24 de diciembre, 2019
En memoria del Pbro. Carmelo Cruz Borges
De la Palabra nace la
vida,
y la Palabra, que es la vida,
es también nuestra luz.
La luz alumbra
en la oscuridad,
¡y nada puede destruirla!
Juan 1.4-5, TLA
A la visión condescendiente y a veces bastante manipuladora
de la historia humana de la Encarnación divina en el mundo, lo que se conoce
como fiesta cristiana de la Navidad, los textos bíblicos opusieron (en sus
diferentes versiones del suceso), por un lado, una historia marcada por el
trasfondo socio-político (así lo hizo particularmente Lucas, al referirse a los
gobernantes romanos y judíos) y, por el otro, los rasgos profundos de una intrahistoria teológica, como lo describieron
el propio Lucas (en su indagación de los entretelones del suceso) y el Cuarto
Evangelio, al situar ese magnífico evento al interior del propio Dios. El
evangelio de Marcos, que no relata el nacimiento de Jesús, proyecta desde su
inicio su actuación como parte de la venida del Reino de Dios en “el kairós preciso”, “el tiempo cumplido” (peplérotai jo kairós, 1.15). Varios años
después vendría Pablo de Tarso a establecer, mediante una fórmula basada en las
antiguas promesas, una frase que colocó el acontecimiento en su justa dimensión:
el “cumplimiento del tiempo, pléroma tou
jrónou” (Gál 4.4a). Ambas realidades, complementarias y simultáneas, cronos y kairós, remiten a la idea de que la historia humana alcanzó su
madurez para albergar la Encarnación divina o, de que estaba grávida y fue
capaz de alumbrar la llegada extraordinaria del Hijo de Dios (el Mesías
absoluto, el Ungido) al mundo: “Hemos interpretado la plenitud del tiempo como
el momento de madurez en un desarrollo particular religioso y cultural —al que
añade, con todo, la advertencia de que la
madurez significa no sólo la capacidad de recibir la manifestación central del
reino de Dios sino también el más
grande poder de ofrecerle resistencia”.[1]
Esa palabra griega (kairós) sirvió con enorme precisión para
expresar en el Nuevo Testamento (30 veces en Pablo y 22 en Lucas) lo que sucede
cuando Dios interviene en la historia y para describir los acontecimientos
veladamente intrahistóricos, solamente
perceptibles para los “ojos de la fe”, porque desde esta experiencia es más
intensa la expectativa por las acciones divinas. Por eso hay tanta contradicción entre el festejo navideño como
tal y los detalles kairológicos previos (casi como una historia más del Antiguo
Testamento), tal como los narra, incluso con gran lentitud, el evangelio de
Lucas. Para el teólogo protestante Paul Tillich (1886-1965), la encarnación de Jesucristo
es el evento kairológico por
excelencia, aunque la idea propiamente dicha de kairós designa básicamente periodos de crisis recurrentes de la
historia que posibilitan la oportunidad para demandar decisiones existenciales
(II Co 6.2, “tiempo propicio para la salvación”): “Este acontecimiento [la
encarnación de Jesucristo] no sólo es el centro de la historia de la
manifestación del reino de Dios; es también el único acontecimiento en el que
se afirma plena y universalmente la dimensión histórica. La aparición de Jesús
como Cristo es el acontecimiento histórico en el que la historia toma
conciencia de sí m misma y de su sentido”.[2]
En este contexto, traducirla por coyuntura podría resultar más consecuente: “Pero
cuando llegó la coyuntura crítica específica,
Dios envió a su Hijo…”. “Jesucristo asume en su naturaleza divina y humana la
dimensión temporal y entra en la historia. […] Con Cristo, el tiempo y la
historia alcanzan su plenitud total. El sentido pleno que adquiere la historia
a la luz de la encarnación del Hijo de Dios no se reduce o limita a éste, sino
que Dios está presente en la historia”.[3]
A todo ello hizo alusión Jean Meyer
cuando escribió: “Ese surgimiento es el fruto de una historia que, para los
cristianos, ha preparado la llegada tan discreta de Cristo, hace un poco más de
2,000 años, cuando la humanidad se encontró lista para recibir a Cristo. […] [Los
cristianos] Afirman que Dios ha colmado, en aquel momento de plenitud, la infinita
distancia que separa al creador de la creación, sin fulminarnos, como lo teme
Isaías cuando siente que Dios se acerca”.[4]
El Cuarto Evangelio da por sentado
que en el interior de Dios no existe el tiempo o, para decirlo humanamente, el
tiempo está detenido o suspendido, que Dios no se rige de ninguna manera por el
cronos y que transcurre de una manera
infinitamente distinta a como transcurre para nosotros, por la forma en que
estamos sometidos a los dictados del tiempo, que no perdona jamás, como decía Agustín
de Hipona. Por ello, tal vez, el autor de este evangelio no consideró necesario
escribir una “historia del nacimiento” sino que, a contracorriente de sus
colegas, intentó ahondar en el misterio divino más profundo. Para ello,
recurrió al lenguaje de Génesis 1 y de Proverbios 8, donde, en el primer caso,
está la idea de “principio”, del inicio absoluto de todas las cosas, donde Dios
vuelve a ejercer su poder creador para instaurar lo nuevo en el cosmos y así
dar inicio a una nueva realidad, tal como lo hizo en la creación originaria. En
el segundo caso, basándose en la realidad de la “preexistencia” del Logos (1.1a,
tan firmemente expuesta en el resto del evangelio: 8.58; 17.5, 24) y de la
Sabiduría, trasfondo obligado para comprender lo sucedido con Jesús. El Logos divino
(acompañado por ella) fue co-creador con Dios (1.2-3). La luz emanada por él
vino a iluminar el mundo (1.4-5). Este simbolismo apunta hacia lo negativo,
hacia lo opuesto, lo crítico, representado por la oscuridad: Juan apuntaría
hacia la venida de esa luz como una necesidad kairológica (1.6-9).
El Logos, agrega el texto, vino a
acompañar al mundo como una realidad histórica entre los pliegues del tiempo,
pero para reconocerlo era preciso hacerlo con los ojos de la fe, que no
funcionaron para la mayoría (1.10-11), ni siquiera su propio pueblo, el judío (1.11).
Quienes lo recibieron como Enviado de Dios, es decir, las comunidades juaninas
de la época del Cuarto Evangelio y de las Cartas de Juan, alcanzaron la
filiación divina gracias a él (1.12-13). En ese momento del discurso se afirma
el hecho kairológico máximo: a) el
Logos se hizo carne (sarx, 1.14a), b) habitó entre la humanidad (“se hizo
uno de nosotros”, 14b) y c) fue
visible su gloria como hijo único del Padre, así como su gracia y verdad (14c).
De todo esto dio testimonio con anterioridad Juan a fin de anunciar la venida
del Logos preexistente de Dios (15).
A la crisis representada por ese
cumplimiento del tiempo en el primer siglo de lo que sería la era cristiana le
siguió el correspondiente abajamiento existencial que constituyó una ruptura al
interior de la Trinidad, con tal de hacer presente el cumplimiento de las
promesas mesiánicas antiguas. Lo sucedido con Dios propició un verdadero
acercamiento y entendimiento con lo humano gracias a la experiencia histórica
del Logos convertido en carne, quien de esa manera se condolió y comprendió
completamente lo que significa ser transitorio, vivir la fe en las exigencias cotidianas
y transmitir la presencia de Dios a toda la humanidad gracias a ello. Tal como
lo expresó Karl Barth en un sermón pronunciado en la cárcel de Basilea en la
Navidad de 1954:
¿Qué
nos dice este nombre: salvador? El salvador es aquel que nos trae la salvación
y, por lo tanto, aquel que nos ayuda y nos es saludable. Es el que ayuda, el
libertador, el salvador, como ningún hombre, sino como solamente Dios puede
serlo para nosotros y lo es: el libertador, el que ayuda, el salvador de toda
necesidad, en la que andaríamos perdidos sin él. Pero ahora no estamos
perdidos, porque él está aquí como el salvador.
Y el salvador es aquel que nos trae la salvación a
cambio de nada, gratuitamente, sin que lo merezcamos y sin nuestra intervención,
y sin que después se nos presente la cuenta. A nosotros solamente nos toca
extender la mano y recibirla, y estar agradecidos como quien ha sido obsequiado
con un regalo.
El salvador es aquel que trae la salvación a todos, sin reserva y excepción,
simplemente porque todos nosotros tenemos necesidad de él, y porque él es
el Hijo de Dios, que es Padre de todos nosotros. En cuanto se ha
hecho hombre, se ha hecho hermano de
todos nosotros.[5]
O desde la percepción poética de Francisco Luis Bernárdez (Argentina, 1900-1978):
O desde la percepción poética de Francisco Luis Bernárdez (Argentina, 1900-1978):
Soneto de la encarnación
Para que el alma viva en armonía
con la materia consuetudinaria,
y, pagando la deuda originaria,
la noche humana se convierta en día;
para que a la pobreza tuya y mía
suceda una riqueza extraordinaria
y para que la muerte necesaria
se vuelva sempiterna lozanía,
lo que no tiene iniciación
empieza,
lo que no tiene espacio se limita,
el día se transforma en noche oscura,
se convierte en pobreza la
riqueza,
el modelo de todo nos imita,
el creador se vuelve criatura.[6]
[1] P. Tillich, Teología sistemática. III. La vida y el Espíritu. La historia y el Reino
de Dios. Salamanca, Ediciones Sígueme, 1984 (Verdad e imagen, 75), p. 444. Énfasis
agregado.
[2] Ídem. Cf. P. Tillich, The interpretation
of history. Nueva
York, C. Scribner’s, 1936, http://media.sabda.org/alkitab-2/Religion-Online.org%20Books/Tillich%2C%20Paul%20-%20The%20Interpretation%20of%20History.pdf: “Lo divino está presente como una realidad concreta unida al
ser humano y la criatura, pero su carácter incondicionado permanece intocado. Su
mismo sufrimiento y muerte salvaguarda su carácter divino en la medida en que
niegan la afirmación de un individuo como tal para ser incondicionado incluso
en el caso de que él sea la encarnación de Dios mismo”.
[3]
Óscar Cruz Cuevas, La doctrina del kairós en Paul Tillich, tesis
doctoral, Madrid, Universidad Complutense, 2007, p. 176, https://eprints.ucm.es/7734/1/T30051.pdf.
[4] J. Meyer, “La plenitud de los tiempos”,
en El Universal, 22 de diciembre de
2019, https://www.eluniversal.com.mx/opinion/jean-meyer/la-plenitud-de-los-tiempos.
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