21 de octubre, 2012
Esto
dice el Señor Dios: Aquí estoy, enfrentado a los pastores. Voy a exigir que me
devuelvan mi rebaño, voy a poner fin a su oficio de pastores; ya no volverán a
apacentarse a sí mismos; arrancaré a mis ovejas de sus fauces para que ya no
les sirvan de alimento. Esto dice el Señor Dios: Yo mismo buscaré a mi rebaño y
velaré por él. […] En cuanto a ustedes, ovejas mías, esto dice el Señor Dios:
Aquí estoy, dispuesto a juzgar entre ovejas y ovejas, entre carneros y machos
cabríos.
Ezequiel 34.10-11, 17, La Palabra, SBU
Para muchas iglesias
surgidas de las reformas del siglo XVI no ha resultado tan claro que ellas son el
fruto de un esfuerzo divino por purificar y restaurar la existencia histórica
de su pueblo en el mundo. Las comunidades interpretan su origen con base en
criterios que van desde la visión teologizante y sobreespitualizante hasta un
preocupante y complejo conjunto de observaciones meramente históricas o
materiales que comparten cierto cinismo con algunos analistas no comprometidos
con la vida de las iglesias y a quienes les da lo mismo que prive una u otra
comprensión de los sucesos. Y es que, en efecto, el mero recuento de los acontecimientos,
se ha realizado en el espectro general de los protestantismos latinoamericanos mediante
una lectura bastante maniquea de los procesos que condujeron al imprevisto surgimiento
de nuevas iglesias en medio de los acelerados cambios socio-políticos del
momento. De una lectura así procede la imagen de los dirigentes (“reformadores”)
como adalides o profetas de la estirpe de los mensajeros bíblicos que interpelaban
a sus contemporáneos con los oráculos sagrados mientras que, por otra parte,
sus adversarios fueron los villanos que se negaron rotundamente a prestarles
oídos para poner en práctica los cambios reclamados por Dios. Pero la historia
nunca ha sido así, porque escasamente y sólo después de múltiples debates es
posible trazar perfiles para hacerse una idea más o menos clara de qué pasaba
por las cabezas de unos y otros, sin olvidar a los monarcas y a otros grupos
sociales implicados.
Por lo anterior, preguntarse acerca del sentido de la intervención
divina para reconducir la vida de las comunidades por senderos nuevos es en sí misma
una confesión de fe y una afirmación de que Dios efectivamente se hace presente
en lo s momentos más necesarios a fin de renovar la presencia de los grupos que
dicen seguir las enseñanzas de Jesús de Nazaret. Ésa es la razón por la que, al
acercarse a diversos textos bíblicos para parangonar la actuación de los
personajes bíblicos y de la manera en que entendieron lo que Dios esperaba de
su pueblo. Un ejemplo de esto es el durísimo pasaje de Ezequiel 34, donde
Yahvé, en voz del profeta, fustiga duramente a la dirigencia política y religiosa
de su pueblo por haberlo conducido a la destrucción y a la desaparición. Este planteamiento
acerca de la crisis moral, social, espiritual y política en que se hallaba el
pueblo, como parte de los cambios de paradigma en la comprensión de la alianza
con Yahvé, se complementa magníficamente con el anuncio de que éste ya no castigará
a familias enteras por el pecado de algunos, afirmando con ello el respeto a la
individualidad de los creyentes. En el cap. 34, además de reclamar intensamente
a los monarcas y sacerdotes el destino del pueblo, se subraya la responsabilidad
colectiva, pues luego de señalar los errores de aquéllos, se afirma que es
preciso distinguir entre sus integrantes y que éstos deben también responder
por el rumbo que tome la comunidad (v. 22). Dios mandará un pastor, en la
figura mesiánica de David, para responder a la necesidad del pueblo, pero éste
también deberá actuar conforme a sus obligaciones.
En
la época del exilio, el pueblo está dividido en ovejas famélicas y en ovejas
"dispersadas". Las primeras designan probablemente a los miembros del
pueblo que permanecieron en Palestina, donde son entregados a la tiranía del
ocupante y expoliados por los agentes del enemigo; las segundas designan a los
que fueron llevados en cautiverio o huyeron a Egipto. El futuro se dibuja como
una reunión o congregación de todas las ovejas, pero esta reunión
reviste dos nuevas características: en primer lugar se realizará en torno al
mismo Yahvé y no en torno al rey (v. 11); en segundo lugar estará formada por
relaciones personales y de mutuo conocimiento entre Dios y cada uno de los
miembros del pueblo (v. 16) y no ya por la pertenencia jurídica y exterior a la
alianza.
Ezequiel tiene, pues, delante, un reino situado
directamente bajo la dependencia divina y basado sobre relaciones esencialmente
religiosas. Como tal, este reino es cualitativo y no compite con el reino
terrestre ni se adhiere a instituciones humanas. Es de otro orden y puede
extenderse por todos los reinos porque se limita a añadir una dimensión
religiosa a las relaciones humanas ya existentes.[1]
Esta búsqueda de balance entre individualidades y colectividad, que la
tradición protestante englobó en su doctrina del “sacerdocio universal de los
creyentes” es, quizá, uno de los grandes logros en el camino de las reformas
eclesiásticas, guiadas todas, como era de esperarse, a) por una palabra divina pertinente y sólida; b) por intérpretes valientes de la misma y de la realidad; y c) por grupos y comunidades dispuestos a
abrir sus ojos y sus oídos para comprender las exigencias de cambio ante los
cuales es preciso estar a la altura. La intención divina de purificar a su
pueblo, expresada en la actuación profética de Jesús cuando irrumpe en el
templo de Jerusalén (Jn 2) y enarbola la bandera de la lucha contra la
corrupción religiosa y el maridaje con el mercado, fue vista por los
reformadores como fuente de inspiración para articular fuerzas de todas partes
en la lucha por regresar al camino original del cristianismo. Ciertamente, hoy
suena todo esto como un proyecto monumental, y lo es, pero precisamente por
ello la confianza que ofrece Dios para recordar que Él está detrás de muchos
proyectos de cambio, es la esperanza que debe sostener a quienes se empeñan en
seguir el pulso de las transformaciones deseadas por Él.
La pregunta teológica de fondo, entonces, debe ser respondida en la
práctica y en la búsqueda constante por comprender los nuevos horizontes que
Dios espera que su pueblo transite y los cambios que promueve para que su presencia
y actuación sean pertinentes.
[1] Maertens-Frisque,
“Comenarios a la primera lectura: Ezequiel 34.11-16”, en www.mercaba.org/DIESDOMINI/FIESTAS/Cor_Jesu/C/1lec-comentario.htm.
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