1 de diciembre, 2019
¡Alégrate, bella ciudad
de Jerusalén!
¡Ya tu rey viene hacia ti,
montado sobre un burrito!
Es humilde pero justo,y viene a darte la victoria.
Zacarías 9.9, TLA
Habitualmente,
se toma el pasaje de Zacarías 9.9-10 como una referencia obligada para la
entrada de Jesús en Jerusalén, como preámbulo para la semana de su pasión y muerte.
Los evangelios, y especialmente el de Mateo, tomaron esta cita para recrear la
imagen del rey humilde que entra a la ciudad para hacerse cargo del trono. Pero
siendo este profeta uno de los que acompañaron el proceso de reconstrucción del
pueblo, la ciudad de Jerusalén y las instituciones judías, Zacarías comprendió mucho
de lo acontecido como parte de un plan más amplio de proyección universal de la
actuación divina en el mundo. La época reflejada en el libro de Esdras/Nehemías
sirvió como un preámbulo para la percepción de un tiempo nuevo en el cual las esperanzas
del pueblo se cumplirían, aun cuando la evolución de los sucesos fue bastante
ambigua y llena de complejidades. De ese modo, lo que aparece al final de la
primera sección de este libro, en el cap. 8, es una visión exaltada de las
bondades de la reconstrucción y de la alborada de un futuro nuevo para
Jerusalén y para el pueblo de Dios: “Ustedes han oído mi mensaje / por medio de
mis profetas, / desde que se puso la primera piedra / para reconstruir mi
templo. / Por lo tanto, ¡anímense! […] Sembrarán sus campos en paz, / y sus
viñedos darán mucho fruto; / el cielo enviará sus lluvias / y la tierra dará
sus cosechas. / Todo eso les daré a ustedes, / los que han quedado con vida. / Por
lo tanto, ¡anímense!” (8.9, 13). Todo ello dominado por lo que afirma el v. 2: “El
Señor de los Ejércitos Celestiales dice: mi amor por el monte Sión es intenso y
ferviente, ¡me consume la pasión por Jerusalén!” (RVR 1960).
Zacarías 9-14 (el “Déutero-Zacarías”) se sitúa en un
horizonte que va más allá de la reconstrucción física y material, y desde el
inicio plantea una comprensión no sólo optimista sino más bien apegada a las
promesas divinas y al curso “natural” de la historia de salvación, en el cual
Yahvé se revelaría como un Dios universal que ama a todas sus criaturas y las
llama de todo pueblo y nación para adorarlo desde Jerusalén. Por eso, el mensaje
se dirige a esta ciudad como una buena noticia: “¡Ya llega tu rey!”, pero este
texto
se apoya en la tradición
davídica para evocar la venida de un rey terreno, a imagen de un descendiente
de David. El cuadro se inspira en el rito de entronización real de antaño, cuando
el nuevo monarca entraba en la ciudad montado en una mula, cabalgadura pacífica
(1 Re 1.33-35). A diferencia de los reyes de antaño, cumplirá su verdadera
misión: eliminará todas las armas bélicas y establecerá un régimen de paz en
toda la región, según la imagen idealizada del gran imperio de David.[1]
Este anuncio está precedido por “una evocación poética
de la marcha triunfal del Señor, que va atravesando los países vecinos uno tras
otro, para venir a instalarse definitivamente en su templo”. Su palabra empieza
a hacerse oír desde el norte, en Jadrac, ciudad de Siria del norte, y luego en
Damasco, la capital siria, para atravesar a continuación las ciudades de la
costa siro-palestina: Jamat, Tiro y Sidón (9.1-2). Esta enumeración habla claramente
de la vocación universal de las acciones del Dios de Judá, tal como lo subrayan
las primeras palabras del cap. 9: “Dios está vigilando a toda la raza humana” (1a).
Esta descripción se
inspira probablemente en la reciente campaña victoriosa de Alejandro Magno en
el año 332: avanzando desde el Asia menor, llegó hasta Egipto. La descripción
insiste en la destrucción de Tiro, la ciudad que había pasado siempre por
inexpugnable gracias a su situación en una isla fortificada (v. 4). El terror
se apodera entonces de las ciudades de los filisteos, Ascalón, Gaza y Ecrón. Su
prosperidad parece constituir por aquella época una amenaza peligrosa para la
seguridad de Jerusalén; por eso su orgullo se vendrá abajo (vv. 5-6). Por otra
parte, el Señor mismo toma la palabra para prometerles que, si abandonan los
cultos paganos, habrá una integración entre todos los clanes de Judá (v. 7). De
esta forma todo el país estará seguro, bajo la custodia vigilante del Señor (v.
8).[2]
Entonces aparece la invitación a la “bella ciudad” de
Jerusalén a alegrarse para recibir al rey humilde que vendrá a establecer un
reino de paz y armonía (Is 2; Miq 4; Sal 76) por medio de un amplio dominio del
mundo, “de mar a mar, / ¡del río Éufrates al fin del mundo!” (10b). y es ahí
donde reaparece, también, el lenguaje de la alianza, muy concreto para
referirse al pasado del tiempo de salvación que se anticipa ahora por el
recuerdo del pacto antiguo (11), el cual es la razón de una nueva acción
liberadora: “…por eso rescataré a tus presos / del pozo seco donde ahora están,
/ y volverán llenos de esperanza / a esas ciudades que parecen fortalezas. / Si
hasta ahora han sufrido, / yo me comprometo en este día / a hacerlos dos veces
más felices” (11b-12). Judá e Israel se aprecian como un solo pueblo para
acompañar la intervención divina (13) y eso forma parte del anuncio de una
victoria sobre “los griegos” (hebreo: “los hijos de Javán”, 13b).
El lenguaje bélico, extremadamente simbólico, subraya
el cuidado y el acompañamiento divinos, que se hace efectivo mediante una “tormenta
en el desierto” (14b, frase tomada por el gobierno de George H.W. Bush en su
guerra contra Irak en 1990). La destrucción de las armas enemigas será un signo
de la presencia de Dios al lado de su pueblo mediante una simbología en la que
la sangre desempeña un papel determinante (15). Después de todo ello, advierte
el Señor, “Yo salvaré a mi pueblo / como salva el pastor a su rebaño; /y cuando
ya estén en su tierra, / brillarán como las joyas de una corona” (16). Las
nuevas generaciones crecerán, entonces, “¡alegres, fuertes y bien alimentados!”
(17b). El sentido mesiánico oculto para la época se desvelaría posteriormente, transcurridos
otros tres siglos, con la vida y ministerio de Jesús de Nazaret. Dios, con todo
ello, reconstruiría completamente la fe y la existencia espiritual del pueblo
para hacer presente su plan redentor para toda la humanidad. Para ello, se
desplegaría la cadena de acontecimientos que describen los evangelios, especialmente
el de Lucas, como trasfondo de la manifestación de Jesús como Hijo de Dios.
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