22 de septiembre, 2013
El año primero de
Darío, hijo de Asuero, de ascendencia meda y rey del imperio caldeo, el año
primero de su reinado, yo, Daniel, estuve investigando en las Escrituras sobre
los setenta años que tenía que permanecer Jerusalén en ruinas, según la palabra
dirigida por el Señor al profeta Jeremías.
Daniel 9.1-2, La
Palabra (Hispanoamérica)
Hubo una vez un hombre
llamado Daniel (“Dios es mi juez”), profeta apocalíptico, perteneciente a la
elite intelectual de su país, que fue llevado por los invasores del mismo a la
metrópoli, Babilonia, a fin de aprovechar sus conocimientos y visión en las
artes adivinatorias e interpretativas, además de su amplia comprensión de la
política internacional. Fue parte de lo que hoy llamaríamos una “fuga de
cerebros”, pues los babilonios reconocieron que les sería útil como alguien tan
versado en esas materias. Estando allá, sin abandonar nunca la fe que recibió
de su familia, enfrentó una serie de circunstancias que pusieron a prueba su
temple y sus convicciones más profundas. En todas salió adelante, especialmente
en las que estuvieron cerca de acabar con su vida. Luego de experimentar
semejantes dificultades, y de ser anunciador y testigo de la sustitución,
incluso violenta, de imperios y dinastías, concentró su atención y su
sensibilidad religioso-teológica y hermenéutica en el mensaje profetizado por
un antecesor suyo, Jeremías, quien predijo que su pueblo y su ciudad más
importante terminarían en ruinas. Su investigación, cuenta él mismo, se basó en
un estudio minucioso del libro sagrado judío, lo que lo obligó a utilizar las
herramientas históricas y religiosas de su época para afrontar semejante tarea
(9.1-2).
Como
parte de sus devociones personales y de su tradición espiritual, este hombre oró,
rogó y ayunó en medio de un acto de contrición y tristeza (v. 3). En su oración
expresa la certeza de que Yahvé ha guardado su pacto y de que el pueblo se
rebeló y falló al apartarse de sus ordenanzas (vv. 4-5). Inmediatamente, ubica
la problemática en el marco social y cultural de la presencia de profetas que
hablaron a los reyes, a las clases dirigentes, a las tribus y a todo el pueblo
en su nombre (cuatro sectores bien definidos de la población, por niveles
“jerárquicos”, políticos), pero que no fueron escuchados (v. 6), y de la
monarquía que, como un “accidente histórico” (¿un mal necesario?) se vició en
el antiguo Israel. Paso a paso, este profeta apocalíptico va relacionando su
vida de fe con los acontecimientos históricos acumulados.
Enseguida
afirma que, por sobre todas las cosas, está la justicia de Yahvé y, al mismo
tiempo, la “confusión de rostro” (estar “cubiertos de vergüenza”) de su
generación en el exilio (v. 7) por causa de la desobediencia de épocas pasadas.
No hay nostalgia por el reino, por las o por sus dimensiones, ni mucho menos
orgullo por el templo de Jerusalén. Tampoco la idea de reconstruirlo, sino algo
más relevante todavía: entender la forma en que la fue probada en medio de tiempos
variados, de coyunturas diferenciadas, de contextos cambiantes. Así, surge otra
afirmación ejemplar, que mezcla la espiritualidad personal y familiar, íntima,
con los “grandes sucesos nacionales”, pues para él no podía existir separación
entre ambas: “Señor, tanto nosotros como nuestros reyes, nuestros príncipes y
nuestros antepasados estamos cubiertos de vergüenza, pues sabemos que hemos
pecado contra ti” (v. 8). Sólo un poeta como León Felipe, desde un amargo
exilio también, habló de esta manera al dirigirse al dictador por cuya causa
tuvo que salir de su tierra: “Franco...
tuya es la hacienda.../ la casa, el caballo y la pistola.../ Mía es la voz
antigua de la tierra./ Tú te quedas con todo/ y me dejas desnudo y errante por
el mundo.../ mas yo te dejo mudo... ¡mudo!.../ Y cómo vas a recoger el trigo/ y
a alimentar el fuego/ si yo me llevo la canción?”. Hablar a nombre de
los reyes (responsables “oficiales” de la rebelión y de la decadencia) y de los
antepasados, fieles o no, era una responsabilidad muy grande.
Pero
Daniel también reconoce la doctrina tradicional recibida de labios de sus
padres: Yahvé es misericordioso y perdonador (v. 9) e insiste en el
reconocimiento de las fallas del pueblo (vv. 11-14). Yahvé actuó dentro de los
límites de la alianza y su justicia descendió sobre la nación entera, en lo que
hubo ninguna sorpresa, pero sí el dolor de resistir tan enérgica disciplina:
“Yahvé no dudó en desencadenar, en “velar” ese mal, esa calamidad sobre ella. Recurre
ahora a la historia, a los demás episodios liberadores en la relación
Dios-pueblo, no Dios-nación, Dios-monarquía o Dios-dinastías (v. 15). Y a
partir de allí, la oración canaliza la prueba recibida y solicita que se aparte
la ira (v. 16), que el rostro divino resplandezca sobre el santuario asolado
(¡por fin!, v. 17), que mire su desolación (v. 18) y que no tarde su amor. De
tal manera que la investigación se convierte en confesión de pecados, en
redescubrimiento del rostro amable de Yahvé y en renovación de fuerzas,
nuevamente en la experiencia de circunstancias dificilísimas: exilio, opresión,
soledad, abandono y control por un imperio ajeno. La fe, cuando efectivamente
se prueba en medio de los tiempos puede producir estas y múltiples experiencias
más, no siempre en el mismo orden, pero con la conciencia espiritual de que
Dios sigue actuando en medio de los tiempos, sometiendo imperios y confirmando
la fidelidad irrestricta hacia su pueblo.
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