sábado, 28 de octubre de 2017

Letra 542, 29 de octubre de 2017

MENNO SIMONS (1496-1561)
100 Personajes de la Reforma Protestante. México, CUPSA, 2017.

Resultado de imagenSacerdote neerlandés nacido en Witmarsum y fallecido en Wustenfelde. “Tuvo una importante educación intelectual en el monasterio de Pingjum. De los veinte a los veintiocho años […] fue aleccionado en “lecturas académicas y disputas sobre teología y filosofía […] los candidatos sacerdotales de la comunidad de los premonstratenses recibieron un entrenamiento académico riguroso. Entre otros, pertenecía a este ámbito la lectura de los padres latinos de la Iglesia como también de otros autores latinos, por ejemplo, Cicerón” (H. Siemens). En 1524, a los 28 años de edad, fue ordenado al sacerdocio católico y nombrado vicario en la parroquia de Pingjum en la Frisia Occidental, cerca de su pueblo natal. Ocupó ese puesto durante siete años y —de acuerdo con su propio testimonio— lo hizo de forma bastante rutinaria. “Pasábamos vanamente el tiempo jugando juntos a los naipes, bebiendo y divirtiéndonos, ay, como es costumbre y hábito de tales gentes inútiles”. Desde su primer año en el sacerdocio empezó a tener dudas en cuanto a la doctrina católica de la transustanciación y más tarde también comenzó a cuestionar el bautismo de infantes.
En 1536, después de leer los escritos de Lutero, se acercó a los anabautistas. Cuando el ala moderada del movimiento se separó del anabautismo revolucionario (Múnster, Ámsterdam), se hizo bautizar de nuevo y fue su “anciano” a partir de 1537. Actuó especialmente en los Países Bajos y el norte de Alemania. Como maestro, pastor y organizador de los sufridos miembros del anabautismo redactó escritos polémicos y de edificación espiritual, entre ellos su obra principal El fundamento de la doctrina cristiana. Los menonitas lo consideran su inspirador. “En el pensamiento teológico de Menno es indiscutible la centralidad de Cristo. Por tal centralidad, entonces, la historia de la Revelación contenida en la Biblia llega a su máximo esplendor en la persona y obra de Cristo. La premisa que se desprende de tal conclusión es que si la Revelación de Dios es progresiva (de luz a más luz), por lo tanto, las creencias y conductas de los creyentes deben cimentarse en la máxima luz, es decir en lo normado por Jesús el Cristo” (C. Martínez García).

Bibliografía
Juan Driver, “Menno Simons y el anabautismo evangélico en los Países Bajos”, en La fe en la periferia de la historia. Guatemala, Semilla, 1997, www.menonitas.org/n3/feph/14.html; Carlos Martínez García, “Un apunte sobre la teología de Menno Simons”, en Magacín, de Protestante Digital, 16 de marzo de 2014, http://protestantedigital.com/magacin/14318/Un_apunte_sobre_la_teologia_de_Menno_Simons; Helmut Siemens, Menno Simons: su concepto de la Biblia, una evaluación. Asunción, CETAP, 2012; Menno Simons, Un fundamento de fe. Asunción, CETAP, 2013; Hans Jörg Urban, “Menno Simons”, en Walter Kasper et al., eds., Diccionario enciclopédico de la época de la Reforma. Barcelona, Herder, 2005, p. 384.
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UNA NUEVA FE PARA UNA NUEVA ÉPOCA: LAS 95 TESIS (IX)
Marco Antonio Coronel Ramos
Universidad de Valencia, 2017

Resultado de imagen para 95 tesis46. Debe enseñarse a los cristianos que, si no son colmados de bienes superfluos, están obligados a retener lo necesario para su casa y de ningún modo derrocharlo en indulgencias.
47. Debe enseñarse a los cristianos que la compra de indulgencias queda librada a la propia voluntad y no constituye obligación.
48. Se debe enseñar a los cristianos que, al otorgar indulgencias, el Papa tanto más necesita cuanto desea una oración ferviente por su persona, antes que dinero en efectivo.
49. Hay que enseñar a los cristianos que las indulgencias papales son útiles si en ellas no ponen su confianza, pero muy nocivas si, a causa de ellas, pierden el temor de Dios.
50. Debe enseñarse a los cristianos que, si el Papa conociera las exacciones de los predicadores de indulgencias, preferiría que la basílica de San Pedro se redujese a cenizas antes que construirla con la piel, la carne y los huesos de sus ovejas.
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Todo ello también queda de manifiesto en el contenido de las tesis siguientes, cuyas afirmaciones podrían ser suscritas por cualquier creyente, y de ahí que pensara que iba a encontrar la anuencia papal. Así, sostiene que es preferible socorrer al pobre que comprar indulgencias (T43); que adquirir una indulgencia y no atender al necesitado atrae la indignación de Dios (T45); y que no hay que descuidar a la familia por gastar dinero en la compra de indulgencias (T46). No cuidar a la familia debidamente era para Lutero un signo de paganismo. Todas estas normas básicas de caridad las infringía el que prefería dedicar su dinero a surtirse de indulgencias por considerarlas más provechosas en materia de salvación que las obras de misericordia. La conclusión de todo ello no puede ser más clara: la caridad despierta lo mejor del hombre; las indulgencias, lo peor (T44), por propiciar la confianza en uno mismo. Por eso, apostilla que cualquier utilidad de las indulgencias es preferible, si estas llevan al hombre a perder el temor de Dios (T49/T32).
Descritos así los peligros de las indulgencias, éstas no pueden ser vistas más que como una opción libre del creyente y no como una obligación (T47). Y todo ello lo dice puntualizando que el papa necesita la intercesión por su persona más que dinero (T48). En estas afirmaciones parece estar intentando conseguir la complicidad de Roma, porque, a su juicio, nadie se opondría ni a sus manifestaciones sobre la caridad ni a esta última de que se rece e implore por el papa. Sin embargo, esa complicidad no era posible, porque, por poner sólo un ejemplo, el cuestionamiento del poder de las llaves socavaba toda la autoridad papal y, con ella, toda la estructura jerárquica de la Iglesia.
Se debe insistir, además, en que la consideración de que la compra de indulgencias es libre (T47), no es simplemente una manera de negarles obligatoriedad. Esa afirmación se asienta en el concepto paulino de libertad, gracias al cual el cristiano se dibuja como ajeno a las prescripciones de la ley (R0 7.6). Las indulgencias serían una suerte de ley, cuyo cumplimiento tendría un efecto casi mágico en la voluntad de Dios. A este tema dedicó la obra La libertad del cristiano (1520), en la que se resume el contenido de esa libertad: “Cree en Cristo; en él te ofrezco toda gracia, justificación, paz y libertad; si crees, lo poseerás, si no crees, no lo tendrás. Porque lo que te resulta imposible a base de las obras y preceptos -tantos y tan inútiles- te será accesible con facilidad y en poco tiempo a base de fe”.
La fe, por tanto, libera de las ataduras de la ley: “San Pedro y san Pablo entendieron la libertad evangélica como una liberación no sólo del pecado y de la muerte, sino también de las cargas establecidas en la ley mosaica y, por supuesto y con mayor razón, del estiércol de tradiciones y opiniones humanas”. Por tanto, sólo de la fe vendrá la auténtica justificación, la pasiva, de la que brota la justificación activa, que sí tiene que ver con las obras. De esta noción de libertad nacerá una ética que implica responsabilidad y, sobre todo, frente a la fórmula tripartita medieval del sacramento de la confesión, una ética del arrepentimiento y del reconocimiento de la culpa —y de la aceptación de la pena—.
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EL PROTESTANTISMO, LA FE INSUMISA
Laurent Gagnebin y Raphaël Picon

Surgido de la Reforma del siglo XVI, el protestantismo es una de las cuatro grandes confesiones que constituyen el cristianismo, al lado de la ortodoxa, del catolicismo y del anglicanismo. Nacido de una protesta teológica contra lo que se percibía como errores y abusos de la Iglesia católica romana, el protestantismo forma una comunidad de Iglesias atravesada por corrientes extremadamente diversas. Bautistas, calvinistas, evangélicos, luteranos, metodistas, pentecostales, por citar a aquellos que tienen una especificidad y una sensibilidad. Sin embargo, todos son protestantes, en razón del lazo que los une a un pedestal de convicciones que trascienden sus particularidades respectivas.
Los reformadores, Lutero, Zwinglio, Calvino, Bucero, Farel y otros, por unanimidad compartieron la convicción que ahora resuena en el corazón del protestantismo: ¡sólo Dios nos puede llevar a Dios! Ninguna institución eclesiástica, ningún papa, ningún clérigo nos puede conducir a él: porque, en primer lugar, Dios es quien viene a nuestro encuentro. Ninguna confesión de fe, ningún compromiso en la Iglesia, ninguna  acción  humana  nos  puede  atraer  la benevolencia de Dios: sólo su gracia nos salva. Ningún dogma, ninguna predicación, ninguna confesión de fe pueden hacernos conocer a Dios: sólo su Palabra nos lo revela. Dios no está sujeto a ninguna transacción posible, su gracia excede cualquier posibilidad de intercambio y reciprocidad. En el protestantismo, Dios es precisamente Dios precisamente en la medida en que nos precede y permanece libre ante cualquier forma de sumisión.
Durante mucho tiempo el protestantismo se definió distinto al catolicismo y en ruptura con él. Llevados a “transformar una respuesta manejada al interior de la Iglesia católica hacia una protesta que en adelante va a actuar afuera de ella” (Jean Baubérot), los reformadores dieron nacimiento a un movimiento teológico y religioso que se emancipó poco a poco de su contexto polémico original. He ahí por qué no podemos comprender el protestantismo sin tomar la justa medida del sistema católico romano al que se refiere, pero he aquí también el protestantismo merece ser pensado por él mismo, en sus características propias, sin ser comparado con aquello de lo que antes se desmarcó. Las Iglesias protestantes, así como sus teologías, sus prácticas religiosas, sus tomas de posición pueden, en efecto, tomar sentido y adquirir legitimidad independientemente del catolicísimo. Si no fuera ese el caso, el protestantismo permanecería tributario de las evoluciones de la Iglesia católica romana. Recibiría de ella, así fuera bajo la forma de un cincel, su verdadera identidad o esperaría que finalmente se disolviera en un catolicismo cercano a las tesis de la Reforma.
Esta singularidad del protestantismo es tanto más tangible como las oposiciones iniciales que casi no se atenuaron. Desde la Reforma, los puntos de ruptura entre el protestantismo y el catolicismo romano se acentuaron. Pensemos en los diferentes dogmas promulgados por el catolicismo que no existían en la época de la Reforma y que están en las antípodas de sus convicciones como la Inmaculada Concepción (1854), la infalibilidad pontifical (1870) o la Asunción (1950). Aquí se trata de un tema histórico y a la vez doctrinal que no se debería descuidar. Dicho lo anterior, los encuentros ecuménicos nos permiten hoy en día evocar esas divergencias en un espíritu de apertura y de confianza recíproca. Esas relaciones no obliteran en nada los términos de un debate que exige tanto claridad como honestidad. Vale más una oposición francamente reconocida y asumida, que un diálogo de apariencia engañosa que ponga sombras y permita la confusión y el relativismo.
El protestantismo es una protesta teológica. Para convencerse, bastaría con acordarse del origen histórico de la apelación “protestante”. […] 19 estados, conducidos por Felipe de Hesse y Jean de Saxe, rechazaron someterse al decreto imperial y redactaron una declaración de protesta. “Nosotros protestamos frente a Dios, así como frente a todos los hombres, que nosotros no consentimos ni nos adherimos al decreto propuesto, en las cosas que son contrarias a Dios, a su santa Palabra, a nuestra buena conciencia, a la salvación de nuestras almas”. […]
El protestantismo no es solamente una doctrina, una práctica religiosa o una expresión teológica particular. Tampoco es exclusivamente un movimiento, una actitud o una manera de ser. Es los dos a la vez. En efecto, predicar un Dios libre e inatrapable, anima la protesta en el encuentro de todo lo que quisiera apropiarse de Dios y poner, en su nombre, a la humanidad bajo su tutela y recusar toda forma de alienación religiosa e ideológica; ello conduce a dar testimonio de un Dios insumiso para siempre frente a todo lo que, precisamente, quisiera sujetarlo.

Traducción: F.J. Domínguez Solano

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