9 de septiembre, 2007
Jueces 2:6-23
En nuestra meditación acerca de la historia nos encontramos de frente con el libro de los Jueces. Libro compuesto por una serie de narraciones heroicas provenientes de las diferentes tribus de Israel. Hablan de héroes locales, sus hechos y sus aventuras en algunos casos como el de Sansón. Provienen de la tradición oral del antiguo Israel, de las leyendas que quedan en la memoria popular y que, por lo mismo, la fantasía, la imaginación y el deseo social van añadiendo detalles fantásticos. Por eso nos encontramos con personajes tan interesantes como Yair, que tenía treinta hijos que motaban en treinta pollinos o Ibsán que tenía treinta hijas y treinta hijos que casó con treinta mujeres que trajo de fuera. Este tipo de literatura también la podemos encontrar en nuestro país. Por ejemplo, creo que el más claro, son los relatos de la revolución de 1910-1917. Zapata, Villa, Carranza, Obregón y los demás caudillos, que actuaron en diferentes partes de la república y prácticamente al mismo tiempo. Sin duda existieron, tenemos pruebas de ello, pero en la memoria popular habitan de diferente manera. En los corridos, en los recuerdos, se transforman y en ocasiones parece que Zapata hubiese medido más de dos metros o que Villa fuera un gigante que vencía a todos sus contrincantes con la mayor facilidad. Muy similares son las historias de los jueces de Israel.
Pero debemos tener en cuenta una característica fundamental de estas narraciones. Parten de la re-lectura y la construcción teológica. Después de vivir en la cultura oral del pueblo de Israel se redactan en la forma que las conocemos. El redactor final al que llamamos el deuteronomista, por seguir la tradición del Deuteronomio, recopila las leyendas de los héroes de antaño y las ordena, las narra, siempre al servicio de su mensaje teológico. Mensaje que en resumidas cuentas es el siguiente: lo que hace diferente al Dios de Israel es que participa en la historia. Mientras que los dioses vecinos son ajenos al mundo, a la humanidad y sólo exigen adoración y culto, el Dios de Israel se mete en la historia, toma parte en los procesos sociales y forma una comunidad nueva.
Cuánto trabajo ha costado entender esto incluso en nuestros días. Realmente es muy problemática la idea de Dios en la historia. Surgen preguntas importantes, negamos y afirmamos muchas cosas que en ocasiones parece nos llegamos a contradecir. Bastan algunos ejemplos para ilustrar lo anterior: si Dios está en la historia, ¿por qué permite los desastres naturales?, ¿por qué los sismos que arrebatan vidas o los huracanes que despojan a miles de su patrimonio?, ¿dónde está Dios cuando hay guerra o un ataque terrorista?, si Dios actúa en la historia, ¿por qué de los millones de pobres?, ¿Dios no está con ellos?, y si está con ellos, ¿está inmóvil, no actúa, está dormido ante su dolor?
Es difícil llegar a conclusiones rápidas sobre el tema. Lo que sí es seguro es que la historia es fundamental para entender nuestra fe. No podemos consolidar una idea del Dios judeo-cristiano sin hablar del pasado. El principio para la reflexión en el Dios histórico es justamente una evaluación, reflexión e incluso re-construcción del pasado.
Esta idea la vemos tanto en la Biblia como en nuestra historia personal. El grupo de personas que redactó finalmente el texto bíblico, o mejor dicho que reunió los textos hebreos, a partir de su experiencia de Dios en el exilio babilónico, construye la historia desde los orígenes. Es la idea de un Dios que no abandona a su pueblo incluso cuando éste se encuentra en territorio extranjero, del pecado y la idolatría que trae como castigo el exilio y de que al final Dios se manifestará plenamente re-creando un mundo de justicia para todos. En resumen, como lo vemos, es la idea del Dios que permanece con su pueblo, que lo acompaña y que sí participará tangiblemente, plena y totalmente en la historia, pero esa intervención es promesa por ahora. Desde ahí se hace una nueva lectura del pasado del pueblo de Israel. Se entiende a Adán, a los patriarcas, Abraham, Jacob, José e incluso Moisés como elegidos por Dios para formar un pueblo especial. El mismo pueblo de Israel es elegido por Dios para crear una alianza y así formar un proyecto diferente al de las demás naciones. La historia de salvación del pueblo de Israel se forma a partir de un momento dado en la historia: a partir de su experiencia histórica de Dios.
De manera similar, decíamos, pasa en nuestra historia personal. Construimos nuestra fe desde el repaso de la historia. Nos situamos en el presente, y para utilizar el lenguaje de los salmos, ponemos al pasado frente a nosotros. Nos damos cuenta de que el presente es una continuación perfecta del pasado. Seguimos haciendo historia a cada momento. Lo que vivieron nuestros ancestros, abuelos y padres le damos continuidad en nuestra vida. Cada uno de nosotros es heredero de un pasado ya sea como nación, como pueblo o como familia. Si vemos hacia el pasado encontraremos un mundo nuevo. Tenemos un encuentro con la historia de nuestro pueblo.
La historia de nuestro pueblo es así: nuestros padres indígenas fueron conquistados, humillados y esclavizados. Llegaron hombres y mujeres poderosos que les obligaron a creer en un dios extranjero. El Egipto de nuestro pueblo se vivió en nuestra propia tierra. El clamor del pueblo indígena subió a Dios y Dios, el de la liberación, escuchó el clamor de su pueblo oprimido. Un día llegaron unos hombres con voz de profeta, con espíritu de lucha que habían recordado lo que significa libertad y dignidad. Dios, Jehová Dios, el Dios de nuestros padres, levantó a hombres y mujeres de ese sueño de la conquista y su Palabra hizo arder sus corazones. Dios en 1821 liberó al pueblo mestizo del yugo opresor de la esclavitud. Pero los primeros años no fueron fáciles. Hubo conflictos internos. Los diferentes partidos se peleaban. Unos querían un rey, otros un presidente, otros ser parte de Estados Unidos. Incluso otros pueblos querían invadir nuestro territorio, ya que decían aquí fluye leche y miel. Existieron algunos caudillos que Dios también envió y que por algunos años trajeron la paz al pueblo mexicano, entre ellos Juárez. Después de casi un siglo de guerras e inestabilidad llegó un hombre que se convirtió en gobernante absoluto, casi un monarca: Porfirio Díaz. Trajo progreso al país y muchas cosas positivas. Pero su corazón se corrompió y comenzó a mirar a otros dioses extranjeros: la riqueza entre ellos. Entonces cesó la bendición de Dios al pueblo y trajo pobreza extrema. Pero contra ese poder absoluto también Dios levantó a profetas que clamaban por justicia. Hombres y mujeres con defectos, como todos, pero que vieron su situación, la necesidad de denunciarla y luchar por algo nuevo. Madero, Obregón, Villa, Zapata, Carranza, los Flores Magón, Hesiquio Forcada y muchos más. A algunos el poder mandó que se les matara, otros padecieron cárcel, pero siguieron proclamando justicia. Vinieron después gobernantes y algunos fueron más fieles a la Palabra de Dios y otros no tanto. Algunos han sido fieles y otros han volteado sus rostros a dioses ajenos. Pero Dios, que no deja solo a su pueblo, ha seguido levantando hombres y mujeres que predican algo diferente.
De manera sumamente breve así ha sido la historia de nuestro pueblo. Una historia de salvación también. ¿Podemos ver al Dios de la historia que actúa en la historia de México? Ese Dios que ha acompañado, y sigue acompañando los procesos nacionales, que en medio de corrupción y conflictos sigue participando en la historiad el pueblo de nuestro México, es el Dios de los cristianos también. Es el Dios liberador que predicamos desde aquí. No uno que únicamente se interesa por el pueblo judío sino uno que se interesa de manera también especial por nuestro pueblo mexicano. Después de todo no somos muy diferentes a los otros pueblos así como el pueblo judío no es tan diferente a nosotros. Dios, Jehová Dios, es también el Dios de nuestros padres: Cuahutémoc, Juárez, Carranza y nuestros abuelos. Un Dios que se manifestó diferente a los indígenas, que actúo como ya vimos liberando al pueblo de la opresión y que sigue participando a través de sus profetas y profetizas en la historia nacional.
Pero el pasaje que hemos leído en su versículo 10 lanza una advertencia que debemos tener en mucha consideración: “Y se levantó después de ellos otra generación que no conocía a Jehová, ni la obra que él había hecho por Israel.” El olvido es la perdición de los pueblos. Un pueblo que deja pasar su historia, que olvida su pasado, se despoja de su identidad, de sus proyectos y sueños, quedando a la merced de los extranjeros, de los otros “dioses” y la violencia.
Así fue como sucedió con las generaciones que vinieron después de la muerte de Josué. Recordamos que como parte de la centralidad del mensaje del Deuteronomio está la repetición oral de la fe en el Dios que los liberó de Egipto. Dice Deuteronomio 6:6-7: “Queden en tu corazón estas palabras que yo te dicto hoy. Se las repetirás a tus hijos, les hablarás de ellas tanto si estás en casa como si vas de viaje, así acostado como levantado.” También sabemos que la celebración de la Pascua fue instituida para recordar “de generación en generación” la liberación de Jehová del yugo de los egipcios. En la memoria del pueblo de Israel estaba su fe ya que, como dijimos, Dios e historia están indisolublemente unidos. Pero Jueces 2 nos dice que no fue así. Las generaciones que no conocieron la salida de Egipto, la entrada a Canaán, en pocas palabras, la obra de Jehová en la historia del pueblo abandonaron al Dios de sus padres, que los había sacado de la tierra de Egipto, y siguieron a otros dioses de los pueblos que les rodeaban, dice el v. 12.
Hoy no preguntaremos si como familias transmitimos la fe de generación en generación. La pregunta es: ¿contamos a las nuevas generaciones la historia de nuestro pueblo?
El gran pretexto para no hacerlo es que la historia es aburrida. La verdad es que como pueblo mexicano, al igual que el judío, estamos desarraigados de nuestra propia historia. A la historia se le ve como carente de significado y por lo tanto no se cuenta; al no ser contada el pueblo pierde su identidad y proyecto como nación. Recordemos lo que dicen los dichos de los historiadores: el pueblo que olvida su historia está condenado a repetirla. Y es verdad. Si bien no son copias aquellas repeticiones de la historia sí son muy similares las diferentes etapas que vamos experimentando. La historia deja de ser una línea y se convierte en una especia de espiral que camina hacia delante pero parece que va cumpliendo ciclos interminables.
En el libro de los Jueces lo anterior queda muy bien descrito. Cuando Josué estuvo al frente de las tribus Jehová les acompañó y les bendijo. Al morir el líder el pueblo se desvía. Al mirar a los otros pueblos y a sus dioses, que exigían sacrificios y eran motivo de injusticias, comenzaban a corromperse poco a poco. Entonces cuando estaban sumergidos en la peor de las pobrezas, las injusticias y corrupción Dios escuchaba el clamor de su pueblo levantando como prueba un juez. Tal como dice el v. 18: “Y cuando Jehová les levantaba jueces, Jehová estaba con el juez, y los libraba de mano de los enemigos todo el tiempo de aquel juez.” Pero cuando se retiraba el líder, el juez, nuevamente el pueblo volteaba su rostro a otros dioses y el ciclo se repetía.
Así fue durante mucho tiempo. El pueblo de Israel que olvidaba al Dios de la historia que les liberó de Egipto y les socorría a cada instante se corrompía, clamaba a Dios, él respondía y al poco tiempo Israel volvía a corromperse y a degenerarse aún más, como dice el v. 19. Un ciclo vicioso que también podemos encontrar en la historia de nuestro pueblo. Si es así, ¿cómo podemos decir que Dios rompe éste círculo? Afirmamos que la participación histórica de Dios es romper los ciclos de injusticia y opresión que viven los pueblos, pero ante los pueblos que pierden la historia, que se desarraigan y se corrompen, ¿cómo podríamos afirmar que Dios rompe los círculos viciosos de la historia?
Gerhard von Rad, importante estudioso del Antiguo Testamento, dice lo siguiente: “Yahvéh ofrece a cada generación toda su revelación histórica, en el castigo y en la salvación, de modo que ninguna se hallase sola bajo su ira o sólo bajo su voluntad salvífica; al contrario cada generación puede tener una experiencia completa de Yahvéh".[1] No hay generación que pase sin que Dios actúe en su historia. En la fortuna, la desgracia, la opresión o la libertad Dios actúa de manera real, contundente y en esa acción es donde encontramos su revelación permanente. En los momentos de opresión se manifiesta dando la oportunidad de libertad, rompiendo las estructuras que esclavizan ya sea del poder político, económico o incluso personales. En los momentos de desgracia Dios acompaña, consuela y transforma esperanzas. En los momentos de libertad Dios se revela precisamente en esa libertad que se goza como fruto de luchas y sacrificios.
Cada generación presencia en su vida la acción del Dios-historia. La experimenta de modo palpable en su historia.
Llama la atención, en el libro de los Jueces [tal como decíamos], la repetición constante del mismo ciclo en cuatro fases: vuela a Baal, castigo mediante la opresión de otro pueblo, conversión a Yavé, liberación por medio de un “juez”. De este esquema resulta evidente la oposición polar de dos actitudes: la de Dios que salva, la del hombre que se niega, pero que al propio tiempo sabe reaccionar y tener confianza. Se nota a su vez una insistencia en la inconstancia humana. Da la impresión de que, en cada generación que pasa, Dios debe repetir sus gestas salvíficas (cf. 6,13).[2]
De verdad debemos ver que Dios repite sus acciones de salvación en cada generación y así comprender lo que dirá luego el poeta: “sus misericordias nuevas son cada mañana”. Después de una re-lectura del pasado, de descubrir la acción salvadora de Dios en la historia debemos enfrentar nuestro presente y descubrir que está haciendo Dios hoy, ya que, como dijimos, sigue actuando.
En la historia de nuestro país Dios levantó hombres y mujeres para luchar en contra de la opresión y la esclavitud, para crear un país de libertad y equidad. Ante la pobreza extrema y la violación a la dignidad humana (que varios ya habían denunciado, entre ellos Fray Bartolomé de las Casas) Dios actuó de manera incuestionable y liberó a los “pequeños”. Ese Dios parcial tomó nuevamente partido en la historia y prefirió luchar al lado de los que rechazados, se unió a la causa des los sin-esperanza y al final, pero no sin miles de vidas sacrificadas, hubo liberación. Pero, ¿qué hacer hoy que según parece el ciclo se repite? Hoy que encontramos pobreza extrema en millones de mexicanos, que vemos opresión y la violación de derechos humanos (de la dignidad humana), ¿cómo está actuando Dios?
Sin duda, y como ya dijimos, levantando profetas y profetizas de en medio del pueblo mexicano. Dentro de esos profetas se encuentra la Iglesia cristiana, nosotros. La Iglesia de Dios se convierte en los ojos y la boca de Dios en la historia y aún más allá, también se transforma en sus manos. Los profetas no pueden callar y no pueden quedarse inmóviles pues si lo hicieran negarían su vocación. Pero, ¿qué hacer?
Esa pregunta, como siempre, queda para encontrar su respuesta de acuerdo al contexto en que se viva. Pero como primer principio debemos decir lo siguiente: nuestro primer deber es recuperar nuestra historia y transmitirla. No permitir que las luchas de nuestro pueblo queden en el olvido, no permitir que las luchas de nuestras familias queden en suspenso. Muchas de las familias que hoy estamos presentes compartimos un pasado de pobreza, marginación y lucha por la supervivencia. Nuestros antepasados (cercanos o lejanos) provenientes del siempre abandonado campo abrieron senderos nuevos pensando en las generaciones que les seguirían más que en ellos mismos. Hoy muchos podemos estudiar la primaria, secundaria, preparatoria o incluso la universidad gracias a nuestros antepasados que fueron liberados y socorridos por Dios. Un Dios que actuó en nuestra historia familiar abriendo ríos en el desierto y caminos donde no había ninguno. Recordar esto, tal como era el mandato de Jehová para Israel, nos reintegra a la historia, abre nuestros ojos para darnos cuenta de que la historia continúa con cada uno de nosotros y de que es nuestro deber seguir cultivando esa semilla de liberación. Lo mismo es con la historia de nuestra patria: cada uno de nosotros es portador/a de la semilla de liberación, de equidad y justicia que ha dado Dios. Somos un escalón más en la historia de salvación de nuestro pueblo. El Dios que actuó y que seguirá actuando sigue moviéndose en la historia de nuestro mundo y nuestro país. Se mueve levantando profetas y profetizas que recuerden la historia, que hagan memoria de las maravillas que hizo el Dios de nuestros padres en el pasado, confrontando el presente y anunciando justicia, libertad y salvación.
[1] Gerhard von Rad, Teología del Antiguo Testamento I, 8° ed., Salamanca, Sígueme, 2000, p. 410.
[2] José Severino Croatto, Historia de salvación. La experiencia religiosa del pueblo de Dios. 3° ed., Estella, Verbo Divino, 2003, p. 119.
Jueces 2:6-23
En nuestra meditación acerca de la historia nos encontramos de frente con el libro de los Jueces. Libro compuesto por una serie de narraciones heroicas provenientes de las diferentes tribus de Israel. Hablan de héroes locales, sus hechos y sus aventuras en algunos casos como el de Sansón. Provienen de la tradición oral del antiguo Israel, de las leyendas que quedan en la memoria popular y que, por lo mismo, la fantasía, la imaginación y el deseo social van añadiendo detalles fantásticos. Por eso nos encontramos con personajes tan interesantes como Yair, que tenía treinta hijos que motaban en treinta pollinos o Ibsán que tenía treinta hijas y treinta hijos que casó con treinta mujeres que trajo de fuera. Este tipo de literatura también la podemos encontrar en nuestro país. Por ejemplo, creo que el más claro, son los relatos de la revolución de 1910-1917. Zapata, Villa, Carranza, Obregón y los demás caudillos, que actuaron en diferentes partes de la república y prácticamente al mismo tiempo. Sin duda existieron, tenemos pruebas de ello, pero en la memoria popular habitan de diferente manera. En los corridos, en los recuerdos, se transforman y en ocasiones parece que Zapata hubiese medido más de dos metros o que Villa fuera un gigante que vencía a todos sus contrincantes con la mayor facilidad. Muy similares son las historias de los jueces de Israel.
Pero debemos tener en cuenta una característica fundamental de estas narraciones. Parten de la re-lectura y la construcción teológica. Después de vivir en la cultura oral del pueblo de Israel se redactan en la forma que las conocemos. El redactor final al que llamamos el deuteronomista, por seguir la tradición del Deuteronomio, recopila las leyendas de los héroes de antaño y las ordena, las narra, siempre al servicio de su mensaje teológico. Mensaje que en resumidas cuentas es el siguiente: lo que hace diferente al Dios de Israel es que participa en la historia. Mientras que los dioses vecinos son ajenos al mundo, a la humanidad y sólo exigen adoración y culto, el Dios de Israel se mete en la historia, toma parte en los procesos sociales y forma una comunidad nueva.
Cuánto trabajo ha costado entender esto incluso en nuestros días. Realmente es muy problemática la idea de Dios en la historia. Surgen preguntas importantes, negamos y afirmamos muchas cosas que en ocasiones parece nos llegamos a contradecir. Bastan algunos ejemplos para ilustrar lo anterior: si Dios está en la historia, ¿por qué permite los desastres naturales?, ¿por qué los sismos que arrebatan vidas o los huracanes que despojan a miles de su patrimonio?, ¿dónde está Dios cuando hay guerra o un ataque terrorista?, si Dios actúa en la historia, ¿por qué de los millones de pobres?, ¿Dios no está con ellos?, y si está con ellos, ¿está inmóvil, no actúa, está dormido ante su dolor?
Es difícil llegar a conclusiones rápidas sobre el tema. Lo que sí es seguro es que la historia es fundamental para entender nuestra fe. No podemos consolidar una idea del Dios judeo-cristiano sin hablar del pasado. El principio para la reflexión en el Dios histórico es justamente una evaluación, reflexión e incluso re-construcción del pasado.
Esta idea la vemos tanto en la Biblia como en nuestra historia personal. El grupo de personas que redactó finalmente el texto bíblico, o mejor dicho que reunió los textos hebreos, a partir de su experiencia de Dios en el exilio babilónico, construye la historia desde los orígenes. Es la idea de un Dios que no abandona a su pueblo incluso cuando éste se encuentra en territorio extranjero, del pecado y la idolatría que trae como castigo el exilio y de que al final Dios se manifestará plenamente re-creando un mundo de justicia para todos. En resumen, como lo vemos, es la idea del Dios que permanece con su pueblo, que lo acompaña y que sí participará tangiblemente, plena y totalmente en la historia, pero esa intervención es promesa por ahora. Desde ahí se hace una nueva lectura del pasado del pueblo de Israel. Se entiende a Adán, a los patriarcas, Abraham, Jacob, José e incluso Moisés como elegidos por Dios para formar un pueblo especial. El mismo pueblo de Israel es elegido por Dios para crear una alianza y así formar un proyecto diferente al de las demás naciones. La historia de salvación del pueblo de Israel se forma a partir de un momento dado en la historia: a partir de su experiencia histórica de Dios.
De manera similar, decíamos, pasa en nuestra historia personal. Construimos nuestra fe desde el repaso de la historia. Nos situamos en el presente, y para utilizar el lenguaje de los salmos, ponemos al pasado frente a nosotros. Nos damos cuenta de que el presente es una continuación perfecta del pasado. Seguimos haciendo historia a cada momento. Lo que vivieron nuestros ancestros, abuelos y padres le damos continuidad en nuestra vida. Cada uno de nosotros es heredero de un pasado ya sea como nación, como pueblo o como familia. Si vemos hacia el pasado encontraremos un mundo nuevo. Tenemos un encuentro con la historia de nuestro pueblo.
La historia de nuestro pueblo es así: nuestros padres indígenas fueron conquistados, humillados y esclavizados. Llegaron hombres y mujeres poderosos que les obligaron a creer en un dios extranjero. El Egipto de nuestro pueblo se vivió en nuestra propia tierra. El clamor del pueblo indígena subió a Dios y Dios, el de la liberación, escuchó el clamor de su pueblo oprimido. Un día llegaron unos hombres con voz de profeta, con espíritu de lucha que habían recordado lo que significa libertad y dignidad. Dios, Jehová Dios, el Dios de nuestros padres, levantó a hombres y mujeres de ese sueño de la conquista y su Palabra hizo arder sus corazones. Dios en 1821 liberó al pueblo mestizo del yugo opresor de la esclavitud. Pero los primeros años no fueron fáciles. Hubo conflictos internos. Los diferentes partidos se peleaban. Unos querían un rey, otros un presidente, otros ser parte de Estados Unidos. Incluso otros pueblos querían invadir nuestro territorio, ya que decían aquí fluye leche y miel. Existieron algunos caudillos que Dios también envió y que por algunos años trajeron la paz al pueblo mexicano, entre ellos Juárez. Después de casi un siglo de guerras e inestabilidad llegó un hombre que se convirtió en gobernante absoluto, casi un monarca: Porfirio Díaz. Trajo progreso al país y muchas cosas positivas. Pero su corazón se corrompió y comenzó a mirar a otros dioses extranjeros: la riqueza entre ellos. Entonces cesó la bendición de Dios al pueblo y trajo pobreza extrema. Pero contra ese poder absoluto también Dios levantó a profetas que clamaban por justicia. Hombres y mujeres con defectos, como todos, pero que vieron su situación, la necesidad de denunciarla y luchar por algo nuevo. Madero, Obregón, Villa, Zapata, Carranza, los Flores Magón, Hesiquio Forcada y muchos más. A algunos el poder mandó que se les matara, otros padecieron cárcel, pero siguieron proclamando justicia. Vinieron después gobernantes y algunos fueron más fieles a la Palabra de Dios y otros no tanto. Algunos han sido fieles y otros han volteado sus rostros a dioses ajenos. Pero Dios, que no deja solo a su pueblo, ha seguido levantando hombres y mujeres que predican algo diferente.
De manera sumamente breve así ha sido la historia de nuestro pueblo. Una historia de salvación también. ¿Podemos ver al Dios de la historia que actúa en la historia de México? Ese Dios que ha acompañado, y sigue acompañando los procesos nacionales, que en medio de corrupción y conflictos sigue participando en la historiad el pueblo de nuestro México, es el Dios de los cristianos también. Es el Dios liberador que predicamos desde aquí. No uno que únicamente se interesa por el pueblo judío sino uno que se interesa de manera también especial por nuestro pueblo mexicano. Después de todo no somos muy diferentes a los otros pueblos así como el pueblo judío no es tan diferente a nosotros. Dios, Jehová Dios, es también el Dios de nuestros padres: Cuahutémoc, Juárez, Carranza y nuestros abuelos. Un Dios que se manifestó diferente a los indígenas, que actúo como ya vimos liberando al pueblo de la opresión y que sigue participando a través de sus profetas y profetizas en la historia nacional.
Pero el pasaje que hemos leído en su versículo 10 lanza una advertencia que debemos tener en mucha consideración: “Y se levantó después de ellos otra generación que no conocía a Jehová, ni la obra que él había hecho por Israel.” El olvido es la perdición de los pueblos. Un pueblo que deja pasar su historia, que olvida su pasado, se despoja de su identidad, de sus proyectos y sueños, quedando a la merced de los extranjeros, de los otros “dioses” y la violencia.
Así fue como sucedió con las generaciones que vinieron después de la muerte de Josué. Recordamos que como parte de la centralidad del mensaje del Deuteronomio está la repetición oral de la fe en el Dios que los liberó de Egipto. Dice Deuteronomio 6:6-7: “Queden en tu corazón estas palabras que yo te dicto hoy. Se las repetirás a tus hijos, les hablarás de ellas tanto si estás en casa como si vas de viaje, así acostado como levantado.” También sabemos que la celebración de la Pascua fue instituida para recordar “de generación en generación” la liberación de Jehová del yugo de los egipcios. En la memoria del pueblo de Israel estaba su fe ya que, como dijimos, Dios e historia están indisolublemente unidos. Pero Jueces 2 nos dice que no fue así. Las generaciones que no conocieron la salida de Egipto, la entrada a Canaán, en pocas palabras, la obra de Jehová en la historia del pueblo abandonaron al Dios de sus padres, que los había sacado de la tierra de Egipto, y siguieron a otros dioses de los pueblos que les rodeaban, dice el v. 12.
Hoy no preguntaremos si como familias transmitimos la fe de generación en generación. La pregunta es: ¿contamos a las nuevas generaciones la historia de nuestro pueblo?
El gran pretexto para no hacerlo es que la historia es aburrida. La verdad es que como pueblo mexicano, al igual que el judío, estamos desarraigados de nuestra propia historia. A la historia se le ve como carente de significado y por lo tanto no se cuenta; al no ser contada el pueblo pierde su identidad y proyecto como nación. Recordemos lo que dicen los dichos de los historiadores: el pueblo que olvida su historia está condenado a repetirla. Y es verdad. Si bien no son copias aquellas repeticiones de la historia sí son muy similares las diferentes etapas que vamos experimentando. La historia deja de ser una línea y se convierte en una especia de espiral que camina hacia delante pero parece que va cumpliendo ciclos interminables.
En el libro de los Jueces lo anterior queda muy bien descrito. Cuando Josué estuvo al frente de las tribus Jehová les acompañó y les bendijo. Al morir el líder el pueblo se desvía. Al mirar a los otros pueblos y a sus dioses, que exigían sacrificios y eran motivo de injusticias, comenzaban a corromperse poco a poco. Entonces cuando estaban sumergidos en la peor de las pobrezas, las injusticias y corrupción Dios escuchaba el clamor de su pueblo levantando como prueba un juez. Tal como dice el v. 18: “Y cuando Jehová les levantaba jueces, Jehová estaba con el juez, y los libraba de mano de los enemigos todo el tiempo de aquel juez.” Pero cuando se retiraba el líder, el juez, nuevamente el pueblo volteaba su rostro a otros dioses y el ciclo se repetía.
Así fue durante mucho tiempo. El pueblo de Israel que olvidaba al Dios de la historia que les liberó de Egipto y les socorría a cada instante se corrompía, clamaba a Dios, él respondía y al poco tiempo Israel volvía a corromperse y a degenerarse aún más, como dice el v. 19. Un ciclo vicioso que también podemos encontrar en la historia de nuestro pueblo. Si es así, ¿cómo podemos decir que Dios rompe éste círculo? Afirmamos que la participación histórica de Dios es romper los ciclos de injusticia y opresión que viven los pueblos, pero ante los pueblos que pierden la historia, que se desarraigan y se corrompen, ¿cómo podríamos afirmar que Dios rompe los círculos viciosos de la historia?
Gerhard von Rad, importante estudioso del Antiguo Testamento, dice lo siguiente: “Yahvéh ofrece a cada generación toda su revelación histórica, en el castigo y en la salvación, de modo que ninguna se hallase sola bajo su ira o sólo bajo su voluntad salvífica; al contrario cada generación puede tener una experiencia completa de Yahvéh".[1] No hay generación que pase sin que Dios actúe en su historia. En la fortuna, la desgracia, la opresión o la libertad Dios actúa de manera real, contundente y en esa acción es donde encontramos su revelación permanente. En los momentos de opresión se manifiesta dando la oportunidad de libertad, rompiendo las estructuras que esclavizan ya sea del poder político, económico o incluso personales. En los momentos de desgracia Dios acompaña, consuela y transforma esperanzas. En los momentos de libertad Dios se revela precisamente en esa libertad que se goza como fruto de luchas y sacrificios.
Cada generación presencia en su vida la acción del Dios-historia. La experimenta de modo palpable en su historia.
Llama la atención, en el libro de los Jueces [tal como decíamos], la repetición constante del mismo ciclo en cuatro fases: vuela a Baal, castigo mediante la opresión de otro pueblo, conversión a Yavé, liberación por medio de un “juez”. De este esquema resulta evidente la oposición polar de dos actitudes: la de Dios que salva, la del hombre que se niega, pero que al propio tiempo sabe reaccionar y tener confianza. Se nota a su vez una insistencia en la inconstancia humana. Da la impresión de que, en cada generación que pasa, Dios debe repetir sus gestas salvíficas (cf. 6,13).[2]
De verdad debemos ver que Dios repite sus acciones de salvación en cada generación y así comprender lo que dirá luego el poeta: “sus misericordias nuevas son cada mañana”. Después de una re-lectura del pasado, de descubrir la acción salvadora de Dios en la historia debemos enfrentar nuestro presente y descubrir que está haciendo Dios hoy, ya que, como dijimos, sigue actuando.
En la historia de nuestro país Dios levantó hombres y mujeres para luchar en contra de la opresión y la esclavitud, para crear un país de libertad y equidad. Ante la pobreza extrema y la violación a la dignidad humana (que varios ya habían denunciado, entre ellos Fray Bartolomé de las Casas) Dios actuó de manera incuestionable y liberó a los “pequeños”. Ese Dios parcial tomó nuevamente partido en la historia y prefirió luchar al lado de los que rechazados, se unió a la causa des los sin-esperanza y al final, pero no sin miles de vidas sacrificadas, hubo liberación. Pero, ¿qué hacer hoy que según parece el ciclo se repite? Hoy que encontramos pobreza extrema en millones de mexicanos, que vemos opresión y la violación de derechos humanos (de la dignidad humana), ¿cómo está actuando Dios?
Sin duda, y como ya dijimos, levantando profetas y profetizas de en medio del pueblo mexicano. Dentro de esos profetas se encuentra la Iglesia cristiana, nosotros. La Iglesia de Dios se convierte en los ojos y la boca de Dios en la historia y aún más allá, también se transforma en sus manos. Los profetas no pueden callar y no pueden quedarse inmóviles pues si lo hicieran negarían su vocación. Pero, ¿qué hacer?
Esa pregunta, como siempre, queda para encontrar su respuesta de acuerdo al contexto en que se viva. Pero como primer principio debemos decir lo siguiente: nuestro primer deber es recuperar nuestra historia y transmitirla. No permitir que las luchas de nuestro pueblo queden en el olvido, no permitir que las luchas de nuestras familias queden en suspenso. Muchas de las familias que hoy estamos presentes compartimos un pasado de pobreza, marginación y lucha por la supervivencia. Nuestros antepasados (cercanos o lejanos) provenientes del siempre abandonado campo abrieron senderos nuevos pensando en las generaciones que les seguirían más que en ellos mismos. Hoy muchos podemos estudiar la primaria, secundaria, preparatoria o incluso la universidad gracias a nuestros antepasados que fueron liberados y socorridos por Dios. Un Dios que actuó en nuestra historia familiar abriendo ríos en el desierto y caminos donde no había ninguno. Recordar esto, tal como era el mandato de Jehová para Israel, nos reintegra a la historia, abre nuestros ojos para darnos cuenta de que la historia continúa con cada uno de nosotros y de que es nuestro deber seguir cultivando esa semilla de liberación. Lo mismo es con la historia de nuestra patria: cada uno de nosotros es portador/a de la semilla de liberación, de equidad y justicia que ha dado Dios. Somos un escalón más en la historia de salvación de nuestro pueblo. El Dios que actuó y que seguirá actuando sigue moviéndose en la historia de nuestro mundo y nuestro país. Se mueve levantando profetas y profetizas que recuerden la historia, que hagan memoria de las maravillas que hizo el Dios de nuestros padres en el pasado, confrontando el presente y anunciando justicia, libertad y salvación.
[1] Gerhard von Rad, Teología del Antiguo Testamento I, 8° ed., Salamanca, Sígueme, 2000, p. 410.
[2] José Severino Croatto, Historia de salvación. La experiencia religiosa del pueblo de Dios. 3° ed., Estella, Verbo Divino, 2003, p. 119.
No hay comentarios:
Publicar un comentario