14 de octubre, 2012
Luego
preguntó: —¿Qué monumento es ese que veo? La gente de la ciudad le respondió:
—Es la sepultura del hombre de Dios que vino de Judá y profetizó todo lo que
acabas de hacer contra el altar de Betel. Entonces Josías ordenó: —Déjenlo. Que
nadie toque sus huesos. Y así se respetaron sus huesos junto con los del
profeta que había venido de Samaria.
II Reyes 23.17-18, La
Palabra, SBU
No siempre es
claro cuándo son los tiempos propicios para llevara cabo las reformas
eclesiásticas, e incluso tal vez sea un exceso atribuir este concepto a las
acciones que Dios realiza en la historia, pues la Iglesia también forma parte del
horizonte mayor del Reino de Dios y cualquier impulso por renovarla o
transformarla únicamente debe interpretarse en función de él. Las reformas eclesiásticas
serían, entonces, signos de la presencia del Reino en la Iglesia y una muestra
de la conversión de ésta a sus valores supremos. Cada reforma de la Iglesia
supone la intervención directa del Espíritu Santo para introducir en las
comunidades la perspectiva divina y así superar todas las mezquindades humanas
que amenazan siempre con adueñarse de los planes que rebasan cualquier
mentalidad que desee imponerse como absoluta o única. Esta mentalidad es la que
han enfrentado siempre los/as reformadores de todos los tiempos, pues la
resistencia de los poderes religiosos y políticos, enquistados en las
comunidades cristianas es el mayor obstáculo para renovar la vida y la fe.
Al releer los textos acerca de las “reformas” del rey Josías en Judá,
salta a la vista la presencia o ausencia de los profetas en ese proyecto de cambio,
pero no porque Dios hubiera optado por prescindir de la profecía para suscitarlo
y acompañarlo. Por el contrario, los restos del profeta (I R 13) que fueron
encontrados y respetados (II R 23.15-18) representan que el anuncio de los cambios
por venir estaban presentes, pero no habían sido suficientemente atendidos por
los gobernantes o por el pueblo. Los mediadores de lo sagrado, los reyes y los
sacerdotes asumieron como una afrenta personal el hecho de que los hombres o
mujeres de Dios, pues no hay que olvidar tampoco el papel desempeñado por Hulda
en esta etapa de la historia (II R 22.14-20), fueron verdaderas barreras para
que el pueblo retomara el rumbo original en su camino para ser una comunidad
alternativa en la historia. La función de los/as profetas en estas situaciones
era: a) denunciar la realidad crítica
y golpear la conciencia (concientizar) del pueblo, los gobernantes y la clase
sacerdotal; b) inspirar a la sociedad
en su conjunto para que, luego de la conversión, reorientaran su
espiritualidad; y c) anunciar, atisbar
y proponer nuevos rumbos de vida como fruto de esa conversión.
La radicalidad de las acciones de Josías, sus “reformas estructurales”,
religiosas en la forma, no fueron más que un esfuerzo del propio Dios por
devolver a la comunidad de Israel el destino para el cual la había elegido: ser
luz en medio de las naciones para que éstas conocieran al verdadero Dios, con
Ezequías como casi único antecedente. Pero este propósito estaba velado o suspendido
por la intromisión de otros proyectos políticos que, al humanizar o reconducir
las intenciones divinas, acabaron por desnaturalizarlas y hacerlas incomprensibles
para las mayorías. De ahí que el periodo de 31 años en los que Josías ejerció
el poder (II R 22.1, 642-609 a.C.) haya sido un auténtico oasis en el que el
pueblo pudo enterarse nuevamente de hasta dónde se había alejado de los
principios que Dios estableció para que se experimentaran en todas las áreas de
la vida colectiva e individual. Las familias de Israel solamente conocían las
intrigas de los gobernantes y contemplaban pasivamente cómo sus dirigentes políticos
y religiosos corrompían cada vez más los designios del Dios que había hecho una
alianza con ellas. Para algunos, esas reformas fueron muy tardías, pues sólo hubo
otros cuatro reyes en Judá y vino el fin de la nación, 22 años después.
Josías
llegaba demasiado tarde y el mecanismo de destrucción del reino de Judá estaba
ya en marcha: Josías fue una de sus primeras víctimas. Entonces, ¿para qué
sirvió su reinado? De la obra de Josías ha quedado una cosa de gran
importancia: el movimiento deuteronomista. La publicación del libro de la Ley
puso en marcha este movimiento que unía a todos los que sostenían la política
de renovación nacional emprendida por Josías. Especialmente por sus escritos,
el movimiento deuteronomista es uno de los que más ayudaron a Israel a
atravesar la prueba del destierro sin perder su identidad ni su fe en el Dios de
la alianza. La grandeza de Josías consiste en haberlo hecho posible.[1]
Preguntarse por los tiempos debe llevar a pensar en las coyunturas, es
decir, en las situaciones y estrategias que mejor contribuyan a intentar la
recuperación del camino querido por Dios. Tres son los tiempos que se presentan
ante nosotros en este análisis iluminado por la revelación bíblica. El primero,
es el modelo desarrollado por Josías: desde el poder, un gobernante consciente
de la obediencia que el pueblo le debía a Dios, toma las determinaciones que,
con un “costo político” monumental, restablecerían, en parte, el pacto de Dios
y sus consecuencias positivas para la vida del pueblo, aunque para muchos ese
esfuerzo fue bastante tardío. Segundo, en el siglo XVI, las reformas
eclesiásticas surgieron como un proceso intra y extra-eclesiástico que formaron
parte de un proceso de transformación profunda de la existencia social, y contribuyeron
a establecer lo que se conoce como “modernidad”. Este proceso cultural,
ideológico y político fue el marco general en donde el cristianismo debía
encontrar un nuevo rostro para y no sucedió, primordialmente, en función o con
base en la preocupación de los poderes por que la fe se expresara y se viviera
adecuadamente, lo cual era esperar demasiado. Más bien, y como parte de una
lectura crítica de los procesos eclesiásticos, el molde antiguo con que se vivía
la fe, de características corporativas y que anulaban al individuo, comenzó a
resquebrajarse y, en su lugar, emergieron nuevas formas de relacionarse con
Dios, con la Iglesia y con el mundo. Se trató de una auténtica revolución de
las ideas y de las prácticas.
Finalmente, los tiempos recientes, si son vistos como espacios de gracia
y renovación, también exigen tomar determinaciones difíciles, pero pertinentes,
ante la necesidad de situarse en el plano de la renovación de las estructuras eclesiásticas,
las cuales también se resisten al cambio, pues de manera acumulativa quienes
las encarnan suponen que deben permanecer aunque ya no representen el espíritu
que las originó. En el caso del protestantismo reformado, esta manera de actuar
choca profundamente con los valores que expresa lo que se ha denominado “el
principio protestante”, esto es, que ninguna estructura o institución humana
puede pretender ser absoluta, pues únicamente lo sagrado tiene ese carácter. “El
tema evangélico de la purificación del templo está asociado en los escritos
calvinianos a la renovación de la Iglesia. La renovación se realiza mediante la
purificación de los miembros y mediante la restauración de la doctrina
verdadera y del culto legítimo”.[2]
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