martes, 19 de febrero de 2008

Fe cristiana y tradición religiosa (Jue 2.1-10; Mt 5.17-32), L. Cervantes-Ortiz

17 de febrero, 2008

1. Jesús y la tradición religiosa de su pueblo
Jesús de Nazaret no surgió de la nada, pues tuvo detrás de sí toda la tradición religiosa, teológica y espiritual de su pueblo, una tradición de lucha y conflicto por encontrarse verdaderamente con el rostro del Dios vivo y verdadero en medio de todas las circunstancias históricas que orientaron y relanzaron la fe de Israel de formas a veces imprevisibles. Cuando murió Josué, por ejemplo, se marcó el fin de la etapa heroica del antiguo Israel, pues ahora se aproximaba a derroteros marcados por nuevas formas de organización. La continuidad entre los patriarcas, caudillos y más tarde, el surgimiento de los jueces y juezas, no sucedió sin contratiempos, pues los liderazgos en ese pueblo no debían caracterizarse solamente por el carisma que tuvieran, sino también por su apego y obediencia a la ley divina. Moisés, en su papel de legislador, gobernante y profeta, enfrentó las crisis inherentes a su labor con una energía inusitada que mucho echó de menos el pueblo a medida que avanzaban los acontecimientos.
La conformación de una tradición de fe en Israel (lo que se denomina fe bíblica) incluyó toda una serie de creencias, memorias, rituales, prácticas y símbolos que hicieron de las diversas comunidades que aceptaban la fe Yahvista un conglomerado social que se encintraba esparcido por buena parte del mundo conocido en la época de Jesús. Él mismo tuvo que conocer las virtudes y defectos de sus tradiciones y echar mano de las primeras para atreverse a desafiar a los defensores de la ortodoxia y proponer una nueva manera de encontrarse con Dios. Su continuidad y discontinuidad con Juan el Bautista se dio a conocer cuando sus acciones, gestos y milagros fueron más allá de la mera conexión metafórica con el mundo rural y pusieron en entredicho lo mismo que habían planteado siglos atrás algunos profetas del siglo VIII como Amós, Isaías y Miqueas: la necesidad de dar marcha atrás en el control religioso-político de las clases pudientes oportunistas y al servicio del invasor extranjero de turno. Roma tenía sometidas las conciencias de los religiosos profesionales y las nuevas generaciones miraban extasiadas las formas de vida helenizantes, ajenas por completo a su cultura, pero extendidas debido al esbozo de globalización que significó el predominio de la cultura y la lengua griegas.
Jesús, como integrante de la vertiente contestara de la nueva generación, fue capaz de lanzar todo un programa de recuperación de las virtudes de su tradición, pero también de poner sobre la mesa sus limitaciones, precisamente aquéllas que alejaban al pueblo pobre e ignorante del Dios liberador de Egipto, cuya imagen ahora estaba oscurecida y mediatizada por los excesos de la religión institucionalizada y sus representantes.

2. Aprender de los símbolos cristianos, no de las modas religiosas exteriores
Pero para proponer cambios al interior de una tradición, primero hay que conocerla bien y es algo que alguna vez propuso audazmente el escritor Fernando del Paso a las autoridades educativas: en este país de régimen laico, deberían enseñarse los contenidos de las grandes tradiciones religiosas,[1] debido a que las propias instituciones no lo llevan a cabo correctamente, y cometen un doble error, dado que si no enseñan adecuadamente las propias creencias, cómo van a divulgar las demás tradiciones, si viven en permanente competencia con ellas. Así, se cierra un círculo fatal: ni se conoce lo propio (lo bueno y lo malo), ni mucho menos lo de los demás. Se trata de un diálogo de sordos (o de fanáticos ignorantes, para decirlo con todas sus letras). Por ello, es preciso que entre nosotros hagamos el enorme esfuerzo de beber en todas las fuentes que nutren, o deberían nutrir nuestra fe e identidad: la Biblia, sí, pero también la historia del judeo-cristianismo y, por supuesto la del protestantismo y demás derivaciones, pues la forma en que experimentamos el cristianismo tiene un apellido histórico que se ha ido construyendo en diálogo permanente con la cultura y sus transformaciones hasta llegar a ser lo que es hoy.
Un elemento fundamental, en ese sentido, son los símbolos cristianos antiguos, paleocristianos algunos de ellos, y con los que ahora no queda más remedio que encontrárselos en los museos. Mencionaremos tres de ellos: primero, el famoso pez, que ahora ve uno frecuentemente en las defensas de los automóviles y que se venden muy bien en las tiendas cristianas de regalos, perdón, en las librerías religiosas que llevan ese nombre; segundo, las dos primeras letras de la palabra Cristo en griego; y tercero, El Buen Pastor de las catacumbas romanas.
Ya en el protestantismo, hay que echar mano de una consigna, el principio protestante, que consiste en enjuiciar proféticamente todo aquello que, con pretensiones de absoluto, intente suplantar las acciones de Dios, incluyendo las propias conductas y tradiciones protestantes.

2. Jesús y la tradición cristiana
Lo primero es ver a Jesús en sus relaciones positivas y negativas con las tradiciones de su pueblo. Él reforzó la autoridad de la Ley antes de cuestionar los usos a los que estabas sometida. Lo segundo es apreciar la forma en que la tradición cristiana es capaz o no de ser el vehículo adecuado para transmitir el mensaje propio de Jesús. Según John Leith, la tradición de Jesús de Nazaret es obra del Espíritu Santo. Pues como dice Outler,

Esta “tradición” divina, o paradosis, fue un acto divino en la historia humana, y es renovado y actualizado en el transcurso de la historia por obra del Espíritu Santo de Dios, el cual Jesús comunicó a sus discípulos en la última hora en la cruz El Espíritu Santo —”enviado por el Padre en mi nombre” (Juan 14.25)— recrea el acto original de la tradición (traditum) por medio de un acto de “tradicionización” (actus tradendi), y así la tradición de Jesucristo llega a ser una fuerza viviente que va a permanecer para darle a la fe el estímulo para responder y crear testigos actuales. Este actus tradendi es el que transforma el conocimiento histórico de un hombre acerca de Jesucristo —un evento ya sucedido— en una fe vital en Jesucristo: “¡Mi Señor y mi Dios!”
[2]

Además, y en estrecha relación con los postulados de la Reforma calvinista, señala:

Jesucristo es la tradición y el acto humano de vehicular en la tradición lo que Dios hizo "por nosotros los hombres, y por nuestra salvación" en Jesucristo, siempre está subordinado a él. Para los protestantes y para la comunidad reformada, esta subordinación ha sido expresada en la suprema autoridad que ha sido atribuida en la vida de la Iglesia al Espíritu Santo al hablar por medio de las Escrituras. Los primeros reformadores colocaron a la Biblia por encima de toda tradición humana. Su protesta contra las tradiciones humanas aberrantes de su época parecía sugerir que la tradición no poseía ningún valor. Al parecer, sólo la Biblia respaldaba a su religión. Pero la Biblia nunca estuvo completamente sola: Calvino mismo habló en gran manera sobre la autoridad de la Biblia, pero él siempre leyó y escuchó la Biblia en términos de las tradiciones. Revisó su liturgia con base en las prácticas litúrgicas de la iglesia antigua, y desarrolló su política con un gran aprecio por la política practicada en aquélla. Escribió la Institución con la estructura del Credo de los Apóstoles, estudió la Biblia y llevó a cabo su labor teológica con la ayuda de incontables intérpretes y teólogos de siglos anteriores. Calvino no rindió culto a la Biblia o a la Iglesia y sus tradiciones, sino al Dios que visitó a su pueblo en Jesucristo.[3]

De esta manera, los reclamos y aseveraciones sobre la tradición deben pasar también por los filtros del Nuevo Testamento, a fin de ubicarlos en su justa dimensión para que se comprenda bien el surgimiento de las diversas formas de comprensión del acontecimiento de Cristo (tradiciones) que conformaron al cristianismo desde sus inicios. Sólo así podrá aprenderse a dialogar con las diversas tradiciones cristianas y religiosas.

4. ¿Qué tradiciones nuestras enjuiciaría Jesús hoy?
Leonardo Boff ha enumerado una buena cantidad de patologías eclesiásticas y Rubérn Montelongo elaboró una tipología de rostros del presbiterianismo en el mismo sentido. Porque al criticar las tradiciones externas, como la católico-romana, somos muy estrictos, no así al interior. Como escribe, Gabriela Rodríguez, a propósito de la muerte de Marcial Maciel: “Para mí, que no soy una mujer de fe y poco me interesan los dogmas y liderazgos católicos, el escándalo del fundador de la Legión de Cristo contribuye de manera drástica al descrédito del Vaticano, de una institución eclesial cuya influencia en la cultura y en las políticas públicas de la región de América Latina ha sido un obstáculo para el ejercicio de los derechos humanos de mujeres, niñas, niños y adolescentes, que tiende a incrementarse en nuestro país, sobre todo por el arrebato gubernamental del PAN”.
[4]
¿Cuáles serían, en nuestro caso, las tradiciones que caracterizan nuestro paso o influencia en la vida social? O dicho en otras palabras, ¿qué tradiciones enjuiciaría Jesús hoy en nuestro caso y pondría en evidencia para proyectar lo que debe mantenerse y transmitirse a las nuevas generaciones? Enumeremos sólo algunas:

a) la tradición del divisionismo disfrazado de crecimiento eclesiástico
b) la tradición del moralismo hipócrita y vergonzante, sustituto de una ética veraz y consecuente que tolera el pecado para unos cuantos poderosos y exige vidas impolutas para quienes no les queda más remedio que la sumisión;
c) la tradición del dualismo enmascarado de exigencia espiritual e irrespetuosa de los valores corporales y la alegría de la vida;
d) la tradición de la esquizofrenia conventual que nos enseña a cerrar los ojos ante el mundo, siendo que es allí adonde se frota la fe, saca chispas, y se curte para probar su eficacia;
e) la tradición de la castración espiritual que no muestra la enorme diversidad de caminos para el desarrollo de un cristianismo real, no de manual;
f) la tradición de la enajenación religiosa, enemiga de la actitud liberadora genuinamente evangélica
g) la tradición del sectarismo trasvestido de pureza espiritual, que nos convierte en clubes selectos adonde hay que acreditarse socialmente para formar parte verdaderamente de la comunidad;
h) la tradición del miedo a insertar de verdad la fe transformadora en un mundo cuyas motivaciones profundas seguimos sin entender gracias a que subrayamos hasta la náusea la culpabilidad de las personas, sin mostrar la salida a ella, propia del Evangelio;
i) la tradición de la acepción de personas, herejía escondida detrás de un cuidadoso celo por la conformación uniforme de la iglesia como comunidad;
j) La tradición del proselitismo encubridor del verdadero interés por las vidas presentes de las personas, llenas de problemas y urgencias, no por el destino final de sus almas incorpóreas;
k) la tradición del biblicismo analfabeto y de la exaltación de la ignorancia, enemigo del despertar de conciencias a la luz del Evangelio y sus virtudes.

Ante un panorama como éste, es muy grande la responsabilidad en cuanto al legado cristiano que se enseña a las nuevas generaciones, pues de ello depende el rostro que tenga la fe de los creyentes en el presente y en el futuro inmediato.
Notas
[1] Fernando del Paso, "Religión y educación", en La Jornada, 5, 16 y 17 de marzo de 2002, www.jornada.unam.mx/2002/03/15/020a1pol.php?origen=opinion.html.
[2] A. Outler, Christian Tradition and The Unity we Seek. Nueva York: Oxford University Press, 1957, p. 111, cit. por J.H. Leith, Introduction to the Reformed Faith. Richmond, John Knox Press, 1985.
[3] J.H. Leith, op. cit.
[4] G. Rodríguez, “¿Lo encubrió Wojtyla o miente Ratzinger? “, en La Jornada, 15 de febrero de 2008.

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