Los retos permanentes
La fe en Cristo enfrenta retos de manera permanente, pues cada situación, coyuntura o circunstancia, eventualmente demanda una respuesta clara y pertinente capaz de demostrar que se está consciente de la importancia real del Evangelio para la vida personal y colectiva. Porque sin este crisol continuo, se corre el riesgo de la monotonía y la rutina, y como creer o vivir mediante la fe es una apuesta vital, no podría ser de otra manera. De ahí que cada creyente deba tomarse el “pulso espiritual” todo el tiempo y, a la vez, advertir cuál es la situación que prevalece a su alrededor para darse cabalmente cuenta de qué aspectos de su espiritualidad deben transformarse y adaptarse para cumplir con el seguimiento de Cristo.
En ese sentido, confesar la fe es dar testimonio de la manera en que se entiende la acción dinámica de Dios en las vidas humanas y en la historia. Acaso la comprensión mecánica de esto sea la causa de que mucha gente se queje de que “su religión” no responde a las circunstancias que vive y de que se asuma la importancia de las creencias sólo en términos de prohibiciones o de definiciones de lo que es bueno y de lo que es malo. Por ello, los autores del Nuevo Testamento se preocuparon tanto por el tránsito de una generación a otra para que la memoria de la acción de Jesús de Nazaret encontrara nuevos cauces de aplicación a las urgencias humanas. Los apóstoles insistieron no solamente en organizar nuevas comunidades cristianas, sino en que éstas tuvieran la capacidad y el aplomo para enfrentar los aspectos cambiantes del mundo en que vivían. Algunos creyentes soñaban, por ejemplo, con que el Imperio Romano cediera su lugar histórico a un nuevo régimen en el que se superasen las injusticias y desigualdades. Cuando llegó el momento, teólogos como San Agustín salieron al paso para interpretar la nueva situación que estaba por vivirse: él, en particular, encontró que lo único eterno sería la ciudad de Dios, un espacio adonde la voluntad de Dios se cumpliese plenamente.
Capacidad de respuesta de la fe
De manera similar, cada generación de creyentes vive el enorme reto de no perder de vista la capacidad transformadora y de renovación de la fe misma. Porque cuando se supone que ésta no hace más que mantener el estado de cosas de una manera conservadora, las nuevas generaciones caen en la tentación de ver su legado de fe como una herencia inservible o pasada de moda. Lamentablemente, en muchos círculos decir la palabra cristianismo evoca sólo una serie de ritos y prácticas ajenas al ritmo de la vida en su constante evolución. Las nuevas mentalidades tienden a desembarazarse de aquello que no les resulte funcional. Y por ello la fe cristiana vive hoy una de sus crisis más severas.
Atender el pasado para hoy y mañana
Los 2 mil años de cristianismo deberían cumplir una función educativa para quienes dicen ser portadores de la fe. Es preciso adaptar el coraje con que los personajes bíblicos se pusieron en marcha para responder a las exigencias de Dios. El mundo sigue ahí, generando problemáticas en las que las recetas del pasado ya no pueden aplicarse sin más.
Como parte de esta generación, ya no es posible únicamente condenar los usos y hábitos actuales como alejados de la voluntad divina. Hay que desarrollar una espiritualidad acorde con los tiempos, consecuente y crítica a la vez, que subraye los valores del Reino de Dios con energía, pero dispuesta a entender que lo sagrado en el mundo tiene otro rostro y que la humanidad se encuentra en otra etapa de su libertad y creatividad, sin acudir a juicios ligeros ni a falsos aires o actitudes de superioridad espiritual.
La fe en Cristo enfrenta retos de manera permanente, pues cada situación, coyuntura o circunstancia, eventualmente demanda una respuesta clara y pertinente capaz de demostrar que se está consciente de la importancia real del Evangelio para la vida personal y colectiva. Porque sin este crisol continuo, se corre el riesgo de la monotonía y la rutina, y como creer o vivir mediante la fe es una apuesta vital, no podría ser de otra manera. De ahí que cada creyente deba tomarse el “pulso espiritual” todo el tiempo y, a la vez, advertir cuál es la situación que prevalece a su alrededor para darse cabalmente cuenta de qué aspectos de su espiritualidad deben transformarse y adaptarse para cumplir con el seguimiento de Cristo.
En ese sentido, confesar la fe es dar testimonio de la manera en que se entiende la acción dinámica de Dios en las vidas humanas y en la historia. Acaso la comprensión mecánica de esto sea la causa de que mucha gente se queje de que “su religión” no responde a las circunstancias que vive y de que se asuma la importancia de las creencias sólo en términos de prohibiciones o de definiciones de lo que es bueno y de lo que es malo. Por ello, los autores del Nuevo Testamento se preocuparon tanto por el tránsito de una generación a otra para que la memoria de la acción de Jesús de Nazaret encontrara nuevos cauces de aplicación a las urgencias humanas. Los apóstoles insistieron no solamente en organizar nuevas comunidades cristianas, sino en que éstas tuvieran la capacidad y el aplomo para enfrentar los aspectos cambiantes del mundo en que vivían. Algunos creyentes soñaban, por ejemplo, con que el Imperio Romano cediera su lugar histórico a un nuevo régimen en el que se superasen las injusticias y desigualdades. Cuando llegó el momento, teólogos como San Agustín salieron al paso para interpretar la nueva situación que estaba por vivirse: él, en particular, encontró que lo único eterno sería la ciudad de Dios, un espacio adonde la voluntad de Dios se cumpliese plenamente.
Capacidad de respuesta de la fe
De manera similar, cada generación de creyentes vive el enorme reto de no perder de vista la capacidad transformadora y de renovación de la fe misma. Porque cuando se supone que ésta no hace más que mantener el estado de cosas de una manera conservadora, las nuevas generaciones caen en la tentación de ver su legado de fe como una herencia inservible o pasada de moda. Lamentablemente, en muchos círculos decir la palabra cristianismo evoca sólo una serie de ritos y prácticas ajenas al ritmo de la vida en su constante evolución. Las nuevas mentalidades tienden a desembarazarse de aquello que no les resulte funcional. Y por ello la fe cristiana vive hoy una de sus crisis más severas.
Atender el pasado para hoy y mañana
Los 2 mil años de cristianismo deberían cumplir una función educativa para quienes dicen ser portadores de la fe. Es preciso adaptar el coraje con que los personajes bíblicos se pusieron en marcha para responder a las exigencias de Dios. El mundo sigue ahí, generando problemáticas en las que las recetas del pasado ya no pueden aplicarse sin más.
Como parte de esta generación, ya no es posible únicamente condenar los usos y hábitos actuales como alejados de la voluntad divina. Hay que desarrollar una espiritualidad acorde con los tiempos, consecuente y crítica a la vez, que subraye los valores del Reino de Dios con energía, pero dispuesta a entender que lo sagrado en el mundo tiene otro rostro y que la humanidad se encuentra en otra etapa de su libertad y creatividad, sin acudir a juicios ligeros ni a falsos aires o actitudes de superioridad espiritual.
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