7 de octubre, 2012
Así
estaba escrito en el libro del profeta Isaías: Se oye una voz;/ alguien clama
en el desierto:/ “¡Preparen el camino del Señor;/ abran sendas rectas para él!
Lucas 3.4, La
Palabra, SBU
La pregunta sobre
la razón de que Dios quiera reformar a su Iglesia procede de la preocupación
permanente acerca de los caminos que elige seguir esta presencia histórica y
transitoria (lo uno por lo otro) en el mundo. Su doble característica de
institución promovida por Dios para ser un signo de su Reino, pero también como
comunidad humana sujeta a los múltiples vaivenes e impredecibles coyunturas la
hace ser, en palabras de Emil Brunner, un gran “malentendido”, incluso a veces
para sus integrantes. De ahí que los impulsos que periódicamente levanta el
Espíritu para sacudirla y ponerla a la altura de los designios divinos (como lo
muestran las cartas del vidente de Patmos a las comunidades de Asia Menor en Ap
2-3) y de las exigencias del momento, una convergencia constante según la
evidencia bíblica, obliga a prestar atención siempre a los movimientos, agentes
o que intentan modificar el rostro y la
actuación de la iglesia.
En esta línea de pensamiento, un acercamiento a la figura del profeta
Juan llamado “el Bautista” bien puede ayudar a apreciar cómo, previo a la
aparición de Jesús de Nazaret, el Espíritu suscitó en medio del pueblo, en
cumplimiento del anuncio deuteronomista (Dt 18.15-22) y corroborada por
Jeremías (18.18) de que nunca faltarían ese tipo de voces, la presencia de
alguien que, con enorme autoridad moral y espiritual, denunció a los poderes
religiosos y seculares de su tiempo. Lucas no nos ahorra el marco socio-político
y religioso, por niveles, para situar el anuncio profético y reformador de
Juan: a) era el 15º año del reinado
de Tiberio, quien había sucedido a Augusto; b)
Pilato, gobernador de Judea entre el 26 y 36 d.C.; c) Herodes Antipas, gobernante de algunas de las cuatro regiones
que heredó Herodes el Grande, Galilea y Perea; d) Filipo, también hijo de aquel Herodes, ; e) de Lisanias no se tienen muchas noticias, pero Abilene era un
pequeño territorio cercano al lago de Generaset; f) Anás fue sumo sacerdote durante los años 6 al 15 y su gran
prestigio le hizo conservar una notable autoridad durante el tiempo en que fue
sumo sacerdote su yerno Caifás, años 18-36; oficialmente, el sumo sacerdote,
sin embargo, de hecho, lo era Anás. Ése era el ambiente impuesto y tolerado por
los romanos.
En estos días de nuevos
escándalos vaticanos, Hans Küng se pregunta si la iglesia tiene salvación, una
expresión que radicaliza la preocupación de los espíritus reformadores. En
palabras de Leonardo Boff, este libro “expresa un grito casi desesperado en pro
de transformaciones y, al mismo tiempo, una manifestación generosa de esperanza
de que éstas son posibles y necesarias, si no se quiere entrar en un lamentable
colapso institucional”.[1] Pero en la tradición de la Reforma Protestante, apegada a una sana
lectura de los textos, las observaciones críticas eran contundentes, en el
talante radical de Juan:
La
Escritura, al narrar los sucesos de Israel, “enseña que Dios, aunque nunca
abandonó a su Iglesia, destruye a veces el debido orden político”. “Por
consiguiente, no creamos que Él se halla tan vinculado a las personas que la
Iglesia sea necesariamente indefectible, esto es, que no puedan apartarse de la
verdad quienes la presiden” [1 Sam 1.18; CO 29, p. 244]. […] Han abusado “tiránicamente de su potestad”
y han “depravado el modo de gobernar la Iglesia instituido por Dios” [Ez
13.8-9, CO 40, p. 280; Cf. Carta 1607, CO 14, p. 294 s; Carta 3232,
CO 18, p. 159s]. […]
Lo
sucedido bajo el papado muestra “que en el reino de Cristo se cumple lo que
aconteció bajo la ley, a saber, que a veces la Iglesia se cubre de miserias y
yace oculta sin esplendor ni forma” [Jer 30.20, CO 38, p. 634]. […]
“Así
pues, entre ellos hay Iglesia, es decir, Dios tiene allí su Iglesia, aunque
oculta, y la conserva milagrosamente; pero de ahí no se deduce que ellos sean
dignos de algún honor; al contrario, son más detestables porque, debiendo
engendrar hijos e hijas para Dios, los engendran para el diablo y los ídolos”
[Ez 16.20, CO 40, p. 354].[2]
Juan el Bautista, como último profeta del Antiguo Testamento, llama a la
conversión del pueblo de abajo hacia arriba y no duda en señalar con dedo
flamígero los errores de gobernantes y pueblo en general, asumiendo la
subversión de la fe y de la política como parte del mismo problema. Dios quería
reformar completamente la existencia histórica de su pueblo aun cuando
estuviera dominado por un imperio. Pero para Juan, éste sólo era la envoltura
histórica de una comunidad que podía retomar los lazos con el Dios de la
Alianza, pero que lamentablemente ya no se pudieron reconstruir. Sus duras
palabras ya no tendrían el eco esperado (“¡Hijos de víboras! ¿Quién les ha
avisado para que huyan del inminente castigo? Demuestren con hechos su
conversión y no anden pensando que son descendientes de Abrahán. Porque les
digo que Dios puede sacar de estas piedras descendientes de Abrahán, Lc
3.7b-8). Por eso anticipa a Jesús, quien rompe con la particularidad
relacionada con el antiguo Israel y abre las puertas de toda la humanidad para
el trato salvífico con Dios. Con todo, el mismo Juan atisba ya esta universalidad
que Lucas proyecta en la cita de Isaías: “¡Que se enderecen los caminos
sinuosos y los ásperos se nivelen, para que todo el mundo contemple la
salvación que Dios envía!” (Lc 3.5b-6). Juan demandaba una reforma social,
cultural y política, a la que incluso los soldados extranjeros estaban
convocados. Nadie debía librarse de ella.
Dios quiere reformar su Iglesia siempre porque las continuidades y
discontinuidades históricas alteran el proyecto original y continuamente se
requiere renovar no sólo el rostro o los aspectos institucionales sino, cuando
es necesario, las raíces mismas del conjunto humano, sus vicios, hábitos,
comodidades, actitudes, etcétera. La tarea reformadora no es cosa fácil, pues comprenderla
lo mejor posible, entregarse a ella y encontrar las formas que debe alcanzar
para ser efectiva, propositiva y concreta.
[1] L. Boff, “¿Tiene salvación la Iglesia?”,
en Servicios Koinonía, 14 de septiembre de 2012, http://servicioskoinonia.org/boff/articulo.php?num=506.
[2] Jesús Larriba,
Eclesiología y antropología en Calvino. Madrid, Cristiandad, 1975
(Biblioteca teológica, 5), pp. 368-369, 371.
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