29 y 31 de diciembre, 2019
A la memoria del Pbro. Abel Clemente Vázquez, pastor, mentor, amigo y promotor, con inmensa gratitud
I
Señor, a lo largo de todas las generaciones,
¡tú has sido nuestro hogar!
Antes de que nacieran las montañas,
antes de que dieras vida a la tierra y al mundo,
desde el principio y hasta el fin, tú eres Dios.
Salmo 90.1-2, Nueva Traducción Viviente
Cuando
a la grandeza y profundidad espirituales las acompaña la belleza en la
expresión, estamos delante de un portento religioso, estético y afectivo. Entre
tantos ejemplos, es el caso del Salmo 90, porque pocas veces ante las Sagradas
Escrituras somos capaces de percibir cómo el golpe mortal de la inspiración
sagrada coincide con el de la inspiración poética de grandes dimensiones. El
recientemente fallecido crítico literario judío estadunidense Harold Bloom
(nacido en 1930) se encargó de subrayar durante toda su labor la enormidad de
las intuiciones religiosas y humanas de la Biblia Hebrea. Para ello, interrogó
hondamente las intenciones de los escritores y encontró que su efectividad
literaria, aunada a la intensidad de su reflexión teológica, es la causa de la
sobrevivencia de estos monumentos a la fe y a la poesía: “Toda poderosa
originalidad literaria se convierte en canónica”.[1] Walter
Brueggemann sugiere “que se lea el salmo como si Moisés estuviera ahora en
Pisgá (Dt 34). Ha llegado hasta el final. De pie mira la tierra prometida a la
que se ha encaminado toda su vida. Ahora cae en la cuenta de que no entrará
allí. Abraza esa dolorosa realidad de que su pretensión de toda la vida de
fidelidad se parará en seco en su disfrute. Se somete a esa realidad que viene
de Dios, pero eso no detiene su anhelo”.[2]
Este salmo indaga luminosamente en los abismos del
tiempo guiado por el faro de la eternidad divina que, a duras penas, podemos
concebir como una realidad medianamente comprensible. Desde sus primeras
palabras somos llevados por el oleaje de la poesía sagrada que observa a Dios
desde la transitoriedad y no puede más que quedar extasiada: “Señor, a lo largo
de todas las generaciones / ¡tú has sido nuestro hogar! / De generación en
generación. / Antes de que nacieran las montañas, / antes de que dieras vida a
la tierra y al mundo, / desde el principio y hasta el fin, tú eres Dios” (1-2;
el v. 2 recuerda lo dicho en Job 38.8). El auténtico hogar no es un lugar, es
una persona: “Yahvéh es casa. La sed de lugar se resuelve en el don de
comunión. Moisés, carente de tierra, puede celebrar tal lugar en una relación”.[3] Estamos,
dice el poeta creyente, ante las puertas
de la eternidad (ese misterio al que decía Jorge Luis Borges, “no estaba
acostumbrado”, porque los seres humanos no podemos acostumbrarnos tan
fácilmente a ella…), ante la distancia inconmensurable y prácticamente
insalvable de la eternidad divina. Nuestra proverbial finitud marca un sendero
solamente superable gracias a la encarnación del Hijo de Dios en el mundo. “Puede
haber melancolía, aun desilusión, pero el salmo es una meditación no tanto
sobre la futilidad y la muerte como sobre el poder de Dios aun frente a la
realidad humana”.[4]
La labor redentora de Dios, como encuentro histórico
con la humanidad, es incansable: “Haces que la gente vuelva al polvo con solo
decir: / ‘¡Vuelvan al polvo, ustedes, mortales!’” (3). La desproporción entre
nuestro lugar en el mundo y en la historia con ese Ser inabarcable es inmensa:
“Para ti, mil años son como un día pasajero, / tan breves como unas horas de la
noche” (4). Es el misterio del tiempo que tanto desveló a Borges (“El tiempo es
la sustancia de que estoy hecho. El tiempo es un río que me arrebata, pero yo
soy el río; es un tigre que me destroza, pero yo soy el tigre; es un fuego que
me consume, pero yo soy el fuego”[5]).
La ligereza con que los seres humanos pasamos por el mundo es como una serie de
metáforas que el salmo desarrolla limpiamente y que muestran cómo Dios nos ve
transcurrir desde su lenta e imperceptible eternidad: “Arrasas a las personas
como si fueran sueños que desaparecen. / Son como la hierba que brota en la
mañana. / Por la mañana se abre y florece, / pero al anochecer está seca y
marchita.” (5-6). En Mesoamérica, un equivalente para estos versos es, entre
muchos otros, el poema de Nezahualcóyotl que dice: “Como una pintura / nos
iremos borrando, / como una flor / hemos de secarnos / sobre la tierra, / cual
ropaje de plumas / del quetzal, del zacuán / del azulejo, iremos pereciendo. /
Iremos a su casa”, que también expresa el sentimiento de limitación y finitud
de la especie humana como un todo.[6]
Si la ira de Dios no nos consume, agrega el salmista,
sí nos entristece, nos atormenta, nos constriñe: “Nos marchitamos bajo tu
enojo; / tu furia nos abruma. / Despliegas nuestros pecados delante de ti / —nuestros
pecados secretos— y los ves todos.” (7-8). Nuestras acciones ponen en riesgo
siempre nuestra vida ante esa justicia inmarcesible. En aquellos tiempos, el
enojo divino era causa de un ostentoso y santo terror: “Vivimos la vida bajo tu
ira, / y terminamos nuestros años con un gemido” (9). La finitud se
multiplicaba en la conciencia de los creyentes. Pero es allí asonde aparece,
precisamente la paradoja de la duración, en una época en que se vivía tan poco:
“¡Setenta son los años que se nos conceden! / Algunos incluso llegan a ochenta.
/ Pero hasta los mejores años se llenan de dolor y de problemas; / pronto
desaparecen, y volamos” (10). Justo aquí, en el lugar bíblico que también
conmovió a alguien como Carlos Monsiváis, podemos decir con él: “Se vuelven
proteicos la furia y la desesperación, la esperanza y el júbilo comunitarios,
el deseo y el placer de asir como se pueda las experiencias. Detente, oh
momento, eres tan bello por tan imposible de evocar con justeza. ¿Y qué es lo
determinante entonces? Aquello donde —por así decirlo— uno ya no distingue
entre sentimientos y razonamientos”.[7]
70 u 80 años, aquí, son poco o son mucho, son los que
Dios mismo quiere que sean: espacio de gracia, de amor derramado a manos
llenas, de la experiencia decantada y asimilada progresivamente en el devenir
que cada persona debe experimentar cotidianamente. Allí está Dios presente todo
el tiempo, con su ¡No! contenido por
la obra de Jesucristo, pero con el ¡Sí! Alentado
siempre por la obra del Redentor de por medio:
El No que nos hace frente
es el No de Dios. Lo que nos falta es también aquello que nos ayuda. Lo que nos
limita, eso es nueva tierra. Lo que elimina toda verdad mundana, eso es también
lo que la fundamenta. ¡Porque el No de Dios es total, por eso ese No es también
su Sí! De ese modo, tenemos en la fuerza de Dios el panorama, la puerta, la
esperanza. […]
Los
que cargan con el peso del No divino serán llevados por el Sí divino, que es
mayor. […]
El
No de Dios es sólo la otra cara del Sí de Dios, vuelta inevitablemente a este
hombre en este mundo.[8]
II
“¿Quién
puede comprender el poder de tu enojo? / Tu ira es tan imponente como el temor
que mereces” (11): situados ante la omnipresencia del furor divino, esa ira que
amenaza con disolvernos en la nada, brota del corazón humano, tan limitado y
precario, la única posibilidad para situarnos ante esa eternidad
incomprensible: tratar de aprender a valorar nuestros días en su justa
medianía, sí, pero también en su eventual grandeza dirigida por nuestro
Creador, Sustentador y Salvador: “Enséñanos a entender la brevedad de la vida,
/ para que crezcamos en sabiduría” (12). Porque el único asidero para capear el
temporal de la vida y sus vicisitudes es la sabiduría que viene del Eterno, del
Absoluto, de Aquel que nos hace vivir siempre a su lado con la esperanza de que
la vida es eso, no un valle de lágrimas para condolerse, sino un sendero de luz
en el que más vale que cerremos los ojos y mantengamos la fe en las promesas
para no perdernos.
Por todo ello, Brueggemann, en su magistral
acercamiento al poema, ha escrito:
Sugiero que el “corazón
de sabiduría” en el v. 12 no es simplemente el de alguien que es realista
acerca de la transitoriedad humana y de la culpa sino el de alguien que sabe
que existe “sentimiento de hogar” en el gobierno de Dios. Ese es el carácter
esencial y la señal definicional de la situación humana. Una tal lectura de la
realidad va contra la evidencia, aun contra la evidencia ofrecida en el salmo
mismo. Un “corazón de sabiduría” que no es capturado por la evidencia, que no
se impresiona excesivamente por los datos al alcance sino aquel que presta
atención a la persistente realidad del señorío de Yahvéh.[9]
Esa búsqueda de conocimiento, de profundización ante
la cortedad de la vida es resultado de la influencia del enfoque sapiencial,
que se entrecruza creativamente con el tono lírico de la plegaria: “La
sabiduría trata de ir al fondo de las cosas y descubrir lo oculto; penetra en
lo más recóndito de la vida humana con una sonda inexorable. El Salmo 90
muestra las repercusiones que tienen las ideas sapienciales en un cántico de
lamentación de la comunidad:[10]
Una vez que en los v.
1-12 se ha profundizado en lo que es la penitencia y el lamento, prorrumpen las
peticiones en los v. 13ss. Nos revelan el hambre de misericordia y bondad que
tiene el pueblo de Dios, que lleva sufriendo ya tanto tiempo. Yahvé se ha
ocultado. Todas las peticiones le ruegan insistentemente que vuelva a
manifestarse; que se muestre como el Señor que es de la historia. Sin la
intervención eficaz de Dios, toda actividad humana es vacía y carente de
fundamento (v. 16s). Por eso, la comunidad ora encarecidamente para que la
bondad de Yahvé vuelva a dar fundamento a toda actividad de la vida.[11]
Hans-Joachim Kraus explica ese trasfondo: “…la
situación que dio lugar al Sal 90 no está especificada concretamente. No se habla
de opresión por parte de enemigos, de plagas de langostas, de epidemias o de
otras cosas por el estilo. Lo único que llegamos a saber es que una grave carga
pesa sobre el pueblo (v. 13); que desde hace años no se experimentan más que
sufrimientos (v. 15), y que todas las obras humanas se hallan paralizadas sin esperanza
(v. 17)”.[12]
El poema avanza hacia una súplica imprecatoria de tono comunitario que bien
podría corresponder a otras épocas de la historia del pueblo: “¡Oh Señor,
vuelve a nosotros! / ¿Hasta cuándo tardarás? / ¡Compadécete de tus siervos!”
(13).
“La mañana (v. 14) es el momento en que Dios da su
respuesta y presta su ayuda (cf. Sal 46.6; 143.8)”:[13] “Sácianos
cada mañana con tu amor inagotable, / para que cantemos de alegría hasta el final
de nuestra vida” (14). “¡Danos alegría en proporción a nuestro sufrimiento
anterior! / Compensa los años malos con bien” (15). La comunidad solicita que,
después de mucho tiempo de desgracias, pueda disfrutar de una época de alegría
que dure lo mismo. “Yahvé es convocado a dar un giro. Es trabajo de Yahvéh convertir la miseria en
gozo. La siguiente palabra ‘ten piedad’ (naham) es la usada en Is. 40:1 para el término del exilio. Este
lenguaje busca un acto transformante de Yahvéh y no duda que se le pueda
conceder”.[14]
“Permite que tus siervos te veamos obrar otra vez, / que nuestros hijos vean tu
gloria” (16): Pero el momento decisivo acontecerá cuando Yahvé actúe visiblemente,
pues lo había ocultado, y haga resplandecer su gloria sobre los descendientes. Entonces
todo lo que suceda tendrá, gracias a esa acción, nuevos fundamentos y prosperidad.
“Y que el Señor nuestro Dios nos dé su aprobación / y haga que nuestros
esfuerzos prosperen; / sí, ¡haz que nuestros esfuerzos prosperen!”: la acción humana
es proyectada hacia el ámbito del bienestar. La acción humana productiva alcanzará
así formas de trascendencia influidas por el impulso divino. La frase final del
salmo (“la obra de nuestras manos confirma”, RVR 1960)
seguramente se refiere a los
bienes y logros humanos. Israel sabe que Dios puede bendecir el trabajo de
nuestras manos […] la petición terminal aquí no es la del que cede al poder
majestuoso de Dios (como se podría esperar con un “corazón sapiencial”) sino la
de querer que a esta yerba que languidece se le dé durabilidad. Esta última
petición, junto con todo el lamento, parece volar contra los clamores de la
primera parte del salmo. […]
El
autor ha concluido que nuestra situación no se definió finalmente por el polvo
y la hierba sino por alguien que nos hace sentir en casa salvos. […] La entrega testamentaria de la soberanía
divina es lo que permite la aserción humana que en otros contextos podría aparecer
como presunción prometeica. Pero aquí es una respuesta de fe a Dios. En medio
de la realidad el tú de Dios invita al Israel orante a avanzar en la esperanza.[15]
La transitoriedad humana (y de sus obras) puede ser
transformada por el toque divino para recibir una orientación que traspase el
tiempo. El poeta Rainer Maria Rilke (en traducción de Sergio Cárdenas) se asomó
a sus ventanas etéreas para afirmar:
Los
años se van
Los años se van... y pues sí, es como en el tren:
Nos adelantamos a todo y los años se quedan
como el paisaje detrás de los cristales de este viaje
que el sol aclaró o empañó la helada.
Nos adelantamos a todo y los años se quedan
como el paisaje detrás de los cristales de este viaje
que el sol aclaró o empañó la helada.
Cómo se ordenan los sucesos en el espacio:
algo se vuelve prado, algo árbol se vuelve,
algo a construir el cielo se fue a ayudar...
la mariposa y la flor existen, ninguna miente:
algo se vuelve prado, algo árbol se vuelve,
algo a construir el cielo se fue a ayudar...
la mariposa y la flor existen, ninguna miente:
la transformación no es una mentira...
(Poemas consumados,
1906-1926)
[1] Cf. H. Bloom, El canon occidental. La escuela y los libros de todas las épocas. Barcelona,
Anagrama, 1994, p. 35.
[2] W. Brueggemann, El mensaje de los salmos. México, Universidad Iberoamericana, p. 169.
[3] Ibíd.,
p. 167.
[4] Íbíd.,
pp. 167-168.
[5] J.L. Borges, “Nueva refutación del
tiempo”, en Otras inquisiciones. [1952],
Obras completas 1923-1972. Buenos
Aires, Emecé, 1974, p. 771.
[6] Nezahualcóyotl, “Como una pintura nos
iremos borrando”, en Poemas.
Barcelona, Linkgua Ediciones, 2019 (Poesía, 158), pp. 46-47.
[7] C. Monsiváis, “Los días de nuestra edad”,
en La Jornada, 4 de mayo de 2008, www.jornada.com.mx/2008/05/04/index.php?section=cultura&article=a03a1cul.
[8] Karl Barth, Carta a los Romanos. Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 1998,
pp. 86, 89, 474.
[9] W.
Brueggemann, op. cit., p. 169.
[10] H.-J. Kraus, Los Salmos. II. 60-150. Salamanca, Ediciones Sígueme, 1995
(Biblioteca de estudios bíblicos, 54), p. 326.
[11] Ibíd.,
p. 328.
[12] Ibíd.,
p. 322.
[13] Ídem.
[14] W.
Brueggemann, op. cit., pp. 169-170.
[15] Ibíd.,
pp. 171, 172.
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