5 de octubre,
2014
Precisamente
porque él mismo fue puesto a prueba y soportó el sufrimiento, puede ahora
ayudar a quienes están siendo probados.
Hebreos 2.18, La Palabra (Hispanoamérica)
Es
el mismo Cristo, que durante su vida mortal oró y suplicó [deéseis kai ‘iketerías], con fuerte clamor acompañado de lágrimas [meta krauges isxuras kai dakrúon], a
quien podía liberarlo de la muerte; y ciertamente Dios lo escuchó en atención a
su actitud de acatamiento. Y aunque era Hijo, aprendió en la escuela del dolor
lo que cuesta obedecer. Alcanzada así la perfección, se ha convertido en fuente
de salvación eterna para cuantos lo obedecen…
Hebreos 5.7-9
Por encima de
todas las cosas, la Reforma Protestante del siglo XVI fue un movimiento de
profunda piedad religiosa y de contacto con lo sagrado que también intentó restaurar
las formas de espiritualidad genuinamente cristianas, entre ellas, muy
destacadamente, la oración, ppara lo cual no se vaciló en realizar una crítica
radical del tradicionalismo y la falta de espontaneidad que prevalecía. Las grandes
afirmaciones de la Reforma aterrizan claramente en la práctica de una plegaria
auténtica, espontánea y bien informada por el contenido de las Sagradas
Escrituras, además de las insuperables enseñanzas y ejemplo del Señor
Jesucristo en los Evangelios y en todo el Nuevo Testamento. Podría decirse que,
en este caso, los pensadores de la Reforma llevaron a cabo una sólida relectura
del mensaje bíblico para devolverle a la oración la frescura y la profundidad
requeridas para que todos los creyentes pudieran volver a ejercerla con plenitud
y eficacia como el recurso ofrecido por Dios para mantener una sana
comunicación con Él.
Más allá de la manera esquemática en que se ha querido ver la
espiritualidad que manejaron Lutero o Calvino, el primero calificado como más
conservador o tradicional, y el segundo, un poco más moderno, como pionero de una
nueva forma de piedad cristiana, un auténtico “humanista piadoso”. Los
reformadores practicaron intensamente la oración y reflexionaron sobre ella,
prueba de lo cual es el extenso capítulo XX del libro tercero de la Institución, adonde da seguimiento puntual
a la oración del Señor, puesto que expone cada una de sus partes. Allí define
la oración: “…es una especie de comunicación entre Dios y los hombres, mediante
la cual entran en el santuario celestial, le recuerdan sus promesas y le instan
a que les muestre en la realidad, cuando la necesidad lo requiere, que lo que
han creído simplemente en virtud de su Palabra es verdad, y no mentira ni
falsedad” (III, xx, 2).
Al ocuparse de los beneficios obtenidos por la mediación sacerdotal de
Cristo, escribe así:
La muerte e intercesión de Cristo nos trae la
confianza y la paz. Así vemos que hemos de comenzar por la muerte de
Cristo, para gozar de la eficacia y provecho de su sacerdocio; y de ahí se
sigue que es nuestro intercesor para siempre, y que por su intercesión y
súplicas alcanzamos favor y gracia ante el Padre. Y de ello surge, además de la
confianza para invocar a Dios, la seguridad y tranquilidad de nuestras
conciencias, puesto que Dios nos llama a Él de un modo tan humano, y nos
asegura que cuanto es ordenado por el Mediador le agrada. (II, xv, 6)
Dado que Calvino habla de esta manera al estudiar el triple oficio de
Cristo, no resulta complicado trasladar tales afirmaciones al plano del
conjunto de las obras sacerdotales de Jesucristo como mediador e intercesor
eterno, lo que y, además, multiplica las posibilidades de ser escuchados a
través de él. El reformador francés da muestras de una adecuada interpretación
de la carta a los Hebreos, a la que dedicó un comentario completo, puesto que
el énfasis de dicha epístola en la obra sacerdotal y de intercesión de Jesús
implica directamente la oración a partir de la propia experiencia del Salvador.
Por ello, su comentario de Heb 2.18 fue como sigue:
El
Hijo de Dios no tenía necesidad de pasar por la experiencia para conocer los
sentimientos de misericordia; pero nosotros jamás nos hubiéramos convencido de
su piedad y de su disposición para socorrernos, si él por la experiencia no se
hubiera identificado con nuestras miserias. Y todo esto no ha sido otorgado como
un favor; por lo mismo, cuando algo malo nos acontece, pensemos siempre que no
existe nada en ello que el propio Hijo de Dios no haya experimentado antes para
poder simpatizar con nosotros; ni dudemos de que está presente con nosotros
como si él mismo sufriera a nuestro lado.[1]
Semejantes afirmaciones se fundamentan profundamente en la enseñanza de
la carta, pues el capítulo 5 es sumamente explícito al respecto, al destacar el
aspecto rotundamente humano de la experiencia del Señor en relación con su
propia práctica de la oración. Las palabras para referir lo vivido por Él son
aleccionadoras y llena de una sensible percepción: . Calvino comenta: “Si
Cristo no hubiera sido probado por el dolor, ninguna consolación nos vendría de
sus sufrimientos; mas cuando sabemos que él también sobrellevó las agonías
mentales más crueles, entonces la semejanza se hace más real”.[2]
Y extrae lecciones espirituales prácticas. “…siempre que nuestros males nos opriman
y nos agobien, debemos recordar al Hijo de Dios que soportó las mismas fatigas;
y puesto que él nos ha dejado el ejemplo, no hay razón para que desmayemos […] ¿y
qué mejor guía podremos encontrar para la oración que el propio ejemplo de
Cristo?”.[3]
El sacerdocio de Cristo alcanza en esta carta enormes alturas, pero al
mismo tiempo su autor consigue acercarnos a un Jesús en plena situación de
aprendizaje de la vida humana en todas sus manifestaciones mediante lo que
denomina “la escuela del dolor” (5.8b), lo que le permitió acceder a una forma
suprema de obediencia dentro de la dinámica interna de relación íntima con Dios
el Padre. Las vivencias humanas de Jesús, el fuerte clamor y las lágrimas que
lo hacen aparecer como el creyente Hijo de Dios que no dudó en abajarse hasta
lo más hondo para que, como parte del proceso pedagógico de asumir la humanidad
en plenitud, alcanzó por esos méritos las alturas espirituales supremas que
ahora le permiten ser el Intercesor absoluto, puerta de entrada definitiva para
el espacio de gracia del Padre, siempre dispuesto a atender a sus hijos e
hijas. El sumo sacerdote humano a quien Dios ofrece como mediador, desde su propia
experiencia enalteció la oración como una acción central de la experiencia
cristiana.
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