22 de octubre de 2017
Si
alguien tiene oídos, que ponga atención a lo que el Espíritu de Dios les dice a
las iglesias. […] Así, todas las iglesias sabrán que yo conozco los
pensamientos y deseos de todos…
Apocalipsis 2.17,
23a, TLA
La labor reformadora,
obra exclusiva del Espíritu
Cuando se habla de la enorme necesidad de que las
iglesias obedezcan la voz del Espíritu Santo, tal como está plasmada en las
cartas de Apocalipsis 2-3 a las comunidades de Asia Menor, y modifiquen su
mentalidad, frecuentemente se cuestiona el papel histórico de las reformas
religiosas del siglo XVI, pues se considera que, por encima de los propósitos
de quienes las dirigieron está el plan divino para conducir a su iglesia. Y eso
es verdad, solamente que la forma que había alcanzado la iglesia en esa época Se
dice también que en esos movimientos prevalecieron los intereses políticos y
económicos de las clases dominantes y que la iglesia únicamente cambió de
dueño, pues a partir de entonces ella obedeció a los caprichos de los príncipes
y gobernantes. Es posible que este tipo de críticas que, en rigor, hacen poca justicia
a las situaciones históricas con que se estableció la Reforma en tantas regiones
de Europa y después fuera de ella, suenen bien para algunos oídos poco
acostumbrados a reconocer la manera en que el Espíritu ha conducido el rumbo de
la iglesia.
Algunas lecciones de las cartas de Ap 2-3 tienen que
ver, primero, con el reconocimiento explícito de aquello que se está haciendo
bien en cada comunidad específica. Obtener el reconocimiento del Espíritu proporciona
a la iglesia una plataforma de fe suficiente para continuar la marcha con un
mínimo de confianza en que la labor cotidiana marcha por el sendero adecuado. Así
sucedió con las siete comunidades destinatarias de tales cartas. El carácter de
las mismas está signado por su contexto: el profeta perseguido y exiliado
muestra “su exigencia ante ellas, pues piensa que pueden perder su identidad cristiana
(dejar su comida y fidelidad comunitaria), ajustándose al entorno social y
religioso del Imperio”.[1]
Esas siete comunidades “son compendio y signo de todas las iglesias (vinculadas
como única esposa-ciudad en 19.7”.[2]
Al reconocimiento le sigue, en cada caso, el llamado concreto a recuperar
fuerzas, perseverar y mejorar, y, finalmente, aparece una promesa. Pérgamo (2.12-17)
es una “comunidad dividida en la que algunos de sus miembros han sufrido martirio
por Jesús (Antipas), pero otros toleran la doctrina de Balaam o los nicolaítas,
pactando con Roma (idolocitos y prostitución). A quien permanezca fiel, le
ofrece Jesús la comida verdadera, el maná escondido”.
“Si la Reforma conserva alguna significación actual
para nuestra sociedad, seguramente no es gracias a una fidelidad formal externa
a los principios que la inspiraron. Sería la negación de la Reforma misma
querer mantenerla en la forma en que estos la establecieron, así como la
comprensión de la Escritura, la formulación de tal dogma, la institución
eclesiástica o la inserción en la sociedad”.[3]
Estas palabras del pensador reformado francés Jacques Ellul (1912-1994) resumen
muy bien la forma en que hemos de valorar el legado de la Reforma y la necesidad
de seguir su labor en nuestro tiempo en una actitud reformadora permanente.
Tenemos que releer los episodios de las Reforma y actualizarla para nuestras
propias necesidades y circunstancias: “No podemos considerar a los doctores de
la Reforma como intérpretes infalibles de la voluntad de Dios y, por ello, enclavados
en la inmortalidad. Sería rechazar precisamente la parte más alta de su
enseñanza, el cuestionamiento de todo lo adquirido en lo religioso y en lo
eclesiástico por la Palabra de Dios misma, y, en lo que concierne a la
presencia en el mundo, el hecho de que justamente estuvieron muy atentos a la
realidad concreta de este mundo, directamente mezclados con sus tendencias y
sus tentaciones; y nuestra sociedad no es la suya”.
La visión reformadora del
Espíritu para su iglesia
Tiatira
es la “iglesia-modelo” entre las siete comunidades, aunque no deja de tener
conflictos propios. Su reconocimiento es magnífico. “Sé muy bien que me amas y
que no has dejado de confiar en mí; también sé que has servido a los demás, y
que ahora los estás ayudando mucho más que al principio” (2.19). Pero la
problemática ideológico-doctrinal es preocupante: “Juan y ‘Jezabel’ disputan no
sólo por razones ‘dogmáticas’, sino por cuestión de poder. Parece claro que
ella ha empezado venciendo: Juan no ha logrado cambiarla (2.21) ni impedir su
influjo y magisterio dentro de la iglesia, y por eso, ahora, en el Apocalipsis,
la amenaza, caricaturizándola de forma insultante (al llamarla Jezabel)”.[4]
El conflicto ideológico es una constante en la historia de la iglesia y aquí no
es la excepción; solamente que la preocupación pastoral del autor de
Apocalipsis es mayúscula: “Juan
se encuentra en el exilio y ella sigue, al parecer tranquila, en Tiatira; Juan
defiende el martirio, ella parece haber buscado componendas con el poder. No
sabemos cómo ha terminado la disputa en plano externo. Juan ha recogido en su
libro las razones (y la ira condenatoria) de un ‘perdedor’. Es posible que los ‘hijos’
(discípulos) de Jezabel hayan terminado siendo gnósticos (¿o montanistas?)”.[5]
El Espíritu siempre tiene
a la vista un proyecto profético para la iglesia, consistente y de amplio alcance.
Las reformas del siglo XVI se asomaron a esa realidad y, por momentos, la encarnaron
con enorme coherencia y fidelidad al Evangelio. Cuando fallaron, se debió
precisamente a su falta de un enfoque adecuado de las enseñanzas del Evangelio.
Por ello, Ellul volvió a la carga en su búsqueda de la actualidad de la
Reforma: “Los reformadores nos enseñan, en todo caso que la Iglesia no puede
estar separada del mundo y replegada en ella misma, no más que siendo directora
y regente en un mundo sometido a ella”.[6]
Como ellos, nuestra fidelidad y obediencia a la palabra divina deben ser los
factores básicos de nuestro compromiso cristiano aquí y ahora:
Pero
la doble dificultad de la comprensión de su acción sobre la sociedad comienza
con el hecho de que esta acción nunca fue para ellos más que la consecuencia de
su fidelidad a la Revelación, a la Palabra del Señor. Si ejercieron tal o cual
influencia, no fue en virtud de sus ideas políticas, de sus doctrinas
metafísicas o de su ideología social, y no más en función de pertenencias a
medios específicos, ni de sus intereses de clase o su inserción en algún grupo
sociológicamente determinado. Fueron hombres de la Palabra y, conscientemente,
voluntariamente, intentaron actuar sobre la sociedad en función de esta única
pertenencia, de esa única voluntaria determinación.[7]
A partir de esta sólida
práctica de obediencia a la Palabra del Señor y a la voz de su Espíritu, la
iglesia, cada iglesia, puede ser capaz de someterse a la voluntad suprema de
Dios que la desea llevar por los caminos de su Reino a fin de instaurarlo
plenamente en el mundo.
[1] Xabier Pikaza Ibarrondo, Apocalipsis. Estella, Verbo Divino, 1999, p. 19.
[2] Ídem.
[3] J. Ellul, “Actualidad de la Reforma”, en Foi et Vie, 1959; en español: Com-Unión, México, CMIRP, año I, núm. 2,
julio-diciembre de 2016, traducción de Francisco J. Domínguez Solano, p. 21, https://issuu.com/cmirp/docs/02-comuni__n-jul-dic2016.
[4] X.
Pikaza, op. cit., p. 69.
[5] Ídem.
[6] J. Ellul, op.cit., p. 21.
No hay comentarios:
Publicar un comentario