11 de enero, 2015
Conocen
ustedes, además, el momento especial en que vivimos: que ya es hora de
despertar [levantarnos] (egerthenai) del
sueño, pues nuestra salvación está ahora más cerca de nosotros que cuando
empezamos a creer.
Romanos 13.11, La Palabra (Hispanoamérica)
En el capítulo más famoso de San Pablo referido al origen de los poderes
terrenales, el apóstol incorpora una reflexión y una exhortación sobre el
momento especial (kairós) que vivían
los creyentes de su época en la capital del imperio. Con ello estaba planteando
que cada circunstancia o etapa que vive una comunidad de fe se ubica dentro del
tiempo divino como parte de un proyecto superior que se desdobla en la
existencia concreta de la misma. La comprensión de los tiempos divinos para
que, sobre la marcha, se experimenten y se actúe en consecuencia, es uno de los
grandes desafíos de las iglesias, lo cual, en primerísimo lugar, obligaría a practicar
constantemente, entre otras cosas, la más sincera autocrítica, ¿pues cuántas veces
en la vida estaremos a la altura de tamañas exigencias?
En la sección abordada, a partir del v. 7, las exigencias vienen también
desde fuera, porque el creyente, como parte de un sistema social, además de ser
confrontado por los poderes políticos establecidos por su Dios (vv. 1-6) debe cumplir una serie de requerimientos que el
apóstol resume muy bien: “Den a cada uno lo que le corresponda, lo mismo si se
trata de impuestos que de contribuciones, de respeto que de honores”. Tales compromisos
son ineludibles puesto que, al estar en el mundo, nadie está exento de ellos.
Es la vertiente socio-política de la fe, podría decirse, ante la cual no valen
excusas ni pretextos: o se es o no se es, plantea el texto. Las realidades
terrenales son inevitables y han de experimentarse en su plena dimensión: los
recursos económicos necesarios para mantener la vida social, en primer lugar, que
en la forma de tributo entonces, han llegado hasta nuestra época en la forma de
los impuestos. Karl Barth habla sobre la dimensión espiritual de esta práctica:
“Los poderosos, las autoridades, los representantes oficiales de lo existente,
¿sacerdotes de Dios? Sí, precisamente ellos: toda su existencia, todo su poder,
todo su singular estar justificados ante vosotros anuncia a voz en grito una
cosa: la injusticia del hombre y, como meta, el mundo de Dios. ¿Cómo habríais
de querer romper vosotros este orden que habla con tanta claridad de otro orden
completamente distinto? No”.[1]
Las otras deudas, anticipa el v. 7, son de honor, y luego vienen las de
amor, las “deudas éticas” genuinamente humanas, porque a los creyentes no se
les debe juzgar por su falta de amor al prójimo, subraya el v. 8, pues así se
cumplirá la ley y los ciudadanos/as del Reino quedan exonerados de
desobediencia legal: “Si con alguno tienen ustedes deudas, que sean de amor,
pues quien ama al prójimo ha cumplido la ley”. Por ello, la práctica
consistente del amor nunca dañará a nadie, subraya. La totalidad de la ley está
contenida en el gran mandamiento del amor al prójimo (vv. 9-10). El amor es la
plenitud de la ley.
Resueltos los aspecto socio-políticos y éticos, complicados a más no poder,
viene el momento de situarse y participar en los tiempos de Dios, en el kairós que continuamente se manifiesta
en la iglesia. A sabiendas de que se vive como parte de él, es preciso “levantarse”,
verbo activo y estimulante, y “despertar del sueño” porque la salvación
definitiva está cada vez más cerca que cuando se creyó en el Evangelio por
primera vez (v. 11). Dice Barth. “Sólo conociendo el instante eterno hace el amor
lo que hace. Por eso, el amor es el obrar propiamente revolucionario”.[2]
La alusión al “sueño” puede ser objeto de múltiples lecturas: visto
positivamente, es el momento del despertar, de levantarse para dar inicio a la
novedad, a la novedad radical que nos ofrece el Señor, que siempre nos llama a
ella. Es la forma natural del inicio, de la posibilidad de acceder a algo que
no conocemos y que nos está esperando. El tiempo del sueño es un tiempo de
inconsciencia, de desconocimiento, de sometimiento al imperio de un tiempo que
aún no ha sido invadido por la superioridad y grandeza de miras del tiempo
divino. Es como estar atrapados en el tiempo humano, circular, cerrado, sin
rupturas posibles.
Pero visto negativamente, quizá pueda significar también que nos hemos “dormido
en nuestros laureles”, que ha dependido de nosotros la capacidad de
sobreponernos al descanso, a la comodidad, a la repetición fácil y mecánica de
las cosas que hemos hecho durante años. Como comenta Barth, “subirnos” al tiempo
de Dios es entrar a una esfera de nuevas y grandes realizaciones, que rebasan
siempre nuestras expectativas: “Por tanto, el tiempo debe llegar a ser primero tiempo
cualificado, tiempo de cambio y de avance, tiempo de las posibilidades éticamente
negativas y éticamente positivas. Y, en este sentido, frente a ese
instante eterno igual de extraño a todos los tiempos hay distinciones de
tiempos, tiempos de la cercanía y tiempos de la lejanía, tiempos de la noche y
tiempos de la mañana que despunta, tiempos de dormir y tiempos de despertar”.[3]
Despertar,
en ese sentido, sería salir de nosotros mismos, de nuestra complacencia y
aceptar ser tomados por planes de vida mayores, supremos, los planes divinos.
El horizonte escatológico paulino salta a la vista: el Señor viene y
vendrá de nuevo, y nos debe encontrar despiertos, es decir, actuando en su
nombre y al servicio de su Reino:
¿Quién nos manda convertir la espera del final, de
aquel instante en el que los vivos transformados y los muertos resucitados están
juntos ante Dios (1 Cor 15.51-52) en la espera de un espectáculo tosco, brutal,
teatral y, si éste «se demora» con razón, echarnos de nuevo a dormir a pierna
suelta, y poner al final de la dogmática un inocuo capitulito “escatológico”
como recuerdo de que debemos y queremos acordarnos? Lo que se “demora” no es la parusía, sino nuestro despertar.[4]
En Efesios 5.14 (“Despierta tú que estás dormido,/ levántate de la muerte,/ y te iluminará Cristo”), el apóstol recurre otra vez a esa imagen para insistir
en la necesidad de salir del sueño para ser alumbrados por la luz de Cristo. La
contraposición con la presencia de la noche (12a) es un juego visual mediante
el cual el apóstol exhorta a la movilización, a la creatividad, a salir del
anquilosamiento y, diríamos hoy, del conservadurismo en muchas de sus formas.
Dejar de incurrir en las “prácticas nocturnas” que aún nos acechan (12b),
permitirá atisbar el impacto de la luz de Dios en nuestras vidas (12c),
sumarnos al proyecto mayor que viene de lo Alto. Ello permitirá estar por
encima de las acciones nocivas que prevalecen en mundo (v. 13) y garantizar el
revestimiento en la persona de Jesucristo, Jefe y Cabeza de la iglesia (v. 14).
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