domingo, 26 de octubre de 2014

Importancia de la oración para la reforma permanente de la iglesia, L. Cervantes-O.

26 de octubre, 2014

No se amolden a los criterios de este mundo; al contrario, déjense transformar y renueven su interior de tal manera que sepan apreciar lo que Dios quiere, es decir, lo bueno, lo que le es grato, lo perfecto. […] Vivan alegres por la esperanza, animosos en la tribulación y constantes en la oración.
Romanos 12.2, 12, La Palabra (Hispanoamérica)

Vale la pena recordarlo: la carta a los Romanos es la “carta magna” de la reforma de la iglesia. Como tal, muchas de sus secciones abren las puertas a nuevas miradas e interpretaciones acerca de la fe y de la presencia de la iglesia en el mundo. El cambio de mentalidad y de conciencia a que apelan las famosas palabras con las que inicia el capítulo 12 es una realidad deseable por parte de Dios para que, a partir de ella, se canalicen todas las acciones que hagan visible la renovación anunciada por el Evangelio de Jesucristo. La reforma de la conciencia religiosa, de la iglesia como comunidad, y los cambios que se esperan para el mundo en su totalidad forman parte de un gran paquete que el apóstol Pablo visualizaba como un requisito fundamental para la transformación radical de este mundo lleno de contradicciones, violencia e injusticia. Pablo no se engañaba con respecto a la forma en que el mal se opone a los planes de Dios en la historia, pero su creencia en la reconciliación de todas las cosas en Cristo (Col 1.20) podía más que cualquier pesimismo que lo aquejara, a él que finalmente perdió la vida a manos del Imperio en medio del cual proclamó, como pocos, el mensaje liberador de Jesucristo.
“Ofrecer los cuerpos” (Ro 12.1) es una exhortación, explica Karl Barth (al recordar el antecedente de Ro 6.13, 19), en la que “la gracia como fuerza de la resurrección no nos deja más salida que la de obedecer con nuestros ‘miembros’, ‘ponerlos al servicio’ de la protesta divina esgrimida contra nosotros. La reclamación va dirigida directamente al ‘cuerpo’, a los ‘miembros’. Porque el hombre mismo, el visible, el hombre histórico, el único al que conocemos, es precisamente el cuerpo”.[1] La entrega del cuerpo es una necesidad histórica, extremadamente concreta y material, que permitirá comprobar el grado de comprensión de la obra redentora de Dios en todos los órdenes. Y Barth agrega, al referirse a la exigencia ética, basada, nada menos que en “las misericordias de Dios”: “Esta fundamentación y orientación de la tarea ética, su ultramundanidad inalienable, es lo que confiere a esa tarea su seriedad y fuerza. El hombre no tiene posibilidad alguna de retroceder ante ella” (Idem). No hay forma de evadir el compromiso ético de renovación ni de relegar al ámbito de las “ideas”, “creencias” o “doctrinas” la aceptación del cambio instaurado por Dios en la vida humana y en el mundo. Somos llamados a una reforma radical de la existencia:

Está excluida, por ejemplo, una obediencia puramente interior, puramente psíquica, puramente ideológica. Porque “interioridad”, “alma”, “mente” es, a la vista de este problema, o (vista desde abajo) una de las funciones superiores del «cuerpo», lo que hace imposible una delimitación seria de las funciones «inferiores» de este cuerpo y su estacionamiento en la desobediencia, o (vista desde arriba) nada menos que el hombre nuevo en Cristo, del que parte precisamente la gran perturbación a la que el hombre viejo definido como ‘cuerpo’ no puede sustraerse (Idem).

A la gracia se le responde con el cuerpo: el mismo que come, duerme, se cansa, siente hambre… y también ora mediante un ejercicio corporal que puede cansar también como cualquier otra actividad. A los cambios sustanciales de mentalidad, espiritualidad, estructuras y misión les debe acompañar siempre una oración situada, específica, informada que permee profundamente la visión de quienes forman parte del pueblo de Dios en su circunstancia concreta. Cuando “cambiamos de canal” la oración y somos capaces de subirnos al tren de la historia, a la manera de Habacuc, los gigantescos proyectos de Dios pasan a ser nuestros también y toda la existencia se relativiza, o mejor, se coloca en la justa dimensión que Dios quiere. Orar “por la reforma continua de la iglesia”, por ejemplo, no debió ser únicamente la preocupación de quienes encabezaron los movimientos del siglo XVI sino que puede y debe ser una tarea que ahora se asuma, en el lenguaje paulino, con “constancia” (Ro 12.12, que Barth presenta con una traducción formidable saturada de signos de admiración). La constancia en la oración no responde a la necesidad de hacer registros cronológicos o estadísticos: tiene que ver también con la intensidad y hasta con la gravedad con que se sea capaz de orar en vistas de las urgencias que provoca el choque de la novedad de Dios con los usos y costumbres injustos de este mundo. Cuando el ser humano establece la muerte como norma de vida, Dios responde con afirmaciones de vida, cuando la humanidad se despeña en acciones auto-destructivas, el Creador inserta signos de esperanza y restauración de todas las cosas. Aquí se pone en marcha también la afirmación paulina que brota de la carta a los Efesios: el orden de Dios viene a denunciar, superar y sustituir el desorden humano.
No acomodarse a este mundo es la premisa negativa que permitirá orar por la presencia cada vez más visible de las cosas nuevas creadas por Dios: la nueva mentalidad de los seguidores/as de Jesús podrá desembocar en una conciencia de que lo nuevo se abre paso en medio de estructuras y mentalidades caducas que deben ceder su lugar, no sin resistencia, a las novedades introducidas por Dios en la historia. Para ello se requiere una oración transformada también en un ejercicio eminentemente espiritual, pero también milñitante, solidario, atento a los movimientos del Espíritu Santo en el mundo. Agrega Barth:

Os exhorto “a que no os acomodéis a la figura de este mundo, sino a su transformación”. Obviamente, se habla aquí del sentido de las acciones ética secundarias, que evidencian la línea discontinua. ¿Contra quién y a favor de quién deben manifestarse ellas? Al decir que ellas son básicamente acciones del hombre sacrificado, del hombre no victorioso, no triunfador, no detentador de la razón (lo que no implica que ellas puedan tener la forma de victoria, de triunfo y de razón), se ha dicho todo. El “mundo” del que se habla aquí es este mundo, este eón, el mundo del tiempo, de las cosas y del hombre, el mundo que todos conocemos, el único imagonable y en el que vivimos, el m undo en el que formamos un todo inseparable e indelimitable con el “cuerpo”….[2]

En ese, en este mundo, la oración por la reforma permanente de la iglesia para cada creyente es una tarea ética impostergable e insustituible:

Bajo la inconmensurable presión de nuestra situación, como hombres frente a Dios, ¿qué salida tenemos sino la de invocarle, la de clamar como clamaron a Dios los salmistas y todos los que vieron las cosas tal como son? ¿Qué podemos hacer sino someternos a él porque él es Dios, darle gracias (¡no sin espanto!) porque él es Dios, suplicarle que él sea y siga siendo nuestro Dios. […] “No sabemos lo que debemos pedir según conviene” (Ro 8.26). El perdurar convierte la oración en acción ética. Perdurar no es aumentar la cantidad o pulir la calidad de la oración, sino perdurar en la dirección, la continuidad de la oración en la oración. Se pienssa en Dios, se busca a Dios, Dios quiere que se ore. Como tal toma de dirección, orar significa entonces el gemir del Espíritu en nosotros, del Espíritu que no es nuestro espíritu (8.27).[3]

He ahí el gran misterio de la oración dirigida en plena conciencia al Señor de la historia, de la Iglesia y de nuestra vida entera.



[1] K. Barth, Carta a los romanos. Trad. A. Martínez de la Pera. Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 1998, p. 504.
[2] Ibid., p. 508. Énfasis agregado.
[3] Ibid., p. 532.

No hay comentarios:

Apocalipsis 1.9, L. Cervantes-O.

29 de agosto, 2021   Yo, Juan, soy su hermano en Cristo, pues ustedes y yo confiamos en él. Y por confiar en él, pertenezco al reino de Di...