MENNO SIMONS (1496-1561)
100 Personajes
de la Reforma Protestante.
México, CUPSA, 2017.
Sacerdote
neerlandés nacido en Witmarsum y fallecido en Wustenfelde. “Tuvo una importante educación intelectual
en el monasterio de Pingjum. De los veinte a los veintiocho años […] fue
aleccionado en “lecturas académicas y disputas sobre teología y filosofía […]
los candidatos sacerdotales de la comunidad de los premonstratenses recibieron
un entrenamiento académico riguroso. Entre otros, pertenecía a este ámbito la
lectura de los padres latinos de la Iglesia como también de otros autores
latinos, por ejemplo, Cicerón” (H. Siemens). En 1524, a los 28 años de edad,
fue ordenado al sacerdocio católico y nombrado vicario en la parroquia de
Pingjum en la Frisia Occidental, cerca de su pueblo natal. Ocupó ese puesto
durante siete años y —de acuerdo con su propio testimonio— lo hizo de forma bastante
rutinaria. “Pasábamos vanamente el tiempo jugando juntos a los naipes, bebiendo
y divirtiéndonos, ay, como es costumbre y hábito de tales gentes inútiles”.
Desde su primer año en el sacerdocio empezó a tener dudas en cuanto a la
doctrina católica de la transustanciación y más tarde también comenzó a
cuestionar el bautismo de infantes.
En 1536, después
de leer los escritos de Lutero, se acercó a los anabautistas. Cuando el ala
moderada del movimiento se separó del anabautismo revolucionario (Múnster, Ámsterdam),
se hizo bautizar de nuevo y fue su “anciano” a partir de 1537. Actuó
especialmente en los Países Bajos y el norte de Alemania. Como maestro, pastor
y organizador de los sufridos miembros del anabautismo redactó escritos
polémicos y de edificación espiritual, entre ellos su obra principal El
fundamento de la doctrina cristiana. Los menonitas lo consideran su inspirador.
“En el pensamiento teológico de Menno es indiscutible la centralidad de Cristo.
Por tal centralidad, entonces, la historia de la Revelación contenida en la
Biblia llega a su máximo esplendor en la persona y obra de Cristo. La premisa
que se desprende de tal conclusión es que si la Revelación de Dios es
progresiva (de luz a más luz), por lo tanto, las creencias y conductas de los
creyentes deben cimentarse en la máxima luz, es decir en lo normado por Jesús
el Cristo” (C. Martínez García).
Bibliografía
Juan Driver, “Menno Simons y el
anabautismo evangélico en los Países Bajos”, en La fe en la periferia de la historia. Guatemala, Semilla, 1997, www.menonitas.org/n3/feph/14.html;
Carlos Martínez García, “Un apunte sobre la teología de Menno Simons”, en Magacín, de Protestante Digital, 16 de marzo de 2014,
http://protestantedigital.com/magacin/14318/Un_apunte_sobre_la_teologia_de_Menno_Simons;
Helmut Siemens, Menno Simons: su concepto
de la Biblia, una evaluación. Asunción, CETAP, 2012; Menno Simons, Un fundamento de fe. Asunción, CETAP,
2013; Hans Jörg Urban, “Menno Simons”, en Walter Kasper et al., eds., Diccionario
enciclopédico de la época de la Reforma. Barcelona, Herder, 2005, p.
384.
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UNA NUEVA FE PARA UNA NUEVA ÉPOCA: LAS 95 TESIS (IX)
Marco Antonio Coronel Ramos
Universidad de Valencia, 2017
46. Debe enseñarse a los cristianos
que, si no son colmados de bienes superfluos, están obligados a retener lo
necesario para su casa y de ningún modo derrocharlo en indulgencias.
47. Debe enseñarse a los cristianos
que la compra de indulgencias queda librada a la propia voluntad y no
constituye obligación.
48. Se debe enseñar a los cristianos
que, al otorgar indulgencias, el Papa tanto más necesita cuanto desea una
oración ferviente por su persona, antes que dinero en efectivo.
49. Hay que enseñar a los cristianos
que las indulgencias papales son útiles si en ellas no ponen su confianza, pero
muy nocivas si, a causa de ellas, pierden el temor de Dios.
50. Debe enseñarse a los cristianos
que, si el Papa conociera las exacciones de los predicadores de indulgencias,
preferiría que la basílica de San Pedro se redujese a cenizas antes que
construirla con la piel, la carne y los huesos de sus ovejas.
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Todo ello también queda de
manifiesto en el contenido de las tesis siguientes, cuyas afirmaciones podrían
ser suscritas por cualquier creyente, y de ahí que pensara que iba a encontrar
la anuencia papal. Así, sostiene que es preferible socorrer al pobre que
comprar indulgencias (T43); que adquirir una indulgencia y no atender al
necesitado atrae la indignación de Dios (T45); y que no hay que descuidar a la
familia por gastar dinero en la compra de indulgencias (T46). No cuidar a la
familia debidamente era para Lutero un signo de paganismo. Todas estas normas
básicas de caridad las infringía el que prefería dedicar su dinero a surtirse
de indulgencias por considerarlas más provechosas en materia de salvación que
las obras de misericordia. La conclusión de todo ello no puede ser más clara:
la caridad despierta lo mejor del hombre; las indulgencias, lo peor (T44), por
propiciar la confianza en uno mismo. Por eso, apostilla que cualquier utilidad
de las indulgencias es preferible, si estas llevan al hombre a perder el temor
de Dios (T49/T32).
Descritos así
los peligros de las indulgencias, éstas no pueden ser vistas más que como una
opción libre del creyente y no como una obligación (T47). Y todo ello lo dice
puntualizando que el papa necesita la intercesión por su persona más que dinero
(T48). En estas afirmaciones parece estar intentando conseguir la complicidad
de Roma, porque, a su juicio, nadie se opondría ni a sus manifestaciones sobre
la caridad ni a esta última de que se rece e implore por el papa. Sin embargo,
esa complicidad no era posible, porque, por poner sólo un ejemplo, el
cuestionamiento del poder de las llaves socavaba toda la autoridad papal y, con
ella, toda la estructura jerárquica de la Iglesia.
Se debe
insistir, además, en que la consideración de que la compra de indulgencias es
libre (T47), no es simplemente una manera de negarles obligatoriedad. Esa
afirmación se asienta en el concepto paulino de libertad, gracias al cual el
cristiano se dibuja como ajeno a las prescripciones de la ley (R0 7.6). Las
indulgencias serían una suerte de ley, cuyo cumplimiento tendría un efecto casi
mágico en la voluntad de Dios. A este tema dedicó la obra La libertad del cristiano (1520), en la que se resume el contenido
de esa libertad: “Cree en Cristo; en él te ofrezco toda gracia, justificación,
paz y libertad; si crees, lo poseerás, si no crees, no lo tendrás. Porque lo
que te resulta imposible a base de las obras y preceptos -tantos y tan
inútiles- te será accesible con facilidad y en poco tiempo a base de fe”.
La fe, por
tanto, libera de las ataduras de la ley: “San Pedro y san Pablo entendieron la
libertad evangélica como una liberación no sólo del pecado y de la muerte, sino
también de las cargas establecidas en la ley mosaica y, por supuesto y con
mayor razón, del estiércol de tradiciones y opiniones humanas”. Por tanto, sólo
de la fe vendrá la auténtica justificación, la pasiva, de la que brota la
justificación activa, que sí tiene que ver con las obras. De esta noción de
libertad nacerá una ética que implica responsabilidad y, sobre todo, frente a
la fórmula tripartita medieval del sacramento de la confesión, una ética del
arrepentimiento y del reconocimiento de la culpa —y de la aceptación de la pena—.
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EL PROTESTANTISMO, LA FE INSUMISA
Laurent Gagnebin y Raphaël Picon
Surgido de
la Reforma del siglo XVI, el protestantismo es una de las cuatro grandes confesiones que
constituyen el cristianismo, al lado de la ortodoxa, del catolicismo y del
anglicanismo. Nacido de una protesta teológica contra lo que se percibía como
errores y abusos de la Iglesia católica romana, el protestantismo forma una
comunidad de Iglesias atravesada por corrientes extremadamente diversas.
Bautistas, calvinistas, evangélicos, luteranos, metodistas, pentecostales, por
citar a aquellos que tienen una especificidad y una sensibilidad. Sin embargo,
todos son protestantes, en razón del lazo que los une a un pedestal de
convicciones que trascienden sus particularidades respectivas.
Los reformadores, Lutero, Zwinglio,
Calvino, Bucero, Farel y otros, por unanimidad compartieron la convicción que
ahora resuena en el corazón del protestantismo: ¡sólo Dios nos puede llevar a
Dios! Ninguna institución eclesiástica, ningún papa, ningún clérigo nos puede
conducir a él: porque, en primer lugar, Dios es quien viene a nuestro
encuentro. Ninguna confesión de fe, ningún compromiso en la Iglesia, ninguna acción humana nos puede atraer
la benevolencia de Dios: sólo su gracia
nos salva. Ningún dogma, ninguna predicación, ninguna confesión de fe pueden
hacernos conocer a Dios: sólo su Palabra nos lo revela. Dios no está sujeto a
ninguna transacción posible, su gracia excede cualquier posibilidad de
intercambio y reciprocidad. En el protestantismo, Dios es precisamente Dios
precisamente en la medida en que nos precede y permanece libre ante cualquier
forma de sumisión.
Durante mucho
tiempo el protestantismo se definió distinto al catolicismo y en ruptura con
él. Llevados a “transformar una respuesta manejada al interior de la Iglesia
católica hacia una protesta que en adelante va a actuar afuera de ella” (Jean
Baubérot), los reformadores dieron nacimiento a un movimiento teológico y
religioso que se emancipó poco a poco de su contexto polémico original. He ahí
por qué no podemos comprender el protestantismo sin tomar la justa medida del
sistema católico romano al que se refiere, pero he aquí también el
protestantismo merece ser pensado por él mismo, en sus características propias,
sin ser comparado con aquello de lo que antes se desmarcó. Las Iglesias
protestantes, así como sus teologías, sus prácticas religiosas, sus tomas de
posición pueden, en efecto, tomar sentido y adquirir legitimidad independientemente
del catolicísimo. Si no fuera ese el caso, el protestantismo permanecería
tributario de las evoluciones de la Iglesia católica romana. Recibiría de ella,
así fuera bajo la forma de un cincel, su verdadera identidad o esperaría que
finalmente se disolviera en un catolicismo cercano a las tesis de la Reforma.
Esta
singularidad del protestantismo es tanto más tangible como las oposiciones
iniciales que casi no se atenuaron. Desde la Reforma, los puntos de ruptura
entre el protestantismo y el catolicismo romano se acentuaron. Pensemos en los
diferentes dogmas promulgados por el catolicismo que no existían en la época de
la Reforma y que están en las antípodas de sus convicciones como la Inmaculada
Concepción (1854), la infalibilidad pontifical (1870) o la Asunción (1950).
Aquí se trata de un tema histórico y a la vez doctrinal que no se debería
descuidar. Dicho lo anterior, los encuentros ecuménicos nos permiten hoy en día
evocar esas divergencias en un espíritu de apertura y de confianza recíproca. Esas
relaciones no obliteran en nada los términos de un debate que exige tanto
claridad como honestidad. Vale más una oposición francamente reconocida y
asumida, que un diálogo de apariencia engañosa que ponga sombras y permita la
confusión y el relativismo.
El
protestantismo es una protesta teológica. Para convencerse, bastaría con
acordarse del origen histórico de la apelación “protestante”. […] 19 estados,
conducidos por Felipe de Hesse y Jean de Saxe, rechazaron someterse al decreto
imperial y redactaron una declaración de protesta. “Nosotros protestamos frente
a Dios, así como frente a todos los hombres, que nosotros no consentimos ni nos
adherimos al decreto propuesto, en las cosas que son contrarias a Dios, a su
santa Palabra, a nuestra buena conciencia, a la salvación de nuestras almas”.
[…]
El
protestantismo no es solamente una doctrina, una práctica religiosa o una
expresión teológica particular. Tampoco es exclusivamente un movimiento, una
actitud o una manera de ser. Es los dos a la vez. En efecto, predicar un Dios
libre e inatrapable, anima la protesta en el encuentro de todo lo que quisiera
apropiarse de Dios y poner, en su nombre, a la humanidad bajo su tutela y
recusar toda forma de alienación religiosa e ideológica; ello conduce a dar
testimonio de un Dios insumiso para siempre frente a todo lo que, precisamente,
quisiera sujetarlo.
Traducción: F.J. Domínguez Solano