UNA NUEVA VENTANA SE ABRE
UNA NUEVA VENTANA SE ABRE
como
página en blanco
para
escribir en ella:
Dios
nos conduce otra vez
por
el pasadizo del tiempo
hacia
horizontes que sólo Él conoce.
Entre
el incierto futuro
los
pliegues de su mano esconden
lo
inaudito, la experiencia insondable
que
acecha con un sabor remoto.
Nada
que envíe sobre sus hijos será dañino,
apenas
la palabra se pronuncie
y
venga el sueño sin pesadumbre,
se
abrirá el surtidor de sus promesas.
Cada
alegría y cada bendición
vendrá
envuelta con su nombre
y
hasta el momento aciago
podrá
desdoblarse en una nube benéfica
cuando
la ensoñación transcurra
y
pueda valorarse lo ocurrido.
En
esa ventana espera una luz por revelarse,
un
nuevo rostro divino que iluminará todo
como
una lumbrera interminable.
Dios,
el eterno, acompaña la duración,
la
espera, la incertidumbre humana natural
para
hacer presente su inefable fulgor
en
la pálida mirada de la fe.
(LC-O)
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EL FIN DE AÑO
Francisco Fernández Carvajal
Hoy, es un buen
momento para hacer balance del año que ha pasado y
propósitos para el que comienza. Buena oportunidad para pedir perdón por lo que no hicimos, por el amor
que faltó; buena ocasión para dar gracias por todos los beneficios del Señor.
La Iglesia nos recuerda que somos peregrinos. Ella misma está presente en el
mundo y, sin embargo, es peregrina. Se dirige hacia su Señor peregrinando entre
las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios.
Nuestra vida es también un camino lleno de
tribulaciones y de consuelos de Dios. Tenemos una vida en el tiempo, en la cual
nos encontramos ahora, y otra más allá del tiempo, en la eternidad, hacia la
cual se dirige nuestra peregrinación. El tiempo de cada uno es una parte
importante de la herencia recibida de Dios; es la distancia que nos separa de
ese momento en el que nos presentaremos ante nuestro Señor con las manos llenas
o vacías. Sólo ahora, aquí, en esta vida, podemos merecer para la otra. En
realidad, cada día nuestro es un tiempo que Dios nos regala para llenarlo de
amor a Él, de caridad con quienes nos rodean, de trabajo bien hecho, de
ejercitar las virtudes…, de obras agradables a los ojos de Dios. Ahora es el
momento de hacer el tesoro que no envejece. Este es, para cada uno, el tiempo
propicio, éste es el día de la salud. Pasado este tiempo, ya no habrá otro.
El tiempo del que cada uno de nosotros
dispone es corto, pero suficiente para decirle a Dios que le amamos y para
dejar terminada la obra que el Señor nos haya encargado a cada uno. Por eso nos
advierte San Pablo: “Andad con prudencia, no como necios, sino como sabios,
aprovechando bien el tiempo”, “pues pronto viene la noche, cuando ya nadie
puede trabajar”. Verdaderamente es corto nuestro tiempo para amar, para dar,
para desagraviar. No es justo, por tanto, que lo malgastemos, ni que tiremos
ese tesoro irresponsablemente por la ventana: no podemos desbaratar esta etapa
del mundo que Dios confía a cada uno.
San Pablo, considerando la brevedad de
nuestro paso por la tierra y la insignificancia que tienen las cosas en sí
mismas, dice: pasa la sombra de este mundo. Esta vida, en comparación de la que
nos espera, es como su sombra.
La brevedad del tiempo es una llamada
continua a sacarle el máximo rendimiento de cara a Dios. Hoy, en nuestra
oración, podríamos preguntarnos si Dios está contento con la forma en que hemos
vivido el año que ha pasado. Si ha sido bien aprovechado o, por el contrario,
ha sido un año de ocasiones perdidas en el trabajo, en el servicio, en la vida
de familia; si hemos abandonado con frecuencia la Cruz, porque nos hemos
quejado con facilidad al encontrarnos con la contradicción y con lo inesperado.
Cada año que pasa es una llamada para
santificar nuestra vida ordinaria y un aviso de que estaCada año que pasa es una llamada para
santificar nuestra vida ordinaria y un aviso de que estamos un poco más cerca
del momento definitivo con Dios. “No nos cansemos de hacer el bien, que a su
tiempo cosecharemos, si no desfallecemos. Por consiguiente, mientras hay tiempo
hagamos el bien a todos”.
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LA PLENITUD DE LOS TIEMPOS
Jean Meyer
El Universal, 22 de diciembre de 2019
Ultima Cumaei venit
iam carminis aetas…
Viene ya el tiempo marcado por la Sibila
Una edad nueva toda, va a nacer una edad
grande
Ya nos viene la Virgen, y las leyes de
Saturno
Y el cielo nos manda una raza nueva
Bendiga, casta Lucina, un niño que va a
nacer
Que la edad de hierro debe transformar en
edad de oro…
Vivo, semejante a los dioses, aquel niño…
Él, soberano de un mundo apaciguado por su
padre.
Traduzco torpemente el inicio de la cuarta Bucólica del inmortal Virgilio. Por
algo, Dante lo escoge como su guía. Los primeros cristianos interpretaron estos
versos como la profecía irrefutable de la venida de la divinidad encarnada en
un niño, el niño Jesús.
“Tiempo marcado”, “una edad grande”, es lo
que dice Pablo (Gálatas 4, 4): “Mas al llegar la plenitud de los tiempos, envió
Dios a su Hijo, nacido de mujer, para redimir…” “Ya nos viene la Virgen”,
exclama Virgilio, y con ella el niño que de ella va a nacer… “La plenitud de
los tiempos”, esa expresión significa que la creación de lo que sea no es posible
en cualquier momento, que el tiempo existe, que la historia existe y de algo
sirve. Leía hace poco en Nature que
la creación de los primeros seres vivos supone estrellas de la tercera
generación, la aparición de sistemas biológicos complejos supone la aparición súper
protegida de sistemas sencillos. El paleontólogo Simon Conway Morris defiende
el surgimiento de una especie inteligente, consciente y social como algo
inevitable (El País, citado por
Daniel Mediavilla, 15 de septiembre 2019).
Ese surgimiento es el fruto de una historia
que, para los cristianos, ha preparado la llegada tan discreta de Cristo, hace
un poco más de 2,000 años, cuando la humanidad se encontró lista para recibir a
Cristo. Cristo es, en griego, la traducción del hebreo mashiah, el que recibió la unción. Samuel untó con aceite al futuro
rey Saúl, aceite santo relacionado con el Espíritu de Dios; Jesús (Yeshua, con
la variante Yeosua/Josué) era un nombre frecuente, nombre de moda en la
Palestina de la época. Este nombre, nos dicen los expertos, significa
“salvación” y el P. Claude Tresmontant S.J. comenta que corresponde a “una
atmósfera inquieta, perturbada, atormentada por angustias, miedos,
culpabilidades y aspiraciones escatológicas”. ¿A poco, no es aquella la
atmósfera nuestra, tanto en el mundo, como en nuestro México? Decir que Jesús
(Salvador) es el Cristo es armar que está habitado por el Espíritu de Dios:
“soberano de un mundo apaciguado por su Padre”. Los cristianos escriben “Padre”
con P alta, en referencia al “misterio admirable e incomprensible de tu
gloriosa Trinidad” (cantan los ortodoxos). Arman que Dios ha colmado, en aquel
momento de plenitud, la infinita distancia que separa al creador de la
creación, sin fulminarnos, como lo teme Isaías cuando siente que Dios se
acerca.
La forma completa del nombre Jesús, siendo Iehoshua, significa “YHWH salva”, “Dios
salvador” y subraya el hecho inicial que es el nacimiento de un niño,
nacimiento que sigue conmoviendo el espíritu y el corazón de los que ayer, hoy
y mañana tienen la convicción que Jesús es verdaderamente el Salvador del
Mundo. Sus compañeros, judíos de Galilea y de Judea, hombres y mujeres, muchas
mujeres, convivieron con él, vivieron con él como con un hombre con el cual
vivir era maravillosamente bueno. Recuerdo, en una película del gran Luis
Buñuel (“Soy ateo, ¡gracias a Dios!”), un hermoso Jesús que exclama “¡Tengo
hambre!” y baja la loma corriendo. Poco a poco a sus compañeros, les invade la
impresión que no era solo un hombre, exclusivamente un hombre, que, en aquel
hombre totalmente hombre, había una ciencia, una potencia, una santidad que era
de Dios.
Y en la noche del 24 de diciembre, en el
seno de su madre, en 270 días, en 39 o 40 semanas, el niño pequeño es el
resultado de los 3 000 millones de años de la vida. Que el niño Jesús llegó con
la plenitud de los tiempos.