12 de octubre,
2014
Elías
se levantó, comió y bebió; y con la fuerza de aquella comida caminó durante
cuarenta días y cuarenta noches hasta el Horeb, el monte de Dios.
I Reyes 19.8, La Palabra (Hispanoamérica)
Como parte de
los recursos con que cuenta cada creyente en Jesucristo para el cultivo de su
vida espiritual, la oración requiere practicarse mediante una adecuada
disciplina, con base en una sólida estructura y siempre con una clara
disposición a realizarla dentro de los lineamientos bíblicos. Las iglesias y
movimientos emanados de la lucha de la Reforma Protestante siempre consideraron
fundamental la promoción de una práctica de la oración sana, bíblica y
responsable, con la intención de superar los aspectos rutinarios de la religiosidad
tradicional. La llamada “devoción moderna” (devotio
moderna) trató de situarse en los nuevos contextos culturales de su tiempo y,
a la luz de las consecuencias de las mismas reformas que trataron de normar la
mentalidad y la vida de los creyentes, influyó en el surgimiento de nuevas
formas de espiritualidad. Una prueba de ello es el tratado sobre la oración que
aparece en el capítulo XX del libro III de la Institución de la Religión Cristiana, de Juan Calvino, en donde se define
la oración, se le perfila como un recurso para participar de la gracia de
Jesucristo y establece bases para su práctica efectiva. La oración estrictamente
reformada se sitúa en el horizonte de una espiritualidad dispuesta a recibir la
garantías de las promesas divinas. Tal como lo expresan el Catecismo Menor de
Westminster: “La oración es un acto por el cual manifestamos a Dios, en nombre
de Cristo, nuestros deseos de obtener aquello que sea conforme a su voluntad,
confesando al mismo tiempo nuestros pecados y reconociendo con gratitud sus
beneficios” (pregunta 98) y el de Heidelberg: “¿Por qué es necesaria la oración
a los cristianos ? Porque es el punto principal de nuestro agradecimiento que
Dios pide de nosotros, y porque Él quiere dar su gracia y su Espíritu Santo
sólo a aquellos que se lo piden con oraciones ardientes y continuas, dándole
gracias” (pregunta 116).
Al enunciar aquí que la oración es parte de una disciplina espiritual
abierta a la gracia de Dios se considera la evidencia bíblica como parte de una
serie de experiencias de contacto con el acompañante sagrado de la vida
cotidiana. El profeta Elías vivió uno de los momentos más representativos de la
respuesta de la gracia divina a esa “disciplina espiritual” que, literalmente,
desarmaba a los seres humanos de sus hábitos, mezquindades, intereses y
costumbres arraigados en formas tradicionales transmitidas de generación en generación.
Cuando decide caminar, según la conocida fórmula, “durante cuarenta días y
cuarenta noches” hasta el monte Horeb, no lleva a cabo un ejercicio físico
solamente, sino que, en la escuela espiritual de su tiempo, ese esfuerzo implicó
una disciplina de acercamiento, encuentro y soledad cercano a la mística. Este
gigante espiritual desarrolló una sólida experiencia de fe y acercamiento al
Dios que lo había llamado para una responsabilidad profética en relación con su
pueblo y debía estar a la altura de semejante tarea. Una de las consecuencias
de estas alturas espirituales es descrita por H.W. Hertzberg: “…los profetas no
sólo hablan en nombre y ante la insistencia de Dios, repitiendo palabras y
revelaciones que les fueron dadas por Dios o mostradas en visiones: hablan como
Dios Mismo, y se identifican por completo con Él, mientras hablan en estado de
éxtasis”.[1]
Y Abraham Heschel agrega, al observar el comportamiento religioso de Elías,
quien vivió la oración como una experiencia responsable, pertinente y
profundamente atenta al designio divino en medio de la historia:
La
confrontación de Elías con los profetas de Baal dramatizó no sólo el problema
de ¿Quién es el Dios verdadero? Sino también
el problema de ¿Cómo debe uno acercársele?
Elías no emplea espadas ni lanzas; no mutila su cuerpo ni se pone frenético. Él
repara el altar del Señor, que había sido roto, arregla la ofrenda del sacrificio
y pronuncia una oración que, lejos de ser una jaculatoria extática, contiene tanto
una invocación como una declaración de propósito: “Señor, Dios de Abraham,
Isaac e Israel, sea hoy manifiesto que Tú eres Dios en Israel, sea hoy
manifiesto que Tú eres Dios en Israel, y de que yo soy tu siervo, y que he
hecho todas estas cosas por tu mandato” (I Reyes 18.36).[2]
La disciplina en la práctica
de la oración implica, entre otras cosas, que el practicante se postre, literal
y simbólicamente, ante la magnificencia divina y reconozca los pasos que el
propio Dios ha establecido para entablar un diálogo con su criatura como parte de
una existencia regida por la acción del Espíritu Santo. Conmo escribió el
pensador francés Jacques Ellul: “Sólo cuando el Espíritu Santo intercede, de
una manera en la que no se puede expresar, es decir, que trasciende toda
verbalización y todo lenguaje, entonces la oración es verdaderamente oración, y es
una relación con Dios. La oración es un don de Dios y su realidad depende de
Dios únicamente”.[3]
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