25 de enero, 2015
Tengan,
por tanto, en cuenta a quien soportó una oposición tan fuerte de parte de los
pecadores. Si lo hacen así, el desaliento no se apoderará de ustedes. […] Así
pues, ármense de valor y no se dejen vencer por el cansancio…
Hebreos 12.3, 12, La Palabra (Hispanoamérica)
Todo el ímpetu demostrado por Nehemías y los demás líderes judíos que
encabezaron la reconstrucción de las murallas de Jerusalén y del templo,
ejemplifican y simbolizan el ánimo que debe prevalecer en cualquier esfuerzo
comunitario que se realice en nombre de Dios. Su época demandaba no solamente
entusiasmo sino una disciplina y un convencimiento indomables para llevar a
cabo esa tarea titánica. El ambiente no era lo suficientemente propicio y había
que luchar, como casi siempre, contra la oposición interna y externa. Acaso uno
de los aspectos más complejos de este proyecto sería la reconstrucción de la identidad, como parte de un paquete histórico
y teológico más amplio, enorme en su concepción y en su ejecución por parte de
aquellos que regresaron del exilio en diversas etapas. Para hacerse una idea de
las dimensiones de la empresa y de su duración en el tiempo (estamos hablando
de alrededor de 20 años), es útil citar a Neftalí Vélez:
Unos 42 000 exiliados (golàh) de Babilonia regresaron a
Jerusalén, acogiéndose al edicto promulgado por Ciro (538 a .C.) en el amanecer
del imperio de los persas, nuevos dueños del mundo conocido.
Los
primeros dirigentes o “comisarios” nombrados por Ciro (539-530 a.C.), no consiguieron,
en los primeros años, llevar a cabo la reconstrucción del templo de Jerusalén
(Esd 4.24). La labor solamente se realizó después de la caída de Cambises (530-522
a.C.), entre los años 520-515 a.C., cuando ya estaba en el poder Darío (522-486
a.C.).[1]
Los dirigentes y el pueblo mismo tuvieron que reconstruirse a sí mismos
a la luz del pacto de Dios había hecho con ellos. Tenían que preguntarse en qué
consistía realmente su identidad, si solamente en aspectos religiosos,
culturales o políticos, etcétera. Otro cuestionamiento era muy acuciante: ¿cómo
construir o reconstruirse sin desconocer su pasado con todas sus cosas
positivas y sus contradicciones? El periodo posexílico puso en juego diversas
opciones de reconstrucción y había que trabajar en ellas sobre la marcha,
asumiendo o desechando aquellas propuestas que contribuyeran de manera clara a
la misión ineludible: colocar de nuevo en la historia al pueblo de Dios, con un
gobierno sólido y una estabilidad social (y espiritual) mínima. No era poca
cosa enfrentar la devastación, el desaliento y la oposición. Ante estructuras
vitales inexistentes, un ánimo inconstante en muchos grupos y sectores y,
finalmente, la necesidad de una capacidad política firme para enfrentar los
obstáculos, la misión se agigantaba y parecía imposible de realizar.
De la misma manera, hoy las iglesias tienen que reconstruirse
continuamente a la luz del pacto eterno de Dios con su pueblo. El autor de la
carta a los Hebreos advirtió la necesidad de estimular, de alentar a los
creyentes para no desmayar ante una situación similar. Su argumentación en el
capítulo 12 es eminentemente histórica, como continuidad con el capítulo 11, y
después cristológica, para fundamentar todos los esfuerzos individuales y comunitarios
en la persona misma del Salvador y Señor, dueño de la iglesia, cabeza y
conductor de la misma. Si él había peleado la gran batalla de la fe, eso mismo debería
ser el motor para una actitud incansable que no se debía someter a los vaivenes
del ánimo.
En ese sentido, son tres los aspectos morales, espirituales y hasta
psicológicos que maneja el texto (vv. 3 y 12): a) no permitir que aumente el desaliento; b) armarse de valor; y c) no
dejarse vencer por el cansancio. Ante los embates de la realidad y, en la
actualidad, de las estadísticas negativas, ser dominados por el desaliento es
una alternativa poco fiable y hasta incompatible con los propósitos divinos.
Por definición, el Espíritu Santo anima, levanta y empuja a las comunidades a
realizar su misión aun cuando los signos visibles no sean los más adecuados
para realizarla. Él impulsa, alienta, ofrece
ánimo y espíritu para levantarse
cada vez y retomar las tareas encomendadas. Específicamente, ser iglesia en la
historia con una misión ineludible, obliga a replantearse continuamente el
grado de ánimo y disposición que se tiene para encarnar al pueblo de Dios en el
mundo, pero siempre con una visión clara de la razón por la que se ha formado
una comunidad.
En segundo lugar, el antiguo lugar común de “armarse de valor” para
enfrentar la misión encomendada reaparece en el lenguaje del Nuevo Testamento para
armar a la comunidad con un elemento que debía caracterizar a todos los creyentes,
como personas y grupos, para ser representantes efectivos de los planes
divinos. “Ser valientes” no es una mera actitud voluntarista y, por ello,
transitoria, sino un ánimo permanente, no altivo, de respeto a los proyectos
divinos y de fe en que se realizarán a través de los esfuerzos de la
representación humana en el mundo.
Finalmente, el cansancio es otro de los obstáculos a vencer en esta
carrera en medio del tiempo, propicio o no, para avanzar en el servicio. No
desmayar, retomar fuerzas, animarse mutuamente, sustituirse y apoyarse, entre
tantas posibilidades, todo ello debe contribuir a mantenerse frescos y atentos
en la consecución de la misión propuesta, la gran carrera de la que habla el
Nuevo Testamento en varios lugares. Por ello, no debe perderse de vista que la
misión recibida debe ser asumida de diversas maneras según los tiempos y
lugares que experimente la iglesia.
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