28 de octubre, 2012
[Ahora] Son conciudadanos de un pueblo
consagrado, son familia de Dios, son piedras de un edificio construido sobre el
cimiento de los apóstoles y los profetas. Y Cristo Jesús es la piedra angular
en la que todo el edificio queda ensamblado y va creciendo hasta convertirse en
templo consagrado al Señor, en el que también ustedes se van integrando hasta
llegar a ser, por medio del Espíritu, casa en la que habita Dios.
Efesios 2.19b-22, La
Palabra, SBU
La carta a los
Efesios afirma que la Iglesia es algo así como “el gran poema” que Dios está
escribiendo en medio de la historia,[1] pero lo que esta bella metáfora paulina anuncia implícitamente es que,
en cada verso, Él también está agregando correcciones y que hacer esto implica
cambios, modificaciones y transformaciones, reformas en una palabra, que muchas
veces cuesta trabajo aceptar y que, en ocasiones, incluso duelen, porque la
nueva creación (poiesis) de Dios en
Cristo no puede ser un “texto” que no alcance la perfección en el futuro
prometido. De modo que, al participar en este proceso es posible tratar de
responder la pregunta acerca de la necesidad de que la reforma en las iglesias
sea permanente y no sólo una moda otoñal motivo de festejos y cultos
conmemorativos, ni tampoco una moda pasajera o una pose para estar a la altura
de los tiempos. El impulso de fe, espiritual y teológico por la reforma
permanente de la Iglesia es algo que suscita el Espíritu Santo, único agente
rector y conductor de la misma. De ahí que el sentido de pertenencia a la
Iglesia de Jesucristo, que también despierta y conduce el Espíritu, coloca a
las mujeres y hombres que la integran en situaciones inéditas que les demandan
nuevas y profundas conversiones en el camino de la santificación realizada
también por Él.
Por lo dicho, entonces, el lema tan famoso, acuñado en Holanda, “Iglesia
reformada, siempre reformándose”, debería reflejar el empeño divino por
realizar los cambios que ha comenzado a realizar en Cristo, el constructor, el poeta
de la paz, que ha derribado los muros de separación entre la humanidad y que
ahora se ha dedicado a forjar un nuevo pueblo. La llamada a la renovación
continua, con ello, obedece a seguir los caminos del Espíritu para experimentar
la nueva humanidad, pues en eso consiste la que podría denominarse primera reforma, la reforma del espíritu, la
instalación progresiva de una conciencia, ya no dominada por la culpa de estar "muertos en los delitos y pecados" (2.1), y ser por ello “hijos
de la ira” (2.3) sino, por el contrario, avanzar
hacia la segunda reforma, la reforma
comunitaria de la vida de la Iglesia, del pueblo de Dios siempre peregrino, y
así avistar la tercera reforma, la
definitiva, la renovación final de todas las cosas.
Es preciso reconocer que la reforma de la Iglesia forma parte apenas de
un proceso mucho más grande de renovación, del establecimiento de la voluntad
divina en el mundo, pero dada la escasez de miras con que habitualmente las comunidades
asumimos tan magno proyecto, llegamos a suponer que los cambios en la Iglesia
son un fin en sí mismo, cuando apenas son signos, síntomas, del esfuerzo
creador de Dios en Cristo pata establecer nuevas pautas de vida y conducta en
el mundo. La exhortación de Ef 2, en ese sentido, destaca que el origen de las
personas, signado por el pecado y la injusticia, no anticipaba en ninguna forma
el sublime destino al que serían llamadas. No otra es la concepción de la predestinación, que también es leída más como doctrina rigurosa que como forma de
actuación procedente de la gracia para “salvar a algunos”, no en sentido
excluyente sino para destacar el interés de Dios por todas sus criaturas, pues la
totalidad de la Escritura no da lugar a pensar en que Dios se solaza en la
perdición de alguna parte de la humanidad, pues por el contrario, su postura de
búsqueda del bienestar es incesante.
Es como si Dios dijera que debemos “vivir en estado de permanente
reforma”, no posponiendo los cambios que el Espíritu desea hacer en su feudo “natural”
que es la Iglesia, pero sin olvidar que en su soberanía Dios está actuando
dentro y fuera de ella. El punto de contacto que el apóstol espera que los creyentes
efesios perciban con lo que Dios hace en el mundo es la cadena de acciones de
salvación que Él ha hecho: dar vida juntamente en Cristo, resucitar con él
también, sentarse ya en los lugares celestiales y percibir con los ojos de la
fe “las abundantes riquezas de su gracia” (vv. 5-7). Sólo una “mente reformada”,
adaptada por el Espíritu a reconocer el portento de todas estas realidades
puede sujetarse a la reforma continua que Dios quiere hacer en cada persona. Por
ello el apóstol señala la “querencia” hacia el mundo como un obstáculo en esta
percepción, porque “los sentidos de la fe” pueden distraerse con proyectos
humanos, materiales, mezquinos, si no se dejan conducir por los altos
propósitos de Dios que, en ocasiones parece que se comprenden y que hasta
modifican el vocabulario y la expresión de los creyentes en términos de sus
deseos y de las proyecciones e identificaciones con los planes divinos.
La primacía de la gracia es el mayor don rescatado por la Reforma y sólo
de allí puede proceder la intencionalidad de sumarse a la búsqueda permanente
por poner en marcha los cambios deseados por Dios para su Iglesia, porque finalmente,
como expresa el apóstol, el propósito histórico, ligado al escatológico y
futuro que se cumplirá también es que todos/as sean “edificados/as para morada
de Dios en el Espíritu” (2.22) en el presente reducido pero valioso de la
existencia de la Iglesia y de las iglesias, algunas nuevas incluso, sin romper
nunca la unidad afirmada por la misma carta (4.1-7), aunque exteriormente lo
parezca. Porque si el Espíritu levanta nuevas voces y procederes, ¿quiénes
somos para no atender esa llamada irresistible? Después de todo, uno de los
momentos cruciales de las reformas del siglo XVI fue cuando Lutero, inspirado
por las palabras del apóstol Pedro, quemó la bula papal de excomunión y afirmó en
acto que era necesario obedecer a Dios siempre antes que a los caprichos e
instituciones humanas, que siempre deberán someterse a los lineamientos suyos,
pues no existe fuerza alguna capaz de cuestionarlos en su integridad y su
justicia. De modo que la reforma continua de la fe individual y colectiva en
las iglesias de la Reforma Protestante es una vocación, una identidad y un
proyecto interminable, todo a la vez.
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