15 de diciembre, 2019
Esto quiero de ti:
que abras los ojos de los ciegos,
que des libertad a los presos,
y que hagas ver la luz
a los que viven en tinieblas.
Isaías 42.7, TLA
“Con
las esperanzas de un pueblo no se juega”. Este aforismo o refrán expresa muy
bien lo que muchas veces se observa de manera inversa en los ámbitos sociales y
políticos: gobernantes o dirigentes manipulando para sus propósitos las
necesidades y expectativas de grupos humanos enteros que una y otra vez son
presa de los intereses de unas cuantas personas instaladas en los puestos de
decisión. Y lo más doloroso es que, frecuentemente, quienes toman decisiones
que implican la desilusión de millones de seres humanos son quienes pertenecen
a las clases dominantes que durante mucho tiempo han encaminado el destino de
países enteros. Por ello, hablar de “las esperanzas del pueblo de Dios” desde
el Antiguo Testamento y, especialmente, de la manera en que las respuestas históricas
de la divinidad condujeron esas expectativas en la ruta de los proyectos de
salvación y redención, obliga nuevamente a regresar en los días de Adviento a
los anuncios contenidos en los llamados “Cánticos del Siervo” de Isaías. En ese
momento, el pueblo exiliado abrigaba la profunda esperanza, en primer lugar, de
regresar a su tierra y retomar el camino que se había suspendido abruptamente
por la conquista y sumisión de asirios y babilonios, los grandes obstáculos imperiales
para la consecución de sus deseos. De modo que ahora ese pueblo miraba frente a
sí una barrera prácticamente infranqueable para que sus esperanzas se
cumpliesen.
La figura del Siervo, surgida directamente de la
imaginación de Dios, aparece en esta etapa de la historia del pueblo como una
de las respuestas a la esperanza del pueblo. En el primer cántico, muy cercano
a las palabras iniciales de esta sección del libro (40.1: “¡Consuelen a mi
pueblo! ¡Denle ánimo!”), se dibuja el perfil de una persona que vendría a
contribuir a la recuperación de un ánimo social y colectivo que se encontraba
por los suelos. Con su actuación, Dios tomaría las esperanzas del pueblo para
reencauzarlas mediante un anuncio de fortalecimiento a los débiles y restauración
de la justicia (42.3b). Esa acción proclamada por el profeta sería fundamental
para el restablecimiento del ánimo y las esperanzas populares. En este
contexto, un factor de esperanza en medio de todo lo sería el rey persa Ciro,
quien comenzó a ser visto como una posibilidad para alcanzar algún cambio en el
horizonte histórico (41.2-5, 25: “De Persia viene un rey / a quien he llamado
por su nombre, / y aplastará a los gobernantes. / Llegará por el norte, / y los
aplastará bajo sus pies”; 44.28-45.1-4; 48.14-15). “Pero ¿qué esperanza puede
proporcionar todo esto a los desterrados de Judá? Cuando Babilonia sucedió a
Asiria, ¿salió ganando alguno? Las tiranías se suceden unas a otras... Pero
empieza a decirse precisamente que Ciro no es un conquistador como los demás”.[1]
Este siervo, cuyo perfil corresponde en buena medida
al rey persa, pero que agrega elementos de la línea profética de Jeremías, ha
recibido el espíritu igual que otros profetas y reyes anteriores (40.1b). Su actividad
estaría orientada hacia las “naciones”, las “islas” y por el establecimiento
del juicio. En la orientación profética, este misterioso personaje vendría a
realizar su labor con discreción, sin ruido (v. 2) y sin violencia hacia los
heridos y agonizantes, respetando metafóricamente a “la caña quebrada” y a “la
mecha mortecina” (v. 3), sin desmayar ni “quebrarse” (4a), “en la oscuridad, en
la debilidad, en el respeto atento a los pobres y los desvalidos”, para el
establecimiento de la justicia (4b). El llamado a servir es firme, por parte
del propio Dios creador y sustentador de todas las cosas (5), quien está detrás
de todo lo que haga como señal del pacto (6a) “para ser antes las naciones / la
luz que ilumine” (6b). La tarea específica es liberadora e iluminadora, algo
que no necesariamente podría hacerse desde el poder político sino desde la profundidad
de la realidad espiritual: abrir los ojos de los ciegos, liberar a los presos y
hacer que vean la luz quienes viven en las sombras (7). Todo un programa en
consonancia con el proyecto alternativo yahvista antiguo. El Dios Todopoderoso
(El Shadday, 8a) es quien respaldará
todas estas acciones y quien impone su soberanía (8b). La fuerza de sus
promesas es absoluta (9a) y ahora anuncia “cosas nuevas / que aún están por
ocurrir” (9b).
De esa manera, las esperanzas del pueblo son tomadas
por Dios y conducidas de una manera delicada (con algodones, como en el poema
de César Vallejo: “Y Dios sobresaltado nos oprime / el pulso, grave, mudo, / y
como padre a su pequeña, / apenas, / pero apenas, entreabre los sangrientos
algodones / y entre sus dedos toma a la esperanza”, Trilce, XXXI), pero enérgica, para llevarla a otra etapa de la
historia de la salvación. En el horizonte histórico original, el pueblo percibiría
lo que Dios estaba haciendo en la política internacional (lo macro), moviendo
sus hilos para beneficiar al pueblo pobre y necesitado, pero sobre todo, (en lo
micro, lo interior, lo espiritual) para despertar y consolidar las esperanzas
de quienes estaban literalmente desfallecientes.
Ese mesianismo en ciernes,
cuidadosamente construido por Dios en la antigüedad vendría a desembocar en la
figura y actuación de Jesús, el mesías prometido, tal como se aprecia explícitamente
en Mateo 12 “para iluminar la discreción de Jesús en su obra mesiánica”. Allí, se
subraya el hecho de la elección de Jesús para llenar completamente las
expectativas del pueblo de manera integral y óptima: “Dios mismo lo ha escogido
en amor, infundiéndole su Espíritu y ofreciéndole una tarea de justicia que
sobrepasa las fronteras de Israel, y así lo dice, para que lo acepten todos.
Invirtiendo la dinámica normal de conquista y transformación política, y el
gesto de dominio de aquellos que quieren imponerse a los demás por medios de
opresión”.[2] El
Siervo “actúa de manera no violenta, en gesto de respeto y pequeñez, en
profunda cercanía hacia los necesitados, en gesto que responde sin duda a la
conducta de Jesús. […] Mateo quiere mantenerse fiel al texto de Isaías, pero lo
recrea e interpreta desde una perspectiva cristiana, destacando su aspecto
mesiánico (cristológico) y su vertiente misionera universal”: “¡Todas las
personas del mundo / confiarán en él!” (12.21).
Porque, en efecto, nadie como el propio Dios para tratar
con esa preciosa e invaluable realidad, la esperanza de un pueblo, que siempre
pide mesías, pero que no siempre acierta al identificarlos. En este caso, el
mesianismo del Siervo de Isaías 42 y el de Jesús de Nazaret coincidieron
felizmente. Eso es lo que se anuncia y se celebra en el Adviento y en la
Navidad: “Precisamente allí donde supera un tipo de clausura israelita, por
obra del Espíritu, en gesto de profunda cercanía y transformación social, desde
su más hondo abajamiento, Jesús puede elevarse y presentarse como portador de
justicia y esperanza para las naciones siendo plenamente judío y, al mismo
tiempo, abiertamente universal”.[3]
[1]
Claude Wiener, El Segundo Isaías. El profeta del nuevo éxodo. 2ª ed. Estella, Verbo
Divino, 1980 (Cuadernos bíblicos, 20), p. 10.
[2] Xabier Pikaza, Evangelio de Mateo: de Jesús a la iglesia. Estella, Verbo Divino, 2017,
p. 472.
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