24 de febrero de 2008
1. La fe como patrimonio espiritual, existencial e histórico
La transmisión de la fe enfrenta, en nuestro tiempo, una serie de obstáculos que la familiaridad eclesiástica a veces no permite advertirse como tal, dado el triunfalismo y el dualismo en que son educados los y las creyentes. Uno de ellos es la secularización, el cual, en sus orígenes tuvo un componente protestante importante debido a que la Reforma propició, entre otras cosas, que la religión se ocupase, principalmente, de los asuntos estrictamente espirituales, dado el constantinismo de la Iglesia. Así, los creyentes se vieron orillados a dedicar, por separado, un tiempo a las llamadas actividades espirituales, y otro a las llamadas seculares. De ahí que la palabra secular no nos sea extraña, porque viene de siglo, “mundo”, “espacio de acción que no es la iglesia”, o su contrario, pero que es precisamente el lugar en donde se define la clase de fe que resulta eficaz para vivir. Porque la fe, como un tesoro invaluable corre el riesgo de perderse en medio de los azares de la vida. Veamos a Noemí (o Mara, “la amarga”, como pidió ser llamada, según el libro de Rut): junto con su esposo, tuvo que trasladarse a un país vecino, aparentemente en condiciones normales, adonde sus dos hijos se casan. Más tarde fallecen los tres hombres, ella queda viuda y, no habiendo motivo para permanecer fuera de su tierra, regresa con el añadido de una de sus nueras para comenzar una nueva vida. Pobre, marginada y sin futuro inmediato, es portadora de una tradición de fe que lleva consigo y que ha de encontrar la forma de producir frutos para el futuro cercano y remoto.
Porque la fe, entendida como un patrimonio espiritual, existencial se construye y reconstruye todos los días en la cotidianidad y en la mentalidad que trasluce como cuando escuchamos frases: “es que mi religión no me lo permite”, “eso es pecaminoso”, “mis padres así me lo enseñaron”, “sí creo, pero no tengo tiempo para practicar mi fe”, etcétera, cuando todo el tiempo y las circunstancias son una oportunidad para ejercitar las convicciones recibidas y actualizadas por cada persona. Rut, la moabita, pudo incorporarse a la tradición yahvista porque encontró en Noemí a una persona que vivía su fe todos los días y fue capaz de ir más allá de los énfasis tradicionales, primero en la incorporación a su familia de alguien que definitivamente era diferente, pues es allí adonde las tradiciones de fe prueban su capacidad para ser incluyentes y abrir los brazos para integrar a las personas. El peso específico del relato de Rut recae en la habilidad de transmisión de Noemí de unos contenidos de fe que ni siquiera se mencionan para que, rotos los lazos de la familiaridad política, quien ya no era miembro de la familia diera el paso espiritual que permitiera superar las diferencias étnicas y culturales para sumir la fe de Israel con todas sus consecuencias, en una situación muy distinta a la vivida por Sansón, quien no fue capaz de asumir su propia tradición y fue literalmente consumido por su insensatez, que a veces ha sido tan mal interpretada, pues su problema no consistió en enamorarse de una persona ajena a su raza y religión, sino en no ser capaz de hacer inteligibles sus convicciones para dialogar e interactuar con prestancia y seguridad, independientemente de si se casaría o no con aquella persona “extraña” porque, como ha demostrado la sociobiología, uno no se casa con la persona más diferente sino con la más parecida a uno.
2. La fe probada cotidianamente en el terreno de la acción
La primera carta de Juan abre con una constatación y una afirmación: la fe cristiana está siendo transmitida en medio de una cotidianidad plena de impulsos, modas y fervores que, en cualquier momento, pueden desdibujar su rostro y la manera de desafiar lo que el autor denomina “el mundo”. Para nosotros hoy, el mismo conflicto lo hemos recibido, pero procesado y construido por las generaciones de creyentes que nos han precedido, por lo cual hace falta que, en la línea que traza el texto bíblico, actuemos en consecuencia. La palabra clave del documento es el amor, no la aceptación de determinado dogmas o creencias, que son los que suelen poner a pelear a las personas, pues el sentimiento de defensa, apologético, que invade a quien, primero, no conoce sus convicciones en profundidad, produce un fanatismo intolerable y, segundo, la escasez de amor puede llevar a la no aceptación de las personas, porque se trata no de que los demás acepten los contenidos de la fe antigua, sino más bien de que las comunidades estén dispuestas a recibir a las personas: no que ellos y ellas, los llamados inconversos, estén dispuestos a recibir la doctrina, más bien que nosotros tengamos la disposición de recibirlos como personas.
Ése es el énfasis juanino sobre el viejo mandamiento del amor, es decir, sobre la capacidad de ser incluyentes como Jesús lo fue. Por ello se dirige a las dos generaciones de cryentes con quienes tuvo trato para reconocer la manera en que enarbolaban no la doctrina, ni la teología, sino el amor de Jesús como bandera. De ahí que la ortodoxia no debería contaminar a la ortopraxis, esto es, a la sana costumbre de practicar el cristianismo, esa fórmula tan desgastada que todavía debe probar su efectividad. “Conocen al que es desde el principio”, dice a los padres. “Porque han vencido al maligno”, le dice a los más jóvenes (v. 13), con lo que se afirma la certeza de que hay un flujo de la fe en el sentido de la práctica sana de las creencias. El lenguaje simbólico de Juan busca consolidar el valor de la existencia cristiana en el mundo, de frente a él, no de manera esquizofrénica.
3. La fe actual y el futuro de la Iglesia
¿Importa hablar del futuro de la Iglesia o las iglesias? Porque a veces hay mucha mayor preocupación por el gobierno de la comunidad que por su testimonio, lo cual no deja de ser un signo de las verdaderas intenciones que nos dominan: la ambición de poder, la reproducción acrítica de prácticas tradicionales, la dificultad para hacer inteligibles las riquezas de la fe, etcétera. Lo que está en juego, más bien, es el grado de credibilidad en la eficacia de la fe para lograr lo que tanto se subraya: respuestas, cambios, transformaciones, porque el llamado mundo sigue viendo, atónito, cómo algunas de las diversas formas de cristianismo no se ponen de acuerdo, en primer lugar, para establecer suficientemente cuál es el verdadero sentido de las prácticas, rituales y hábitos cristianos, algunos de los cuales se han vaciado de significado para la época actual, dominada por otros criterios de vida. La obsesión de las iglesias por intervenir sólo en algunos espacios como la moralidad y la sexualidad, pero únicamente en términos represivos, ha hecho que las personas, casi por instinto, sientan repulsión por los representantes de la fe tradicional, del nombre que sea. Y es que los bienes más preciados en este campo son la libertad, la autenticidad y la congruencia, elementos que no se han trabajado lo suficiente para hacer sentir a las personas que la fe cristiana sigue vigente a pesar de su antigüedad.
Asimismo, la voz de las nuevas generaciones ha introducido la protesta generalizada que, guiada por la percepción de que la experiencia de la fe podría ser de otra manera, menos solemne y anquilosada, está ahí como una voz de juicio y un llamado a la revisión continua de la forma de ser cristianos/as en el mundo, porque acaso la frescura natural de las exigencias cristianas y su capacidad de cambio están siendo oscurecidas por los énfasis excesivos en una propaganda que realza los aspectos menos llamativos de la fe cristiana. Y acaso esa pérdida de pertinencia, por la familiaridad tan arraigada con los contenidos de la fe, tenga que ser sustituida con otras vertientes de la misma fe, que siempre han estado ahí, pero que no hemos querido retomar y transmitir explícitamente: la lucha irreductible por la justicia, la práctica desinteresada de la solidaridad y la conciencia de que el mundo es el espacio adonde Dios quiere que vivamos de la mejor manera posible, en paz y con una armonía que abarque desde los aspectos de la naturaleza hasta el trato cotidiano entre los seres humanos sin importar si se aceptan los dogmas establecidos o no. El futuro que importa es de la vida en el planeta, más justa y equilibrada, y no necesariamente el de las instituciones religiosas. El futuro de la Iglesia, como todo, está únicamente en el pensamiento y las manos de Dios.
La transmisión de la fe enfrenta, en nuestro tiempo, una serie de obstáculos que la familiaridad eclesiástica a veces no permite advertirse como tal, dado el triunfalismo y el dualismo en que son educados los y las creyentes. Uno de ellos es la secularización, el cual, en sus orígenes tuvo un componente protestante importante debido a que la Reforma propició, entre otras cosas, que la religión se ocupase, principalmente, de los asuntos estrictamente espirituales, dado el constantinismo de la Iglesia. Así, los creyentes se vieron orillados a dedicar, por separado, un tiempo a las llamadas actividades espirituales, y otro a las llamadas seculares. De ahí que la palabra secular no nos sea extraña, porque viene de siglo, “mundo”, “espacio de acción que no es la iglesia”, o su contrario, pero que es precisamente el lugar en donde se define la clase de fe que resulta eficaz para vivir. Porque la fe, como un tesoro invaluable corre el riesgo de perderse en medio de los azares de la vida. Veamos a Noemí (o Mara, “la amarga”, como pidió ser llamada, según el libro de Rut): junto con su esposo, tuvo que trasladarse a un país vecino, aparentemente en condiciones normales, adonde sus dos hijos se casan. Más tarde fallecen los tres hombres, ella queda viuda y, no habiendo motivo para permanecer fuera de su tierra, regresa con el añadido de una de sus nueras para comenzar una nueva vida. Pobre, marginada y sin futuro inmediato, es portadora de una tradición de fe que lleva consigo y que ha de encontrar la forma de producir frutos para el futuro cercano y remoto.
Porque la fe, entendida como un patrimonio espiritual, existencial se construye y reconstruye todos los días en la cotidianidad y en la mentalidad que trasluce como cuando escuchamos frases: “es que mi religión no me lo permite”, “eso es pecaminoso”, “mis padres así me lo enseñaron”, “sí creo, pero no tengo tiempo para practicar mi fe”, etcétera, cuando todo el tiempo y las circunstancias son una oportunidad para ejercitar las convicciones recibidas y actualizadas por cada persona. Rut, la moabita, pudo incorporarse a la tradición yahvista porque encontró en Noemí a una persona que vivía su fe todos los días y fue capaz de ir más allá de los énfasis tradicionales, primero en la incorporación a su familia de alguien que definitivamente era diferente, pues es allí adonde las tradiciones de fe prueban su capacidad para ser incluyentes y abrir los brazos para integrar a las personas. El peso específico del relato de Rut recae en la habilidad de transmisión de Noemí de unos contenidos de fe que ni siquiera se mencionan para que, rotos los lazos de la familiaridad política, quien ya no era miembro de la familia diera el paso espiritual que permitiera superar las diferencias étnicas y culturales para sumir la fe de Israel con todas sus consecuencias, en una situación muy distinta a la vivida por Sansón, quien no fue capaz de asumir su propia tradición y fue literalmente consumido por su insensatez, que a veces ha sido tan mal interpretada, pues su problema no consistió en enamorarse de una persona ajena a su raza y religión, sino en no ser capaz de hacer inteligibles sus convicciones para dialogar e interactuar con prestancia y seguridad, independientemente de si se casaría o no con aquella persona “extraña” porque, como ha demostrado la sociobiología, uno no se casa con la persona más diferente sino con la más parecida a uno.
2. La fe probada cotidianamente en el terreno de la acción
La primera carta de Juan abre con una constatación y una afirmación: la fe cristiana está siendo transmitida en medio de una cotidianidad plena de impulsos, modas y fervores que, en cualquier momento, pueden desdibujar su rostro y la manera de desafiar lo que el autor denomina “el mundo”. Para nosotros hoy, el mismo conflicto lo hemos recibido, pero procesado y construido por las generaciones de creyentes que nos han precedido, por lo cual hace falta que, en la línea que traza el texto bíblico, actuemos en consecuencia. La palabra clave del documento es el amor, no la aceptación de determinado dogmas o creencias, que son los que suelen poner a pelear a las personas, pues el sentimiento de defensa, apologético, que invade a quien, primero, no conoce sus convicciones en profundidad, produce un fanatismo intolerable y, segundo, la escasez de amor puede llevar a la no aceptación de las personas, porque se trata no de que los demás acepten los contenidos de la fe antigua, sino más bien de que las comunidades estén dispuestas a recibir a las personas: no que ellos y ellas, los llamados inconversos, estén dispuestos a recibir la doctrina, más bien que nosotros tengamos la disposición de recibirlos como personas.
Ése es el énfasis juanino sobre el viejo mandamiento del amor, es decir, sobre la capacidad de ser incluyentes como Jesús lo fue. Por ello se dirige a las dos generaciones de cryentes con quienes tuvo trato para reconocer la manera en que enarbolaban no la doctrina, ni la teología, sino el amor de Jesús como bandera. De ahí que la ortodoxia no debería contaminar a la ortopraxis, esto es, a la sana costumbre de practicar el cristianismo, esa fórmula tan desgastada que todavía debe probar su efectividad. “Conocen al que es desde el principio”, dice a los padres. “Porque han vencido al maligno”, le dice a los más jóvenes (v. 13), con lo que se afirma la certeza de que hay un flujo de la fe en el sentido de la práctica sana de las creencias. El lenguaje simbólico de Juan busca consolidar el valor de la existencia cristiana en el mundo, de frente a él, no de manera esquizofrénica.
3. La fe actual y el futuro de la Iglesia
¿Importa hablar del futuro de la Iglesia o las iglesias? Porque a veces hay mucha mayor preocupación por el gobierno de la comunidad que por su testimonio, lo cual no deja de ser un signo de las verdaderas intenciones que nos dominan: la ambición de poder, la reproducción acrítica de prácticas tradicionales, la dificultad para hacer inteligibles las riquezas de la fe, etcétera. Lo que está en juego, más bien, es el grado de credibilidad en la eficacia de la fe para lograr lo que tanto se subraya: respuestas, cambios, transformaciones, porque el llamado mundo sigue viendo, atónito, cómo algunas de las diversas formas de cristianismo no se ponen de acuerdo, en primer lugar, para establecer suficientemente cuál es el verdadero sentido de las prácticas, rituales y hábitos cristianos, algunos de los cuales se han vaciado de significado para la época actual, dominada por otros criterios de vida. La obsesión de las iglesias por intervenir sólo en algunos espacios como la moralidad y la sexualidad, pero únicamente en términos represivos, ha hecho que las personas, casi por instinto, sientan repulsión por los representantes de la fe tradicional, del nombre que sea. Y es que los bienes más preciados en este campo son la libertad, la autenticidad y la congruencia, elementos que no se han trabajado lo suficiente para hacer sentir a las personas que la fe cristiana sigue vigente a pesar de su antigüedad.
Asimismo, la voz de las nuevas generaciones ha introducido la protesta generalizada que, guiada por la percepción de que la experiencia de la fe podría ser de otra manera, menos solemne y anquilosada, está ahí como una voz de juicio y un llamado a la revisión continua de la forma de ser cristianos/as en el mundo, porque acaso la frescura natural de las exigencias cristianas y su capacidad de cambio están siendo oscurecidas por los énfasis excesivos en una propaganda que realza los aspectos menos llamativos de la fe cristiana. Y acaso esa pérdida de pertinencia, por la familiaridad tan arraigada con los contenidos de la fe, tenga que ser sustituida con otras vertientes de la misma fe, que siempre han estado ahí, pero que no hemos querido retomar y transmitir explícitamente: la lucha irreductible por la justicia, la práctica desinteresada de la solidaridad y la conciencia de que el mundo es el espacio adonde Dios quiere que vivamos de la mejor manera posible, en paz y con una armonía que abarque desde los aspectos de la naturaleza hasta el trato cotidiano entre los seres humanos sin importar si se aceptan los dogmas establecidos o no. El futuro que importa es de la vida en el planeta, más justa y equilibrada, y no necesariamente el de las instituciones religiosas. El futuro de la Iglesia, como todo, está únicamente en el pensamiento y las manos de Dios.
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