su justicia descendió sobre la nación entera, en lo que hubo ninguna sorpresa, pero sí el dolor de resistir tan enérgica disciplina: “Yahvé no dudó en desencadenar, en “velar” ese mal, esa calamidad sobre ella. Recurre ahora a la historia, a los demás episodios liberadores en la relación Dios-pueblo, no Dios-nación, Dios-monarquía o Dios-dinastías (v. 15). Y a partir de allí, la oración canaliza la prueba recibida y solicita que se aparte la ira (v. 16), que el rostro divino resplandezca sobre el santuario asolado (¡por fin!, v. 17), que mire su desolación (v. 18) y que no tarde su amor. De tal manera que la investigación se convierte en confesión de pecados, en redescubrimiento del rostro amable de Yahvé y en renovación de fuerzas, nuevamente en la experiencia de circunstancias dificilísimas: exilio, opresión, soledad, abandono y control por un imperio ajeno. La fe, cuando efectivamente se prueba en medio de los tiempos puede producir estas y múltiples experiencias más, no siempre en el mismo orden, pero con la conciencia espiritual de que Dios sigue actuando en medio de los tiempos, sometiendo imperios y confirmando la fidelidad irrestricta hacia su pueblo.

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